La ciència i el deliri geomètric.
Pocas noticias científicas han alcanzado el impacto del reciente descubrimiento del bosón de Higgs
en el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) junto a Ginebra, tal vez lo
más parecido a una catedral que ha producido la ciencia moderna. Mueve a
la sorpresa que un hallazgo de esta naturaleza, relativo al más oscuro y
abstruso rincón de la ya de por sí oscura y abstrusa mecánica cuántica,
consiga una repercusión pública de tal magnitud, aunque es cierto que
todo parece haber conspirado en este caso para violar los preceptos del
periodismo o incluso del sentido común.
Para empezar, el LHC es la mayor y más compleja máquina construida
jamás, o “uno de los grandes hitos de la ingeniería humana”, en palabras
de sus constructores del CERN, o Laboratorio Europeo de Física de Partículas.
Situada en un túnel subterráneo de 27 kilómetros de perímetro bajo la
frontera francosuiza, cuenta con los más avanzados instrumentos y
detectores; 10.000 científicos de 100 países están implicados en su
diseño y construcción y tiene un presupuesto cercano a los 7.500
millones de euros. Cuando se emplea la expresión Gran Ciencia, esto es
exactamente lo que uno tiene en la cabeza.
Y eso no es todo, desde luego. Esta prodigiosa pieza de ingeniería se
concibió para permitir a la comunidad internacional de físicos poner a
prueba los ingredientes más fundamentales de sus teorías sobre el mundo
subatómico, y uno de ellos era el bosón de Higgs cuya existencia se ha
confirmado este mismo año, no mucho después de que la mayor máquina
construida por la humanidad superara sus previsibles problemas de
rodaje. El hallazgo de la partícula de Higgs puede considerarse uno de
los mayores éxitos de la ciencia experimental de todos los tiempos, y
así lo ha entendido la academia sueca al conceder el último premio Nobel de Física a François Englert y Peter Higgs,
dos de los teóricos que propusieron su existencia en los años sesenta.
Todos los ingredientes de una gran noticia están ahí, y esto explica en
retrospectiva el impacto mediático de la noticia.
Hay sin embargo una pregunta que se hace cualquier miembro informado
del público, que aparece en todos los foros y que posee toda la lógica
si se tienen en cuenta los 10 años que ha llevado construir el LHC, los
10.000 científicos que han intervenido y los 7.500 millones de euros
asignados al proyecto: ¿para qué sirve esto? ¿Cuál es la utilidad del
celebérrimo bosón de Higgs? ¿Cómo piensan los científicos devolver
semejante inversión a la sociedad que la ha financiado con sus
impuestos? Es una buena pregunta, y una que resulta condenadamente
difícil de responder. Y sin embargo, por paradójico que resulte, no es
una pregunta que preocupe demasiado a los científicos.
Porque los científicos no saben cuáles son las consecuencias
prácticas del bosón de Higgs. Pero saben que serán enormes, porque eso
es lo que se desprende de la no muy larga historia de la ciencia. La
comprensión profunda de la naturaleza es siempre el prólogo de un
conjunto de aplicaciones prácticas que ni siquiera los descubridores de
un fenómeno suelen intuir. Pero que siempre tienen escondido en su
núcleo el potencial para transformar el mundo de forma radical: las
claves del progreso, la receta del futuro. Basta echar un vistazo a la
historia de la ciencia para comprobarlo una y otra vez.
Tomen a Newton, el genio británico que fundó la ciencia moderna: no
solo sus principios fundamentales, sino también sus modos y sus
estrategias, el estilo y la pericia que los científicos siguen usando
tres siglos después. Newton se sintió obsesionado desde chaval por unos
cuantos enigmas que habían planteado dos gigantes de las generaciones
anteriores a la suya: las elegantes curvas elípticas que describían los
planetas en su armoniosa órbita alrededor del Sol, tal y como había
descubierto Kepler; y el extraño comportamiento de los objetos sometidos
a la gravedad de la Tierra que, contra toda intuición —y contra el
conocimiento milenario recibido de las ingeniosas ocurrencias de
Aristóteles— había demostrado experimentalmente Galileo unas décadas
antes.
Las llamadas leyes de Kepler eran, desde luego, un enigma a la altura
de la mente más curiosa. Johannes Kepler formuló sus dos primeras leyes
en 1609, basándose en las detalladas observaciones de los movimientos
planetarios amasadas pacientemente por el astrónomo danés del siglo XVI
Tycho Brahe, de largo las más precisas de la época, y de cualquier época
anterior. La primera ley no solo dice que los planetas se mueven
alrededor del Sol, confirmando el modelo heliocéntrico de Copérnico,
sino también la forma matemática exacta que siguen sus órbitas: no son
círculos, sino elipses, unas curvas ya descubiertas en tiempos de
Platón, pero en un contexto completamente distinto: junto a las
hipérbolas y las parábolas, las elipses forman una especie de
aristocracia geométrica: las cónicas, los tres tipos de curvas que
pueden resultar de cortar un cono, o de tirar al mar un gorro de bruja.
Pero ¿por qué los planetas habrían de moverse en elipses?
La segunda ley planteaba un puzle todavía más impenetrable. Los
planetas no se movían con la misma velocidad a lo largo de toda su
órbita: aceleraban al acercarse al Sol y se frenaban al alejarse. Y no
de cualquier forma: Kepler había sido capaz de cuantificar el efecto con
precisión matemática, aunque de un modo realmente chocante: si el
planeta estuviera unido al Sol por una cuerda imaginaria, la cuerda
barrería la misma área por unidad de tiempo. Y la tercera ley,
descubierta por Kepler nueve años después que las dos primeras, no hacía
más que rizar el rizo: el tiempo que un planeta tarda en dar la vuelta
al Sol —lo que en la Tierra llamamos un año— guarda una sorprendente
relación con la distancia del planeta al Sol: el cuadrado del periodo de
revolución (el cuadrado de lo que dure el año del planeta en
cuestión) varía con el cubo de la distancia del planeta al Sol. Estas
relaciones matemáticas son tan chocantes que el propio Kepler se dejó
llevar a un delirio geométrico para explicarlas, donde cada planeta
ocupaba uno de los llamados sólidos platónicos —cubos, tetraedros, icosaedros y cosas así— en una versión reeditada y hasta mejorada de la armonía de las esferas pitagórica.
Pero ese rompecabezas laberíntico de curvas cónicas, cuadrados, cubos
y áreas barridas por unidad de tiempo fue exactamente lo que motivó a
Newton al reto enorme de resolverlo. El resultado fue la ciencia moderna
y la práctica totalidad de la tecnología de los tres últimos siglos —lo
que diferencia nuestro tiempo de un mundo de caballos, floretes y
mosquetones—, pero la intención de Newton nunca fue cambiar el mundo ni
la forma de pensar sobre el progreso de la humanidad. Su motivación fue
entender el mundo: aceptar el desafío de sus enigmas físicos y
matemáticos, y adoptar la actitud teórica y experimental adecuada para
resolverlo. De ahí venimos. Una vez entendido un proceso, la revolución
tecnológica es poco menos que inevitable.
Javier Sampedro, Científicos ...¿locos?, El País, 03/11/2013
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