La recuperació del Noucentisme.
El Gobierno del Estado y el Govern catalán se parecen tanto que, en
lo que sería una situación embarazosa, sus cónyuges podrían
confundirlos. A saber: a) ambos están intervenidos, b) poseen una
soberanía muy limitada, c) sus partidos están pendientes de juicio por
expolio, d) han legislado conjuntamente la desaparición del Bienestar.
Ambos, en un Régimen del 78 que implosiona y cuyas instituciones están
en crisis, mantienen su e) inquebrantable adhesión al Régimen —en el
caso de la ¿secesionista? CiU, f) ofreciendo incluso el abogado del
caso/cosa Nóos—.
Lo curioso es que, a pesar de este currículum, uno de estos gobiernos
está, por el momento, menos sometido a crisis de representatividad. La
pregunta es, ¿cómo lo ha conseguido? Paradójicamente, a través de una
cultura común, que comparten, la Cultura de la Transición (CT). En
barrena en España y en plena Edad de Oro en Cataluña.
El Gobierno PP, así, juega más en precario. Ha perdido el monopolio
de fijar qué es o no democracia, la palabra sobre la que descansa toda
la CT española. De hecho, esa palabra no se utiliza desde la reforma
constitucional exprés. Los intentos gubernamentales de crear marcos,
endebles, se realizan ahora a través de las palabras constitución y
estabilidad. No son palabras moco-de-pavo, pero dejan atrás, en fin,
aquellos entrañables días en los que, gestionando la palabra democracia,
se podían cerrar diarios, ilegalizar partidos, reinterpretar los
derechos humanos, o meter en el pack marginalidad opiniones democráticas.
En Cataluña, la situación es completamente diferente. El Govern —es
decir, CiU y ERC—, domina el marco cultural desde el que se fabrica la
CT. Aquí, la palabra mágica, el fantasma, el concepto que crea cohesión,
no es democracia —que en Cataluña, y esta es otra, se le supone—, sino
el concepto civilitat, una fantasía cultural del Noucentisme,
la primera cultura de Estado en Cataluña, que recogía las necesidades
políticas de la Lliga.
Una de ellas era situar en la barbàrie, antes que a España, a
amplias zonas de la cultura catalana. Como el Modernisme, una epopeya
cultural sin Estado y con cierto carácter antiautoritario. El
Noucentisme/civilitat cumplió con creces. Hasta su
desaparición, es decir, la desaparición política de Cambó, en 1931, la
Lliga se situó en el epicentro de la civilitat, pese a haber participado de barbàries
sin precedentes, como la rentabilización de la Ley de Fugas, el
pistolerismo, el apoyo a Primo de Rivera o, en breve, el apoyo
incondicional a Franco.
Es curioso que el Noucentisme, desprestigiado, vuelva como cultura
oficial con la democracia, a finales de los setenta. Junto con un max-mix
de Vicens Vives, fue el elemento con el que se creó la cultura local
oficial pactada. Desde los ochenta, cuando se formaliza la CT, cuando se
desproblematiza la cultura y los Gobiernos adquieren la facultad de
decidir qué es cultura, qué funciones tiene, y al servicio de qué está
—no se pierdan a Pujol en 1981: “La ideologia de Cataluña és la cultura
catalana”, o a Felipe, en 1982: “El programa de la democracia española
es la cultura”—, el Noucentisme se ha ampliado desmesuradamente.
Si uno lee a los intelectuales/homenots oficiales, llega intacto a 1939, es un motor de resistencia al Franquismo —lo que tiene guasa—, y une Cataluña a civilitat
cada día por la mañana a primera hora. Es, vamos, Cataluña.
Contradecirlo es situarse, por tanto, fuera de la catalanidad. La
percepción de la civilitat copa la emisión y recepción de
política. Hasta extremos bárbaros. Es el marco. Un marco más permisivo
aún con el-lado-oscuro-de-la-fuerza que el español, de natural muy gore:
permite integrar en la civilitat altas dosis y nombres propios de la barbàrie del catalanismo conservador de la Restauracion y del Franquismo.
En esta Segunda Restauración, enmarcarse en la civilitat y tener la facultad de señalar qué es o no es barbàrie,
permite además a un Govern desballestar la democracia y el bienestar,
abandonar al débil a su suerte, saquear/rentabilizar el Estado
vendiéndolo a amigos, no emitir nada efectivo respecto al derecho a
decidir, o monitorizar, mutilar y matar —repito, mutilar y matar—
personas.
Ni la ciudadanía, ni el periodismo que comparten esa cultura vertical centrada en la gestión de la civilitat, predispuestos a excusar al Govern por la presión de la barbàrie externa e interna, pueden ver ni identificar barbàrie
en todas estas emisiones, del mismo modo que el ciudadano o el
periodismo receptor de los marcos CT españoles solo podían ver en,
pongamos, la doctrina Parot lo que le explicaba su Gobierno y sus intelectuales: democracia.
Las culturas verticales y propagandísticas, en fin, son un chollo
gubernamental. En una frase atribuida a Speer, “están fabricadas con
trivialidades”, pero tienen éxito porque “todo el mundo adapta las
trivialidades en clave individual”. Todas implosionan violentamente. La
CT española empezó a hacerlo el 11M de 2004. La CT catalana está
implosionando a través de la mentira vertical que supone defender la
existencia de un proceso de derecho a decidir, y no de un proceso de
postdemocracia, en el que decidir, pues poco.
Guillem Martínez, Noucentisme, El País, 02/11/2013
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