El paper de l'intel.lectual en l'època digital (2).




¿Dónde están los intelectuales? ¿Qué se hizo de ellos?

La respuesta será tan obvia que la propia pregunta parecerá absurda: los intelectuales están donde siempre han estado. Es decir, publicando libros, dando entrevistas, firmando manifiestos. Business as usual! Sin embargo, la supervivencia del intelectual público es compatible con su decadencia relativa: están lejanos los tiempos en que salían a la calle, megáfono en mano, a liderar a las masas. Y dos son las principales razones que explican el debilitamiento de su figura.

En primer lugar, el ocaso de la razón teleológica que constituye el eje narrativo de las filosofías de la historia habría comportado un drástico recorte de sus poderes y, por tanto, de sus funciones. Si, de acuerdo con el hegelianismo en todas sus versiones, incluida la marxista, la Razón con mayúsculas se despliega en la Historia conforme a patrones discernibles a fuer de racionales, ¿quién sino el philosophe puede interpretar ese itinerario y comunicar a la sociedad la dirección que resulta forzoso tomar? Pues no basta con interpretar el mundo: es menester, como dejó Marx establecido, transformarlo. El intelectual es, así, un revolucionario; aparece vinculado a una modernidad ilustrada que pone a la razón al mando. Sin duda, esto es válido para el intelectual marxista que alcanza su forma más pura en Francia, pero también puede aplicarse a quienes, como Voltaire, defendían la modernización top-down de países como la Rusia zarista, o a su enemigo Rousseau, quien, pese a descreer de la razón ilustrada, trazó su propio plan para la salvación del hombre.

En esta misma dirección apunta el teórico de la cultura alemán Martin Burckhardt cuando reflexiona, en la revista Lettre International, sobre la desaparición de los intelectuales en la poshistoria: «Muerto el espíritu universal, su portavoz, los intelectuales, parecen volverse superfluos». Si la historia no sigue un patrón racional y ni siquiera su final −anunciado por el racionalismo liberal− termina de confirmarse, el intelectual se ve degradado en sus funciones: podrá influir, pero influirá menos. Porque las premisas de su magisterio se habrían visto desmentidas y él mismo habría perdido su crédito: la historia del intelectual público es también la historia de sus errores.

Pero que el intelectual ejerza menor influencia tiene asimismo que ver con cambios sociales de amplio alcance que alteran el espacio en que estaba acostumbrado a desenvolverse. Para Burckhardt, la desaparición o el debilitamiento de las viejas virtudes librescas es clave para entender el ocaso del intelectual, entendido como aquel «capaz de leer entre líneas». De forma algo tremendista, habla del fin de la cultura escrita y, por tanto, de la irrelevancia del viejo hombre de letras, sobrepasado por el imperio del algoritmo en una sociedad dividida en subsistemas dotados −como apuntaba Niklas Luhmann− de lógicas propias impermeables a la protesta. A su juicio, el intelectual se habría convertido en un mánager, alguien que desde el subsistema experto −sobre todo académico− contribuye al buen funcionamiento del sistema social en su conjunto.

Simultáneamente, una esfera pública vulgarizada habría expulsado a los intelectuales al hacerse cada vez más inhóspita a la razón, como si recogiese las frustraciones que provoca la ordenación hermética de las lógicas económica, cultural, religiosa y política. Dice Burckhardt:
Aquí, donde los argumentos se presentan a voz en grito, las aporías morales son aporreadas, los extranjerismos devienen en enemigos, desaparece el espacio entre líneas. Sin duda, sin ironía, sin ambivalencia. La opinión pública quiere sangre: The Real Thing.

¡De La clave a La Sexta! Claro, pero a condición de que tampoco sobrevaloremos la popularidad del intelectual en tiempos de Foucault: recordemos el cisma entre obreros y estudiantes en la Francia de los años sesenta. No obstante, parece claro que la digitalización de la esfera pública está afectando a la visibilidad del intelectual, al igual que a la de todos los demás actores: la horizontalización creciente de la comunicación nos sitúa a todos a ras de tierra. Y es que hablamos de una mutación de gran alcance que, en las versiones más benevolentes, convierte la conversación pública en un poliálogo en el que todos pueden tomar parte; una mirada más pesimista encuentra, por el contrario, enjambres, cacofonía y falta de civilidad. Pero el hecho decisivo es la desintermediación −aparente al menos− que permite a los ciudadanos expresar sus propias opiniones en las redes sociales y elegir sus fuentes de información, separándose de un espacio común cada vez menos común. De hecho, ya no sabemos a quién estamos leyendo ni dónde: la información y el análisis carecen de perfiles claros. Tampoco, salvo para los connoisseurs, el intelectual.

Pero evitemos el trazo grueso. El intelectual público no ha desaparecido, a pesar de que su figura se haya desdibujado. Ha perdido, sí, el aura casi sacerdotal de que disfrutara durante los años dorados de la paradójica fe racionalista; afortunadamente, podríamos añadir. La globalización ha traído consigo una competencia más feroz entre un mayor número de aspirantes en un espacio mediático donde resulta más difícil obtener y mantener la visibilidad suficiente; a cambio, ha aumentado el impacto mundial de quienes alcanzan esa meta: las opiniones públicas nacionales mantienen un ojo puesto en la esfera pública anglosajona. Sí puede afirmarse, en todo caso, que las condiciones en que operan los intelectuales públicos contemporáneos han cambiado. Y es en este punto donde hay que preguntarse por el modo en que pueden o deben desenvolverse.

En primer lugar, está la cuestión del público. Todo intelectual, por el hecho de serlo, necesita una audiencia: el desierto es para los profetas. Ese público se nos presenta hoy más disgregado que nunca; reclamado desde múltiples instancias, se maneja como puede en la nueva abundancia digital. Y eso obliga al pensador a hacer algo más que pensar: ahora debe buscar su audiencia de una forma activa. Es decir, está obligado a prestar atención al tipo de medios en que aparece su trabajo, a los códigos que condicionan su recepción por parte del público, al modo en que él y sus textos son presentados ante la audiencia: todo ello mientras ayuda a difundirlos en las redes sociales. Ahora bien, en una pieza reciente, Corey Robin sugería que la atención a esos aspectos adjetivos al pensamiento puro no tiene por qué ser antitética a la vocación del intelectual público, quien, en oposición al erudito privado, alimenta una vocación performativa: quiere hacer con su decir. Dice Robin:
Para lograr ese efecto, sin embargo, debe estar atento a la sensibilidad de la audiencia. No porque quiera masajearlo o adularlo, sino porque quiere fracturarlo. Su objetivo es transformar a sus lectores de lo que son en aquello que no son, alienarlos de sí mismos. El intelectual público que tengo en mente no es indiferente a sus lectores; su proyecto está incompleto sin ellos.
Eso mismo diferenciaría al intelectual público del periodista o el académico: escribir para un lector que no existe aún y que él mismo aspira a crear. De manera que el intelectual crea el público para el que escribe mediante el acto mismo de escribir. Esto, desde luego, es un hacer diciendo. A juicio de Robin, el problema con muchos de nuestros intelectuales públicos es que escriben para lectores que ya existen, sin el menor deseo de transformarlos. Su ejemplo es nada menos que Cass Sunstein, padre del paternalismo libertario y brillante constitucionalista y teórico social de corte liberal. Acaso éste sea el problema, en lo que a Sunstein se refiere: su relativa conformidad con el statu quo. Es aquí donde la atractiva tesis de Robin pierde algo de pie, al revelar una concepción del intelectual como agente forzosamente transformador: alguien que no sólo quiere crear un público propio, sino que debe aspirar a modelar la subjetividad del ciudadano, orientándolo decididamente hacia unos fines políticos u otros. ¡Nostalgia de Sartre!

Si Sunstein no aspira a transformar radicalmente el orden establecido, pues, estamos ante un mal intelectual; quien quiera dar la vuelta a aquel con arreglo al viejo modelo revolucionario −¡sacudiendo la conciencia del lector!− es, en cambio, un buen intelectual. Pero distinguir entre intelectuales con arreglo a criterios morales no parece la mejor de las soluciones, entre otras cosas porque presupone la existencia de una única verdad moral allí donde habríamos más bien de reconocer la existencia de múltiples puntos de vista sobre el mundo. Si, retomando la definición de Burckhardt, el intelectual es quien puede «leer entre líneas», nada garantiza que su lectura sea la correcta: si hubiera una sola lectura veraz, y pudiéramos identificarla, todos los intelectuales realmente existentes convergerían hacia ella. Pero no es el caso. Y, como hemos averiguado con dolor a lo largo de la historia, resulta peligroso creer que esa verdad única existe. Aunque el intelectual público posee una dimensión normativa o prescriptiva, que le separa del mero divulgador académico, no habría que entender su actividad como transformadora en el sentido marxista, sino como creadora: de significados, de interpretaciones, de posibilidades. Una tarea que lleva a cabo en competencia con otros intelectuales −una competencia cooperativa, pues de ella se derivan beneficios sociales más amplios− y consigo mismo, pues su propio pensamiento ha de mantenerse vivo si no quiere convertirse en el simple portavoz de una marca, la suya propia, a fin de preservar su audiencia.

Justamente lo contrario es lo que ha hecho David Goodhart, exeditor de la revista británica de corte socioliberal Prospect, quien acaba de publicar un libro −cuyo contenido él mismo resumía en un artículo publicado por Financial Times este pasado sábado− en el que anuncia su abandono de la «tribu liberal» a que siempre había pertenecido. Tiempo habrá de volver sobre sus tesis, que derivan de un cambio personal de posición acerca de la vigencia de los valores cosmopolitas del liberalismo y su apuesta por una comprensión más matizada de los argumentos «enraizados» del conservadurismo, así como sobre las inesperadas virtudes persuasivas de su maniobra argumentativa; lo que me interesa en este punto es señalar cómo su declaración pública supone, en la práctica, arriesgar el valor de su marca, ligada a aquellos valores que ahora pasa a cuestionar. Nos recuerda la famosa respuesta de Camus a Sartre, que José Luis Pardo traía a colación en sus Estudios del malestar, cuando el segundo interpelaba al primero sobre sus escarceos fuera de la izquierda oficial: «Si la derecha tuviera la verdad, estaría con la derecha». Esa valentía no sólo es tribal, sino que además pone en juego un capital creado afanosamente: el público propio.

Y es que la idea de que todo intelectual crea su público es acertada. Sobre todo en nuestros días, cuando los canales mediáticos se multiplican y la competencia por captar la atención de la audiencia se hace más feroz. En ese sentido, crearse un público era mucho más fácil en la era de la comunicación de masas si el intelectual en cuestión gozaba del favor de un periódico destacado, beneficiándose con ello de su prestigio; en la actualidad, ese apoyo sigue siendo de ayuda, pero dado que la fuerza prescriptiva de los grandes medios se ha reducido, quizá no sea suficiente. De hecho, los medios tradicionales garantizaban esa ascendencia al margen de la potencia del pensamiento en cuestión, mientras que ahora se antoja más difícil gozar de influencia sin una obra capaz de sostenerla. A no ser, claro, que esa influencia se base en el tribalismo ideológico o en el abaratamiento de los propios contenidos. Se insinúan aquí las dos grandes tentaciones que ha de sortear el intelectual público en su fase digital: la tentación del partisanismo, que pone el pensamiento al servicio de una tribu moral, y la tentación del mundanismo, que convierte al intelectual en una creación del público, y no al revés. 

Manuel Arias Maldonado, Acotaciones a la figura del intelectual público en su fase digital (II) , Revista de Libros 22/03/2017

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