Per què és tan important el manteniment de l'ensenyament a l'aula.
La clase es un acontecimiento físico, hecho de aliento, de miradas. No se basa en recursos materiales ni en el pasado. No se ocupa del futuro. Es algo que existe para ir más allá de lo que existe. Algo que sucede y luego se desvanece. La clase es nuestro regalo. Somos nosotros; es esto.
No traemos nada a la clase, como mucho a lo mejor un texto o un espécimen. Sólo nos traemos a nosotras mismas, y sea lo que sea que podamos ofreceros está en nuestros cuerpos. Vosotras no traéis nada a la clase: algún chicle, tal vez una hoja y un lápiz. Nada más que vosotras mismas, vuestra respiración, vuestros cuerpos.
La enseñanza en el aula no produce nada. Al final, todos nos levantamos y nos vamos. Es como si nunca hubiéramos estado allí. No queda ninguna señal, ningún monumento, ningún documento.
La enseñanza en el aula no espera nada. No hay una relación pecuniaria entre profesores y alumnado. El dinero cambia de manos y la gente trabaja mucho para mantenerlo en circulación, pero todos estamos de acuerdo en que eso no debe ocurrir en una clase. La clase no se basa en ninguna estructura de incentivo monetario porque nos pagan tanto si aprendéis algo como si no.
La enseñanza no se guarda nada para sí. Cada año le digo a mis jóvenes estudiantes: “sé cómo sumar dos números, pero no os lo voy a decir”. Y se ríen y gritan: “¡no!”. Es tan absurdo, tan impensable. ¿Qué tengo yo que no os daría?
Traer nada, producir nada, esperar nada, guardarse nada… ¿A qué os recuerda esto? ¿Es acaso alguna extraña ocurrencia que irá a parar al The Journal of Irreproducible Results? O es algo que pasa todos los días, todo el tiempo, en todo el mundo, y que no se basa en la ganancia o en la fama, sino en el amor.
Hay quien piensa que la enseñanza en el aula está condenada al fracaso y que para cuando alguna de vosotras haga el discurso de graduación ante la promoción de 2033 habrá un museo de la enseñanza en el aula.
Desde la invención de la escritura cuneiforme sobre tablillas de barro, la enseñanza en el aula ha estado obsoleta. Tiene gracia. ¿Por qué no nos limitamos a escribir las tareas y los algoritmos en una tablilla de barro, la colgamos en la pared, y dejamos que el alumnado que quiera venga a aprender por sí mismo con esos documentos?
¿Por qué, desde la creación de la escritura con papel y bolígrafo, nos molestamos en tener escuelas?
¿Por qué, desde la invención de la imprenta, no vamos todos a la biblioteca? ¿Por qué tenemos que tener una clase? ¿Por qué necesitamos profesores? ¿Por qué, desde el advenimiento del microchip, no nos quedamos todos en casa en pijama y pulsamos el botón de enviar?
Las nuevas tecnologías le pisan los talones a la enseñanza en el aula, pero no me parece que sea una amenaza. ¿Cómo podría algo falso sustituir a algo verdadero? ¿Cómo podría un sustitutivo reemplazar algo que es real y está vivo? ¿Cómo podría lo virtual desplazar a lo actual?
La otra gran amenaza de la enseñanza en el aula es la obsesión por los datos, la educación orientada a los datos. Tenemos que medirlo todo: porcentajes, gráficas, tablas.
No estoy totalmente en contra de esto. Si la enseñanza basada en los datos fuese un gráfico de quesitos, me comería uno.
Pero yo no estudié ni me hice profesora para producir datos.
A mí me encanta la clase. Me encantaba como estudiante y me encanta como profesora. Puedo decir el nombre de cada profesor que he tenido: la señora Mulshanok, la señorita Williams, la señora Clark, la señorita Bogan, la señora Johnson, la señora Muys, la señora Parker, el señor Eldridge, la señorita Bush… Y sólo estamos en sexto de Primaria. Podría seguir, lo prometo.
A mí me encantaba ir a clase: las sillas, las ventanas, abrir la cremallera de la mochila. Y me encantaban mis profesores. Había un temario, supongo, pero eso no es lo que recuerdo. Recuerdo a mis profesores. Recuerdo estar en el aula, y no hay datos o gráficos de barras que puedan sustituir eso, ni siquiera capturarlo.
Esta semana mis alumnos tenían que dividir una pizza entre dos personas y se dieron cuenta de que si trazaban una línea desde el centro de la pizza, las dos partes serían iguales. Después de mucho ensayo y error, llegaron a esta conclusión ellos solos y yo os animo a que lo probéis.
Si hiciesen un test estandarizado, serían capaces de marcar la casilla junto a la pizza que está dividida exactamente por la mitad. ¿Saben cuál es la respuesta correcta? Sí. Pero eso no es lo que me importa. Lo que me importa es cómo llegaron ahí, cómo lo descubrieron por sí mismos.
Esta estudiante de bachillerato flacucha consiguió entrar en el Smith College escribiendo un ensayo sobre el discurso de Anne Morrow Lindbergh El viaje, no el destino, es lo que importa. Conmigo funcionó.
Los tests estandarizados miden el destino, pero no nos dicen nada del viaje, de tener ideas estupendas. Lo sabes/no lo sabes es secundario, y cómo lo sabes y quién eres es lo primero.
La única manera de que este conocimiento crezca dentro del alumno es con el profesor, un profesor en el aula. Por supuesto, mis alumnas insistirán en que lo hicieron ellas solas y a mí no se me ocurriría desilusionarles.
Pero el trabajo que vosotras, graduadas, habéis hecho lo hicisteis en la clase con vuestros profesores. Ese es el milagro de nuestros días. ¿Por qué no se habla de él? Porque es invisible. No hay gráficos de barras para la enseñanza en el aula. No hay datos de la enseñanza en el aula, y sin embargo está ahí este año y el siguiente y el siguiente.
Decirle a cientos de miles de personas lo que tienen que hacer no es enseñar, es gritar, y ya hay mucho de eso a nuestro alrededor.
Enseñarle a alguien a hacer algo exactamente de la misma manera que siempre lo has hecho tú no es enseñar, es entrenar. Y ya hay mucho de eso también.
Pero la realidad que no es gritar ni entrenar es la enseñanza en el aula. Nadie puede tocarla, nadie puede señalar con el dedo hacia ella. Es tuya para siempre. Cuando crece dentro de ti, está haciendo su trabajo.
Podemos desaparecer. Probablemente no nos volvamos a ver. Las sillas se recogerán. Será como si nunca hubiéramos estado aquí. No habrá nada que podamos contabilizar después de hoy. Pero no todo lo que cuenta puede contabilizarse. No todo lo que importa puede ponerse en una gráfica de quesitos.
La dirección se ha puesto a sí misma un reto exigente: educarnos a todas para una vida de distinción. Nunca podréis hacer una gráfica de eso. No se puede medir y eso es lo que lo hace tan real. Os aconsejo –porque ése es mi cometido– que penséis en las cosas que flotan en el aire: vuestro amor hacia vuestros amigos, el olor de las lilas, el sentimiento de vuestras familias hoy.
No hay nada de esto que os podáis llevar con vosotras. El diploma que recibís será de otra persona.
Todo lo que sea valioso de este momento, y de estos cuatro años, será valioso dentro de vosotras, no fuera.
He sido profesora durante dieciséis años. Los mismos que vosotras habéis pasado en el aula. Empezamos el mismo año. Y espero seguir durante catorce años más. Eso sumará treinta y habrá sido suficiente
Cuando llegue ese día, alguien me traerá una caja y yo pondré en ella una manzana de cerámica que alguien me regaló pensando que sería un símbolo de algo. No tendré nada y esa será la prueba del valor de mi trabajo.
Si puedes señalar con el dedo hacia algo, lo puedes perder, o romper, o alguien te lo puede quitar. Mientras esté dentro de ti, no se va a ninguna parte o va a todas partes contigo.
Este día es un día de amor. Es el día del amor de vuestras familias por vosotras, vuestro amor entre vosotras y hacia vuestros profesores, y de vuestros profesores hacia vosotras.
En el futuro, las gráficas de barras podrán venirse abajo; las tablillas de barro, desmenuzarse. Al fin y al cabo sólo están hechas de barro. Pero nuestro amor está aquí para quedarse.
Gracias.
Margaret Edson, El valor de la enseñanza en el aula, fronteraD 17/03/2017
Margaret Edson (Washington D.C., 1961) estudió Historia en el Smith College (Massachusetts). Tras su graduación desempeñó distintos puestos de trabajo: desde vendedora de perritos calientes, a camarera, dependienta en una tienda de bicicletas y secretaria en la unidad de enfermos de cáncer y sida de un hospital de Washington. Esta última experiencia inspiró su obra de teatro Wit, que fue escrita en el verano de 1991 y por la que recibió el premio Pulitzer en 1999. No ha vuelto a publicar desde entonces. En el otoño de 1991 empezó estudios de doctorado en Literatura en la Universidad de Georgetown. Al finalizar, se convirtió en profesora de primaria, profesión que ejerce en la actualidad en un colegio público de Atlanta. Reside en esta ciudad con su pareja, la historiadora de arte Linda Merrill, y sus dos hijos, Timothy Edson Merrill y Peter Edson Merrill.
Traducción: Tera Blanco de Saracho
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