Rawls i les teories de la justícia.


Hobbes i Rousseau by Anabel Bueno
Gran parte de las desigualdades no se deben al trabajo ni al esfuerzo. El hecho de que tengamos un buen empleo o una cuenta corriente generosa también depende de factores como la riqueza de nuestra familia e incluso de si vivimos en un país occidental o en otro sumido en la miseria. Por mucho que haya trabajado David Rockefeller, es innegable que le ayudó ser hijo de John D. Rockefeller Jr. y nieto de John D. Rockefeller.

Es más, aunque eliminemos las desigualdades económicas, seguirá habiendo habiendo gente más inteligente o personas cuyos talentos se valorarán más en una sociedad determinada. Por ejemplo, si Messi hubiera nacido en el siglo XIII, no habría podido desarrollar todo su potencial fubolístico.

Es decir, gran parte de lo que logramos depende de cómo nos haya ido en la lotería genética y social. Por eso muchas desigualdades son injustas. No son el resultado de una meritocracia, sino que perpetúan ventajas y desventajas sistémicas.

De todas formas y aunque estemos de acuerdo con esto, ¿cómo podemos corregir estas desigualdades? ¿Podemos ponernos de acuerdo en cómo lograr una sociedad más justa? ¿Qué ocurre cuando la igualdad entra en conflicto con la libertad?

El filósofo estadounidense John Rawls (1921-2002) expuso en Una teoría de la justicia un método para ayudarnos a contestar a algunas de estas preguntas. Su texto, publicado en 1971, acabaría sentando las bases de la socialdemocracia contemporánea, según nos explica Victoria Camps, filósofa y catedrática emérita de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Rawls cree que la sociedad debe ofrecer “un sistema justo de cooperación social a lo largo del tiempo y que se transmita de generación en generación”, tal y como escribe en Justicia como equidad: una reformulación. Pero también es consciente de que no hay un acuerdo público acerca de cómo lograr este sistema. Para alcanzar cierto consenso, el filósofo estadounidense recurre a una idea clásica, que reformula por completo: la del contrato social, es decir, el acuerdo tácito entre los ciudadanos y el Estado.

Hobbes, Locke y Rousseau usaron este concepto para explicar por qué la sociedad es como es y por qué nos hemos dado unas leyes y no otras. En cambio, Rawls recurre a él para plantear cómo debería ser una sociedad justa.

El estadounidense nos propone un experimento mental en el que tenemos que imaginar que nos reunimos para acordar los principios fundamentales de la sociedad. Eso sí, hay una pequeña trampa: no sabemos cuál será nuestra futura posición en esa sociedad. Ignoramos si seremos hombres o mujeres, ricos o pobres. Tampoco sabemos si estaremos sanos, si seremos inteligentes, ni ninguna otra cualidad o defecto. Es decir, ignoramos qué criterios nos beneficiarán personalmente y no a la sociedad en general.

Estamos bajo “el velo de la ignorancia”, en lo que Rawls llama la “posición original”. Como recoge Camps en su Breve historia de la ética, según el filósofo en esta situación todos nos imaginaremos a nosotros mismos en la posición más desfavorable, por lo que optaremos por una sociedad que nos proteja.

Rawls apunta que bajo el velo de la ignorancia lo razonable es llegar a dos principios básicos de la justicia:

1. El primero asegura libertades básicas e iguales para todos los ciudadanos, como la libertad de expresión y de religión.

2. El segundo se refiere a la igualdad social y económica. Las desigualdades solo se permiten si benefician a los miembros peor situados de la sociedad. Es el llamado “principio de la diferencia”. Según Rawls, para saber si una sociedad es justa no hay que mirar la riqueza total ni cómo está distribuida. Basta con examinar la situación de quienes lo están pasando peor.

Como explica Jason Brennan en Filosofía política, para Rawls la desigualdad no siempre es negativa, ya que “anima y permite que la gente trabaje duro, y use su talento y sus recursos de forma inteligente”. Eso sí, la única justificación para estas desigualdades es que acaben beneficiando a los más desprotegidos. Por ejemplo, puede ser buena idea pagar más a los médicos, pero no porque su carrera sea más difícil o su trabajo más meritorio, sino para asegurar que todo el mundo tenga una atención sanitaria decente.

El principio de la diferencia no se refiere solo a recaudar impuestos y a redistribuir la riqueza, como recuerda Camps, sino también a lo que Rawls llama “bienes primarios”. Es decir, a las libertades y a los derechos de quienes están más indefensos.

Por ejemplo, desde el liberalismo muchas veces se afirma que cualquier acuerdo económico entre dos personas libres es válido, lo que permitiría trabajar por menos del salario mínimo o incluso vender un riñón. Si la persona quiere hacerlo, ¿por qué hay que prohibírselo?

Pero como recuerda Michael J. Sandel en Justicia, no todos tenemos el mismo poder a la hora de negociar un acuerdo. ¿Qué clase de libertad para vender un órgano tiene una persona que se encuentra en una situación de pobreza extrema?

Precisamente uno de los objetivos del velo de la ignorancia es eliminar, aunque sea en un ejercicio mental, estas diferencias en el poder de negociación para poder llegar así a un acuerdo básico que sea justo para todos.

Es frecuente leer a Rawls y pensar: “Esto es irrebatible. Todo el mundo tiene que estar de acuerdo en que una sociedad justa debe partir de este mínimo”. Pero lo cierto es que sus ideas han sido influyentes, pero también discutidas, tanto desde la derecha como desde la izquierda. 

Por ejemplo, el filósofo marxista Gerald A. Cohen (1941-2009) cree que en una sociedad realmente justa todo el mundo sería igual de rico. Además, todos deberíamos estar dispuestos a trabajar por el beneficio de la sociedad y no por el nuestro si, como dice Rawls, somos racionales y razonables.

Otras críticas llegan del feminismo y del comunitarismo. Como explica Sandel, uno de los exponentes de esta segunda corriente, “no se puede razonar sobre justicia abstrayéndonos de nuestros objetivos e inclinaciones”. No somos personas abstractas que viven en sociedades ideales, sino que tenemos identidades concretas y vivimos en un contexto también determinado. Es decir, la justicia debe enfrentarse a estas diferencias y no reflexionar como si fuéramos personas sin atributos.

La crítica más influyente quizás sea la que firmó Robert Nozick (1938-2002), cuando publicó Anarquía, estado y utopía en 1974. Si Rawls sentó las bases del pensamiento socialdemócrata contemporáneo, Nozick hizo lo mismo para el liberalismo moderno. “Se resume en una tesis simple -escribe Camps-: cuanto menos Estado, más justicia”.

Camps recuerda que ambos filósofos tienen mucho en común: ambos eran estadounidenses y contemporáneos, y además trabajaban en el departamento de Filosofía de la Universidad de Harvard. Igual que Rawls, Nozick también parte de un estado natural hipotético parecido a la posición original.

Pero de estas condiciones surge un Estado que solo detenta el monopolio del poder y la fuerza, y garantiza la protección y las libertades de los ciudadanos, pero no tiene ninguna función de redistribución de la riqueza. Si alguien quiere ceder parte de su dinero en favor de los menos favorecidos, está en su derecho, pero se trata de una opción y no de una obligación.

Y es que para Nozick el término “justicia redistributiva” no es adecuado. En su opinión, la riqueza no es algo que esté ahí y solo haya que repartirla: la riqueza hay que crearla. Cuando las personas toman decisiones libres sobre asuntos de economía, algunos terminan con más dinero y otros con menos.

En consecuencia, lo verdaderamente importante es saber cómo esas personas adquirieron sus ingresos y su riqueza, no si tienen más o menos dinero. Siempre que haya habido un intercambio libre, el resultado es justo.

De todas formas y como explica Brennan, Nozick justifica la posibilidad de que haya desigualdades, pero no necesariamente las desigualdades que existen en la sociedad actual. No ha habido siempre un mercado libre que haya permitido la creación de riqueza de un modo justo y según decisiones autónomas por parte de todas las personas que participaban en estas transacciones.

Por poner un ejemplo extremo, si la riqueza actual de una familia procede de la venta de esclavos no se puede decir que tenga un origen justo. Nozick podría admitir que este tipo de desigualdades se corrigieran con la intervención del Estado.

Las críticas a Rawls son comprensibles si recordamos que estamos hablando de política. Pero no podemos olvidar que este filósofo es el autor de “la defensa más convincente en favor de una sociedad igualitaria que haya producido la filosofía política estadounidense hasta la fecha”, como escribe Sandel.

Rawls ofrece las razones por las que las sociedades justas necesitan proteger la libertad y la igualdad. Esta es una de las labores de la Filosofía. “A la Economía o al Derecho no les interesa ese fundamento último -nos explica Camps-. Ya lo dan por supuesto. Hacerse esas preguntas es tarea del filósofo”.

De hecho, una de las muchas cosas que podemos aprender de este filósofo es que se negó a dar por supuesta la sociedad tal y como la conocemos. Rawls se niega a admitir que las cosas tengan que seguir igual solo porque siempre han sido así y considera que esa actitud conformista no es más que una excusa para mantener las injusticias. Cada nuevo e incómodo “¿por qué?” pone de manifiesto, como mínimo, que nuestras sociedades deben y pueden ser mejores.

Jaime Rubio Hancock, Instrucciones para diseñar una sociedad justa: lo que pueden aprender los políticos de la filosofía, Verne. El País 10/03/2017

Nota: En los textos en inglés, a Rawls se le llama "liberal". De hecho, uno de sus libros se titula "Political Liberalism". En Estados Unidos, el término "liberalism" es más o menos equivalente a nuestra socialdemocracia y así se suele traducir. En cambio, a Nozick se le identifica como "libertarian", una palabra que tiene el significado que damos en español al adjetivo político "liberal".

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