Marx, entre l'erudició i el deliri (Antonio Escohotado).
Karl Marx |
No podemos calcular los ingresos,
porque los impuestos han sido suprimidos
Lenin[1]
Sin desmarcarse de la obviedad, un sociólogo objetó que “las investigaciones de El capital se hicieron para confirmar una doctrina preestablecida, en vez de ser esa doctrina el resultado de alguna investigación”[2].
Menos obvio es recordar que Marx se detuvo bruscamente cuando sus
manuscritos contenían la totalidad de los cuatro volúmenes previstos, y
solo faltaba precisar cómo el plusvalor se convierte en tasa de
beneficio. Lejos de usar escritos ulteriores, Engels hubo de completar
esa omisión recurriendo a escritos previos, quizá porque la irrupción
del marginalismo dinamitaba el puente entre valor de cambio y “trabajo
social medido por unidad de tiempo”, imponiendo no solo combatir contra
las estadísticas sino contra un modo menos tortuoso de pensar los
precios[3].
La ferocidad con la cual trata Marx a los economistas de su generación le valdrá descalificaciones análogas[4],
así como juicios más ponderados. Galbraith no pone en duda la agudeza
de su pensamiento, aunque el influjo de “un ánimo poco equitativo y
bastante ofuscación” explica por qué “la historia y el desarrollo de la
sociedad económica fueron tan inmisericordes con él”[5].
Schumpeter le considera no solo un profeta sino un científico, pionero a
la hora de introducir factores dinámicos en la estructura económica,
sin perjuicio de que El capital sea un libro “difuso y
repetitivo, inconcluso en la argumentación de un sistema gravemente
equivocado, incapaz de no violentar los hechos”[6].
Marx se vio a sí mismo siempre como un devoto de la objetividad —y
denunció “la arrogancia repulsiva de todos los vendedores de panaceas”[7]—, sin perjuicio de ignorar el estado de cosas en algunas ocasiones.
Por ejemplo, especifica la página del Wealth of Nations donde
Smith declara que “el salario normal es el más bajo compatible con la
simple humanidad, es decir: una existencia propia de bestias”[8],
cuando Smith escribe allí que “el salario del trabajo no está en ningún
punto de este país regulado por la tasa más baja conciliable con la
humanidad común”[9],
y ese capítulo —el 8 de la primera parte— menciona poco después claros
progresos “en la recompensa real del salario durante la presente
centuria”[10].
También pone en boca de Gladstone que “este embriagador aumento de
riqueza y poder [...] se limita enteramente a las clases acomodadas”,
cuando según las actas parlamentarias dijo: “Contemplaría casi con
aprensión y pena este embriagador aumento de riqueza y poder si creyera
que se restringe a las clases acomodadas”[11].
Enfrentado a la disparidad, y aun admitiendo que ni había asistido a
aquella reunión de los Comunes ni podía aportar datos de apoyo en la
prensa, adujo que “Gladstone maquilló a posteriori su versión,
ingeniándoselas para escamotear un pasaje harto comprometedor”[12].
Nada tiene de nuevo que la intensidad de nuestras expectativas y
representaciones distorsione el mero estado de cosas, pero el presente
ensayo no reconstruye la evolución del comunismo para confirmar o
desmentir alguna hipótesis, sino para ver de cerca algo que se defiende y
refuta a sí mismo, como el resto de los fenómenos históricos,
demostrando una y otra vez que lo cortés no quita lo valiente. Nuestra
cultura no conoce quizá una amalgama tan perfecta de erudición y
delirio, ni por tanto un modo mejor de percibir cómo las facultades del homo sapiens potencian en ocasiones las del homo demens, presto a todo con tal de lograr que lo real y lo ideal coincidan.
I. Fundamentos para una filosofía de la sospecha
Lejos de ser circunstancial, el estilo es la forma del contenido, y
entre las peculiaridades expresivas de Marx están una frecuente
inversión del sujeto y el predicado[13], servirse de las comillas no para enmarcar citas sino para sugerir contradicción en los términos[14], un uso abrumador de la palabra subrayada[15] e incluso dos signos de exclamación[16].
Dichos recursos corresponden a un genio satírico de grandes
proporciones, comparable con el de Aristófanes, Juvenal o Quevedo, donde
el lenguaje grueso opera como pedernal para la chispa[17]. Antes de terminar la primera sección de El capital somos
informados de que Bastiat es “un pigmeo”, MacCulloch “menea
aduladoramente el rabo”, Stuart Mill es “insípido”, Say es “insulso”,
Proudhon es “filisteo” y Senior “está crudo”[18]. Incluso Hegel padece “una aturdida y repugnante incoherencia”[19]. En el Epílogo a su reedición observa que:
“los portavoces cultos e ignaros de la burguesía alemana procuraron aniquilar con su silencio El capital, como
lograron hacer con mis obras anteriores. Los tartamudos parlanchines de
la economía alemana reprueban el estilo de mi obra y mi sistema
expositivo, aunque nadie puede juzgar más severamente que yo sus
deficiencias literarias”[20].
El sentido crítico se gradúa del insulto directo a la falta de alguna
sutileza, y donde otros escritores mantienen una distancia irónica él
muestra una combinación de superioridad altiva y sed de reconocimiento.
De ahí que el Epílogo siga colacionando tres reseñas elogiosas[21]
—una de ellas durante un centenar de líneas—, para demostrar que “el
señor Marx se coloca con este tratado al nivel de las mentes analíticas
más eminentes”[22].
Mucho más expresivo de su grandeza había sido repetir el “soy un
apestado, como Job, pero no temo a Dios”, pues ni siquiera le disuadió
la embarazosa situación de un mesías cuyos servicios no se solicitan
mayoritariamente. Lo único que su orgullo iba a vedarle fue un sentido
del humor que desde Aristóteles se define como educada disconformidad
ante lo feo[23].
Reivindicando lo necesario de “compartir”, su vida discurre torturada
entre el “cruel pago al contado” y el “usurero interés del crédito”,
dos costumbres que aligeradas de sus adjetivos no dejaban de parecerle
oportunas a buena parte de la ciudadanía. Parejamente arduo resultaba
convencer de que el orden económico es prescindible, poniendo en lugar
de la siempre privada responsabilidad personal[24]
el “de cada cual según sus aptitudes, a cada cual según sus
necesidades”. Lejos de ser arbitraria, la aspereza formal de su estilo
responde a un contenido tan desgarrador como la paz conquistada mediante
guerra civil, y más precisamente a su capacidad para pensar el mundo
como un guante ofrecido del revés, que podemos volver del derecho
rasgando el velo de secreto y misterio creado por la institución de los
precios.
Byron, que dormía con bigudíes “para disponer de rizos desde el desayuno”, no dejó de sugerir en su Don Juan (1824)
algo tan pertinente para la promesa mesiánica actualizada como que “el
fruto de la ciencia es amargo, porque su árbol no es el de la vida”.
Retomando esa línea, Marx trasmuta la nostalgia por haber elegido el
árbol erróneo en decisión de crear un paraíso terrenal, donde el árbol
de la ciencia será siempre el de la vida si la especie evita el
escamoteo (“mistificación”) ligado a fetiches que nacieron al tasarse
las cosas, imponiendo primero el trueque y luego el dinero. Cuando el
valor de cambio triunfó sobre el de uso las cosas comunes
desaparecieron, mecanismos encubridores se apoderaron de la “realidad
física sensible” y los humanos se avinieron de modo más o menos
consciente a la rapiña del individualismo, enajenando su esencia social.
Aunque no hubiese elemento novedoso en llamar restitución a la
expropiación, la perspectiva del secreto y sus encubridores inauguraba
una filosofía construida sobre la sospecha, capaz de proyectar lo antes
introyectado y ver en la realidad el fruto de escamoteos sucesivos, un
hilo conductor retomado por Nietzsche algo después[25].
Nada impide que el acto de sospechar y el acto de investigar mantengan
una relación tan estrecha como la sugerida por Sherlock Holmes,
descubriendo el lado oculto de las cosas al observar con gran finura su
lado manifiesto. Con todo, tanto Holmes como los detectives de carne y
hueso mantienen la desconfianza vuelta hacia sí mismos hasta hallar
pruebas palpables, y en el caso de Marx[26] esto último admite amplias excepciones.
Su sospecha es compatible con ver en la credulidad el “defecto humano más perdonable”[27],
y no reclama mantener a raya la inclinación personal. Al contrario,
cualquier elemento de idea fija progresa sin obstáculo tomando como
objeto las intenciones secretas del otro, pues no procede investigar lo
palpable de los fenómenos tanto como lo impalpable, con vistas a
confirmar tal o cual conspiración. Abandonando su lado introspectivo o
autoanalítico, el acto de sospechar se realimenta con una teoría del
movimiento suspendido por la mistificación, que “transforma los procesos
en cosas”.
1. La cosificación. Marx destacaba entre sus
hallazgos la definición del precio como “gelatina de trabajo
indiferenciado”, al mostrar cómo la mercantilización cosifica la
realidad, ocultándonos su fluir bajo el disfraz de “hechos” dispersos.
Y, en efecto, los objetos ofrecidos al comprador en cualquier tienda
rara vez contienen una descripción de sus productores y del medio donde
fueron manufacturados o recogidos. Sin embargo, basta pensar las
mercancías como modelos de una actividad cosificada o coagulada para
comprender que semejante rasgo es un fenómeno universal. El hijo puede
sentirse tentado a cosificar las reacciones de su padre (o viceversa);
la rigidez ideológica del geólogo puede inclinarle a hacer lo propio con
las edades del planeta, el derecho propende a anquilosarse en
reglamentos, las Academias se obstinan en petrificar las lenguas…
Tan infinito es el horizonte de la cosificación que el proyecto
genérico de las ciencias es devolverle su vivacidad a los procesos, para
no confundir lo real con una secuencia de accidentes aislados, ni con
algún plan abstracto ajeno a su plasmación. Al decir que “lo verdadero
es el resultado” reclamamos precisamente que en cada fenómeno se
coordinen su tendencia y aquello que va siendo momento a momento: que no
se separe la acción de sus actos o hechos. Desde Heráclito y su
contemporáneo Lao-Tsé, las filosofías del movimiento polemizan por eso
con sistemas “fijistas”, apoyados sobre la estabilidad de algún ser
natural o sobrenatural, y hubo ocasión de ver cómo Hegel profundizó
concretamente en la dinámica derivada de “la contradicción de algo
consigo mismo”[28], descubriendo uno de esos ejes en la alienación o “ser para otro” que encarna ejemplarmente el esclavo.
Marx se propuso superar dicha alienación con una praxis
revolucionaria no ajena al análisis empírico —pues dejaría ser
científica— aunque sí libre del “conformismo” unido a la “mera
contemplación”[29],
y el hilo metodológico de la sospecha le lleva a formular una teoría de
la cosificación tanto más original cuanto que centrada en el acto de
disfrazar. El supuesto prototípico lo ofrece el propio capital, que
captado ingenuamente es aquella parte ahorrada del trabajo, y al
desenmascararse revela ser Monsieur Le Capital, una entidad que “impone la transformación de los productos en dinero”[30] y “preside un mundo embrujado y cabeza abajo”[31].
Sin ser alguien en particular, opera como un designio que corrompe al
empleado con promesas siempre incumplidas de promoción, desempeñando por
eso funciones de alcahuete universal, que convierte el esfuerzo humano
en “una objetividad extrañada”[32] y las cosas mismas en seres travestidos.
Un telar, por ejemplo, es cierto objeto creador de cosas útiles, que
cuando entra en la esfera de los negocios se transforma en
“fantasmagoría misteriosa y mistificada, al encontrarse desfigurado en
su objetividad por su carácter mercantil”[33].
Telar en sí y telar-fetiche están separados por la diferencia que hay
entre algo “natural” como el valor de uso y algo “inhumano” como el
valor de cambio. Pero eso no altera que sea la utilidad —no el tiempo—
el factor determinante en la formación de los precios[34],
y resulta más veraz derivar la diferencia entre valor natural e
inhumano del descubrimiento hecho por Marx ya en 1843: “La necesidad de
una cosa es la prueba más evidente, más innegable, de que me pertenece”[35].
Por lo demás, si el telar se hubiese mantenido como objeto
extracomercial seguiría ostentando el perfil técnico de los diseñados en
el Neolítico.
Bergson identificó como “ilusión fotográfica del movimiento” nuestra
tendencia a descomponerlo en instantáneas separadas, porque captar el
móvil resulta cualitativamente más difícil que cada momento de lo
movido. La cosificación marxista alude al mismo fenómeno, aunque al
vincularlo con mecanismos encubridores, ligados a intereses
inconfesables, desemboca en una denuncia del fetiche paradójica —dada su
afinidad con el propio animismo primitivo—, donde las adversidades se
proyectan en forma de individuos metafísicos. Está lejos de ser claro
qué distingue a Monsieur Le Capital de Satán —dos
representaciones sustantivadas de la adversidad (para algunos)—, y si
aspiramos a recobrar lo fluyente del mundo se diría que el camino menos
adecuado es aliterar epítetos, cuando el lenguaje expone el movimiento a
través de verbos, aprovechando los sustantivos para describir el paso
de estación a estación.
Si se prefiere, es difícil imaginar algo tan cosificado y cosificador
como su noción del capital, apoyada sobre una previa idea de la
mercancía como objeto “fantástico, invertido, fantasmagórico,
misterioso, cósico, enigmático, secreto, mistificado, embrujado,
endemoniado, jeroglífico, malicioso, mágico, suprasensible, quimérico,
danzante, envuelto en un místico velo neblinoso” e incluso dado a
sostener monólogos[36].
Desplante por desplante, nada impide llamarlas también cosas laicas,
sensibles y transparentes, porque etiquetarlas como flores del mal no
las extrae del Haber en los balances, y una alternativa al simplismo
podría ser pensarlas como obras de arte más o menos logradas, donde el
criterio es la relación calidad-precio.
Ser fetiches derivaría de serlo el dinero, pero el dinero se
distingue del plusvalor por la densidad de actos y actores implicados en
la gestación de cada uno. El plusvalor o Mehrwert reelabora
una idea de Owen, y el dinero nace de un proceso tan anónimo y complejo
como la materia orgánica, donde convergen no ya innumerables condiciones
sino otras tantas acciones. Entre los determinantes de que el plusvalor
pudiera considerarse una magnitud precisa parece imposible exagerar la
circunstancia de que Marx y Engels rechazaran la división del trabajo,
concibiendo el espíritu profesional como “mezquindad”. Mientras sus
prójimos intentaban salir adelante o sobresalir con alguna maestría,
luchando contra la inepcia y la indolencia adheridas en principio a
todos nosotros, no verse movidos ellos a lo mismo cristalizó en la
visión de una sociedad donde cada uno tenga su identidad absuelta de
ascensos y descensos, redimida de “competencia” hasta el punto de que
“la alternativa sea dormir o no una siesta, comer, beber y engendrar”[37].
Andando el tiempo, llevar a la práctica este modelo —“donde cada cual no tiene acotado un círculo exclusivo de actividad”[38]—
crea la primera sociedad definida por un reclutamiento laboral
indiscernible del militar, donde la hambruna alterna con desnutrición
crónica. Esto podría incluirse entre tantos otros efectos imprevistos de
la acción, si su origen no hubiera sido proyectar el personal rechazo
de ambos por el profesionalismo, y su común desprecio por el trabajo
ajeno. De una cosa y otra partió limitar la condición de Arbeiter o trabajador a alguien tan resuelto como ellos a “dedicarme hoy a esto y mañana a aquello”[39],
pues cumplir alguna tarea por sentido del deber y cuenta propia solo
podría a su juicio generar desgana, y contubernio con los explotadores.
II. La ontología colectivista
Feuerbach resumió sus objeciones a Hegel afirmando que “el
pensamiento procede del ser, no el ser del pensamiento”. Ahora bien, ¿a
qué “ser” se refería? El realismo propone que de cierta entidad —bien
sea la tensión del vacío y los átomos (Demócrito) o una substancia
infinita (Spinoza)— se siguen “indefinidas cosas, en indefinidos modos”,
engarzados por una cadena de causas eficientes. Cuando la Crítica de la razón pura (1871)
demostró que el mundo no se nos ofrece directamente, sino mediado por
un entendimiento que filtra y ordena las impresiones, la propia
posibilidad de una ontología o metafísica pareció colapsar ante su
consejo de entregar a la física matemática el estudio de los fenómenos
naturales, y a la teoría del conocimiento y la antropología lo
correspondiente a nosotros en particular.
Sin embargo, Kant había puesto de relieve la necesidad y ubicuidad del entendimiento [40],
y sus tres discípulos iniciales —Fichte, Schelling y Hegel— se negaron a
admitir la cesura entre sujeto y objeto, alegando que su hallazgo había
sido precisamente la “síntesis” de ambos, y que la substancia del mundo
podía concebirse “también” como subjetividad. Las intrincadas
argumentaciones de cada uno sobran aquí, y baste recordar que de ellas
partió un concepto del movimiento como acto de perderse y recobrarse, en
términos de una odisea donde volver a Ítaca pasa por el “extrañamiento”
de buscar en vano las leyes de algún Hado o Designio. Esto implica
imaginar lo real como algo “hecho”, cuando su fluir desvela una “acción
de auto-reconocimiento”[41], en la cual el sujeto-objeto se descubre al término como “libertad”[42].
La principal consecuencia de abandonar la noción griega de physis había
sido que la libertad dejara de sustantivarse —sustituida por la
voluntad del Todopoderoso, o por un engranaje mecánico de causas—, y
recobrar ese concepto fue tanto más estimulante para la juventud alemana
cuanto que llevaba consigo una alternativa a la idea lineal del tiempo,
pasando de la entropía a la evolución (Entwicklung)[43].
Feuerbach, que empezó traduciendo “espíritu” por “Hombre-Dios”, acabó
desengañado del antropomorfismo y al final de sus días se hizo
spinozista[44].
Marx pudo ignorar el debate ontológico, pero prefirió entrar
resueltamente en ese terreno con un materialismo original, apoyado sobre
una “realidad física sensible” derivada de la “esencia humana genérica”
(Gattungswesen), planteada a su vez en términos de “único principio divino”[45].
Teniendo como materia su propia unidad, más allá de cualquier
diferencia cultural, la especie debe atravesar la odisea de un extravío
individualista que tampoco puede considerarse arbitrario, ya que lo
exige el paso del estado salvaje al civilizado, y “toda la llamada
historia universal no es sino la producción del hombre a través del
trabajo”[46].
Dicha ontología podría considerarse ecléctica —al combinar el aparato
conceptual hegeliano con principios racionalistas, empiristas y
materialistas—, pero una filiación más precisa ofrece el titanismo, una
escuela de pensamiento identificada recientemente[47]
aunque al menos tan antigua como el alquimista y la piedra filosofal,
cuyo denominador común es concebir el mundo físico como material a
explotar, en contraste con una versión clásica donde aparece como tesoro
de vida y sentido.
1. El reduccionismo. Cuando la leyenda de
la piedra alquímica empezaba a ser sustituida por la de Fausto —un
estudioso dispuesto a vender su alma con tal de conquistar poderes
demiúrgicos[48]—,
Francis Bacon (1561-1626) racionaliza esas esperanzas entrelazándolas
con el mito prometeico, y extrae de ello la idea de una ciencia
“totalmente empírica” que “asegure al hombre la soberanía sobre el
medio” e interrumpa la tendencia a ignorar que “la contemplación
corrompe al conocimiento”[49].
Como muchos recordarán, el titán Prometeo se compadeció de los
desvalidos seres humanos, y para asegurar su dominio eventual sobre el
mundo físico les transmitió el secreto del fuego. Zeus se lo había
prohibido expresamente, según Esquilo por “sentir celos” del hombre, y
le castigó a vivir encadenado eternamente a una roca en el Cáucaso,
mientras un buitre le devora también eternamente el hígado. Simplificado
luego por la teología medieval[50],
el mito prometeico se coordina de modo explícito con el progreso
técnico cuando Bacon compara el dominio del fuego con el principio de la
palanca, capaz de alzar cualquier grave disponiendo de una barra lo
bastante larga. El titán pecó de rebeldía, como Lucifer, pero que el
hombre conquiste las fuerzas naturales lo justifica el mandato de Génesis: “creced y multiplicaos, someted la Tierra”.
La industrialización transformará la actitud titanista en ingeniería
social, que a través de Bentham postula lo útil de codificar todo el
derecho en reglamentos, y a través de Comte lo positivo de una
“dictadura empírica” ejercida por el conjunto sobre las partes. Marx da
un paso adelante en esa línea, al presentarse como reencarnación mortal
de Prometeo y exponer algo todavía más contundente en la dirección del
control, que es sustituir el análisis por “praxis”. Su formación
filosófica le ahorró por otra parte lo más incoherente de sus
precursores, que es pensar la experiencia como reflejo inmediato del
mundo exterior, y la consiguiente inmersión en el “sueño dogmático” del
cual despierta Kant[51].
Emancipado de esa ingenuidad, Marx solo sigue teniendo en común con
ellos y con Bacon el propio afán de control, que desconfía de la actitud
contemplativa como el diligente del perezoso, viendo en el saber por
saber no solo esteticismo vacío sino dejación de responsabilidad. En el
marco acotado por la voluntad de poder no hay espacio para el ánimo
conmovido por el aletear de una mariposa, el “poderoso silencio de la
piedra” o “el júbilo de la ociosa vacación primaveral”[52],
y sin perjuicio de ser escritores muy prolíficos los titanistas no
legarán una sola línea dedicada a bendecir o maldecir lo sobreabundante
de la vida. Ese lado de las cosas tropieza con la reducción del campo
perceptivo aparejada a dominarlas, algo singularmente manifiesto en la
decisión de llamar al placer “lo deseable” —como Bentham— para esquivar
las complejidades de atenerse a las modalidades de lo deseado
efectivamente.
En el caso de Marx, la propuesta de deificar al ser humano sería una
excepción a esa regla, e incluso un ejemplo de bendición suprema, aunque
su reduccionismo parte del equivalente a “lo deseable” que es la
autenticidad, una noción redundante[53]
gracias a la cual cobra existencia un Hombre contrapuesto a un
no-Hombre. El auténtico lo compondrían víctimas de la propiedad
particular —que se redimirán potenciando su condición de masa
indiferenciada—, y el inauténtico todos los ajenos a “compartir”. No
obstante, esa construcción transforma en substancial un factor
accesorio, omitiendo su inevitable fundamento común[54].
Así como una mesa puede ser blanca o marrón, del color no brota mesa
alguna, y el hecho de que otros géneros literarios se permitan definir
acumulando adjetivos no autoriza al discurso científico para omitir la
diferencia entre aquello sobre lo cual recaen las cualidades y ellas
mismas. El adjetivo depende siempre de un opuesto, como frío y caliente,
cuando el nombre es tan ajeno a esa polaridad como el caballo al
no-caballo, la cabra a la no-cabra y el hombre al no-hombre.
Por otra parte, es impreciso alegar que “el ‘materialismo’ de Marx no
remite a postulados de alguna ontología razonada en términos lógicos”[55],
pues fundarla en un factor solo adjetivo debe atribuirse a combinar
lógica titánica con lógica mesiánica, y a que su materialismo sea una
forma extrema de voluntarismo, donde cumplir la Gattungswesen equivale a asegurar el dominio exclusivo de “actos conscientes e intencionales”[56].
Que las instituciones provengan de actos anónimos, y estén abiertas
por definición a fines incontrolados, mueve a concebirlas como focos
alienantes para la “esencia genérica”, cuando son precisamente el modo
inventado por la especie para procesar la información infinita y en alta
medida inconsciente generada en cada momento por sus propios actos.
Cabría suponer que esta consideración merecen el dinero y los mercados, y
que otros frutos del genio anónimo no resultan deshumanizadores; pero
para el titanismo mesiánico cualquier complejidad es estéril anarquía, y
el orden espontáneo una invitación a recaer en el extrañamiento. Su
praxis se sobrepone en todo caso a lo que pudiera recomendar el
tratamiento más eficiente de una información.
III. Tiempo e interés
Sin perjuicio de dedicarse nominalmente al proceso formativo del
capital, el pie forzado por la hipótesis del plusvalor absoluto y
relativo determina que el volumen I sustituya el análisis de dicho
asunto por la suposición de que seguirá creciendo la inversión en
salarios, cuando resulta manifiesto más bien que la producción masiva
parte de invertir ante todo en modos de racionalizar la propia actividad
laboral —a la manera del taylorismo y sus análogos—, y potenciar el
equipo a través de recursos técnicos patentables. La promesa del volumen
I del Das Kapital era estudiar los nexos del flujo inversor
con variaciones en el tipo de interés, y el hecho de que soslaye la
interdependencia de tiempo y liquidez puede relacionarse —siquiera sea
en parte— con tantos años de tormento a cuenta de letras protestadas,
alquileres acumulados y otros recargos unidos genéricamente a demora.
Desde sus primeras notas de lectura sobre economía política las
explosiones de indignación hicieron que Marx omitiese la parte dedicada
al sistema crediticio por el tratado de James Mill[57], y en 1867 —cuando publica El capital—
tampoco se muestra dispuesto a considerar lo sugerido por su hijo, John
Stuart Mill, que retomando sugestiones de Senior relaciona el interés
del dinero con un esfuerzo de “abstinencia” o “desutilidad” hecho por el
ahorrador. Más adelante, en 1881, cuando Marx vivía aún, el
marginalista Böhm-Bawerk propuso una explicación mejor adaptada todavía
al propio desarrollo industrial:
“Por una parte, los humanos tienden a sobreestimar los
recursos actuales y a subestimar las necesidades del mañana. Por otra,
los bienes presentes tienden a cobrar un valor creciente. A la luz de
estas tres razones —psicológicas las dos primeras y tecnológica la
tercera— el hecho de que las personas tiendan a valorar más los bienes
presentes que los futuros, aún siendo de la misma clase y en la misma
cantidad, determina que para inducirlas a cambiar los bienes presentes
por otros futuros será preciso pagar un agio o prima, que recibe el nombre de interés”[58].
1. El dinero gratuito. Descartando el criterio de Stuart Mill como “monserga ajena por completo a cualquier búsqueda científica de la verdad”[59], El capital considera
que el ahorro realizado otrora por millones de personas en función de
veleidades “puramente subjetivas” está llamado a convertirse en un
sistema de inversión planificada, cuya aplicación evita “concitar las
más violentas, mezquinas y aborrecibles pasiones del corazón humano, que
son las furias del interés privado”[60].
Ilegalizar no solo el interés del dinero sino toda variante de comercio
privado empezará produciendo una fuga de recursos, pero la sociedad
comunista cuenta con el fondo aportado por la expropiación general, y
ante todo con el salto cualitativo en productividad que se seguirá de
transformar al trabajador explotado en copropietario de los medios
productivos. Unido al ahorro logrado evitando el devengo de beneficios,
esto compensará sobradamente la inversión antes conseguida pagando por
la liquidez, pues “el dominio de las relaciones y la causalidad sobre
los individuos pasa a ser dominio de los individuos sobre la causalidad y
las relaciones”[61].
Queda, pues, librado a la prueba del tiempo que el tránsito de la
empresa privada a la pública elevará no solo cuantitativa sino
cualitativamente la retribución del trabajo. Para Marx constituye una
evidencia; sus discípulos inmediatos le confieren el estatuto de verdad
autoevidente también, y medio siglo después de publicarse El capital los
bolcheviques transforman dicho criterio en ley positiva. Frente a la
apuesta de los países prósperos —“garantizar al empresario un goce
seguro del éxito, evidenciándole al tiempo que no espere ayuda en caso
de fracaso”[62]—,
la URSS optará por amputar la mano de la avaricia, aboliendo no solo la
empresa privada sino el agio o premio pagado para que otros cambien
bienes presentes por futuros, gestando una empresa original por depender
sistemáticamente de subvenciones[63].
Los precios se fijaron por decreto, acuñar moneda dejó de estar
constreñido por el patrón oro o cualquier otro límite, y el encargado de
imprimirla pasó a decidir también no solo qué otras cosas se
producirían sino en qué volumen. Exaltando una economía de “control
consciente”, todo se ordenó a que la voluntad pudiese hacer y deshacer
sin trabas, siendo libre incluso de publicar o no las órdenes impartidas
en cada caso, como testimonio de que las relaciones y la causalidad
habían pasado a ser dominadas por el hombre en vez de dominarle. Habrá
ocasión de seguir en detalle la evolución de salarios y precios en la
URSS desde 1917, y basta ahora tener presente lo más general pasado por
alto: que dominar una economía política difícilmente se logra por
procedimientos distintos de una asfixia.
Exportar e importar siguió tasando todos los bienes escasos
—empezando por el propio rublo—, y algo equivalente al nudo gordiano
impidió suplantar la productividad efectiva, o siquiera maquillarla con
propaganda. Con el prestamista particular desapareció para el adquirente
la posibilidad de pagar mañana o pasado lo adquirido, y a partir de su
erradicación las cosas debieron pagarse hoy mismo por no decir que ayer,
en función de un Tesoro público abrumado por la factura del propio
control consciente, que no pudiendo gravar la renta de personas físicas
se encarnizó con las cosas. Un par de botas sin calidad valía cinco
meses de sueldo en 1928, cuando las metas del primer Plan Quinquenal
acababan de cumplirse antes de terminar el cuarto año, asegurando que en
otros cinco la capacidad adquisitiva del pueblo ruso superaría la
norteamericana[64].
Marx no supo que seguir su consejo convertiría el pasaporte en un
privilegio, determinando límites a la movilidad espacial y profesional
desconocidos desde el Bajo Imperio romano; y tampoco que la ley del
bronce del salario se cumpliría exclusivamente en los países adheridos
al control consciente. Pero haber pernoctado en su obra y su
temperamento tiene como principal ventaja poder asegurar que habría
preferido dicho resultado al capitalismo liberal, considerándolo más
acorde con la “vitalidad”. De ahí que sea poco ecuánime atribuir a
factores como el infortunio, la obstrucción del enemigo o incompetencia
burocrática el fruto de aplicar a rajatabla su idea de un plusvalor
absoluto, una idea inútil para predecir la fluctuación de los precios,
aunque suficiente para fundar una sociedad donde nadie sale ganando, ni
la hormiga acaparadora ni la cigarra derrochadora.
Estudiado con gran detenimiento tiempo atrás [65], El capital fue
dejando de serlo a medida que crecía la disonancia entre sus
análisis/pronósticos y el estado de cosas, hasta convertirse en una
pieza de museo básicamente atractiva para psicólogos y antropólogos,
dada la intensidad excepcional de su invitación a la discordia.
Decidirse a convertir la mano invisible en planificación, y a cortar la
mano de avaricia, desoyendo así lo preconizado por Smith y Saint-Simon,
no le puso a cubierto del tercer elemento impersonal mencionado por sus
maestros —la hegeliana astucia de la razón—, y el efecto más amargo de
someter la inteligencia a la voluntad iba a ser que las condiciones
laborales solo empeorasen por sistema allí donde el poder de uno se
sobrepuso a la iniciativa de muchos.
2. Una filantropía ambigua. Reconsiderando la
dialéctica del amo y el siervo, que Hegel plantea como etapa particular
en una lucha por el reconocimiento inseparable de la autoconciencia,
Marx compone un raciocinio tanto más distinto cuanto que la sed de
reconocimiento le parece algo llamado a aplacarse eventualmente. En su
silogismo la primera premisa es una comunidad primitiva caracterizada
por el “vitalismo”, que se paga con “indefensión” ante el medio e
“ingenuidad” del pensamiento. La segunda introduce la propiedad privada
como antídoto “ascético” frente a la intemperie, que al inaugurar el
“rendimiento” crea al tiempo madurez intelectiva y ruina para la
“esencia genérica”. La conclusión afirma que las propias circunstancias
materiales —no algún factor espiritual— determinan un restablecimiento
del paraíso primitivo sin sus insuficiencias, zanjando el periodo
“prehistórico” al sancionar “el dominio del hombre sobre el proceso de
producción”[66].
La ley rectora del progreso se cumple aboliendo el tuyo y
el mío, un acto a partir del cual el cuanto de trabajo irá reduciéndose
de modo progresivo[67],
y donde en principio siguen siendo válidos algunos valores burgueses y
pequeño-burgueses como tenacidad, previsión, iniciativa, ahorro,
diligencia y destreza profesional, mientras se complementen con culto a
la cooperación y la solidaridad. Al mismo tiempo, el comunismo
científico se distingue del utópico por no hacerse ilusiones sobre el
futuro; sabe que su proyecto pasa por una lucha de clases donde debe
vencer conquistando, y que no se enfrenta a algún enemigo externo sino a
la parte del cuerpo social seducida por el espíritu competitivo, que al
volcarse en la recompensa del más apto ignora y agrede al más
necesitado.
Su mensaje al proletario es rechazar cualquier lucha
despiadada por la vida, y simultáneamente asumir el compromiso con una
guerra civil sin otro término que la victoria incondicional, todo ello
antes de hacerse consciente al respecto. Cuanto más científica es la
perspectiva comunista más cifra su cumplimiento en un engranaje objetivo
—el creado por una “materia” equivalente a “relaciones de producción”—,
y no es el obrero sino “la historia quien condena al resto de las
clases de modo inapelable, convirtiendo en humanitarismo falaz cualquier
intento de rescatarlas”[68].
Hasta entonces las disputas ideológicas admitieron retractación y
conversión del vencido, pero la ideología ha pasado a considerarse
espejo del “ser social”, y quien pertenece físicamente al bando
explotador envenena aún sin pretenderlo al bando opuesto.
Psicosomática por el hecho mismo de ser un ente
material, la salud del proletariado depende de no confundir clemencia
con tolerancia hacia aquello que corrompe y disuelve, y solo en el
futuro —no durante el fragor de la guerra civil— habrá tiempo y recursos
para reeducar a los supervivientes del socialtraidor. El comunista
científico insiste en descartar focos sentimentales de ofuscación,
teniendo presente que su objetivo de preservar al “ser social” reclama
asepsia, y debe reducir al mínimo los dolores de parto del Hombre Nuevo,
sin olvidar tampoco que solo el sacrificio de unos abre camino y depura
la vida del resto[69].
Ya Marat propuso que “matar ahora a 600 os asegura reposo, dicha y
libertad, y en otro caso millones de vuestros hermanos perderán la vida”[70], si bien sus sans-culotte confraternizaron con cualquier monárquico realmente arrepentido.
Esto se convierte en “anacrónico” cuando el conflicto no oponga personas sino clases[71],
entidades que Marx no llegó a identificar más allá de la diferencia
entre explotador y explotado. Sin perjuicio de que la historia esté
jalonada por masacres, guerras y sueños monstruosos de la razón, es
preciso esperar al Manifiesto de 1848 para que la violencia se
intelectualice como conflicto evolutivo entre yo egoísta y yo masa,
donde consideraciones de “infraestructura material” desatan “fuerzas de
agresión a una escala solo lograda hasta entonces por movimientos
religiosos”[72]. Poco antes de cumplir los veinticinco años, Marx pensaba que el comunismo renacentista
“quiere aniquilar todo lo no susceptible de apropiación general, prescindir del talento violentamente, etcétera. La envidia general y constituida en poder no es sino la forma escondida en que la codicia se establece y, simplemente, se satisface de otra manera. Es un regreso a la antinatural simplicidad del hombre pobre y sin necesidades, que no sólo no ha superado la propiedad privada, sino que ni siquiera ha llegado a ella”[73].
A ese comunismo opuso “una superación positiva de la propiedad privada”[74],
que la URSS y sus satélites no cumplirían sin mantenerse pobres en
términos comparativos, mientras los propietarios de Europa occidental se
avenían de mejor o peor gana a ver cómo el dominio y las rentas iban
siendo gravados cada vez más, para financiar sistemas de seguridad
social que entre otras cosas defendiesen del marxismo.
Retrospectivamente, “la grandeza de El capital reside en ser la única teoría económica evolucionista de su tiempo”[75],
capaz de pensar el capitalismo industrial como un estado de cosas por
fuerza pasajero. El resto de sus elementos analíticos no merecen quizá
otro estatus que el de curiosidades vengativas, ligadas por un hilo
incoherente.
Addenda
Tras los Manuscritos llegan los textos escritos en
colaboración con Engels, ya mencionados. Al describir el alzamiento
parisino de 1848 hubo también ocasión de comparar la primera parte de Las luchas sociales en Francia (1849) con los Recuerdos de Tocqueville, y su opúsculo La miseria de la filosofía (1847) fue aludido a propósito de Proudhon. Junto con la Crítica a la teoría hegeliana del Estado,
estos textos son la cosecha de una década caracterizada por desahogo
material y un sostenido ascenso en autoridad y fama; lo primero tras
constituirse en líder indiscutible de la Liga Comunista, y lo segundo
gracias al efecto combinado del Manifiesto y el último número de la Nueva Gaceta del Rhin, que resuenan por toda Europa como trompetas anunciadoras del Juicio Final.
Durante la década siguiente se convierte en un economista erudito,
coincidiendo con el dramático empeoramiento en sus condiciones de vida, y
abandona prácticamente el trabajo de investigación aparejado a
confirmar que la pauta del progreso histórico gira sobre la lucha de
clases. Seguirá postulando esa “ley”, desde luego, pero a la objeción
fundamental —el nexo de dicho principio con el los últimos serán los primeros de
la promesa mesiánica— iba a añadirse “la ironía de que muriese cuando
iba a hacer un análisis sistemático del concepto de clase”[76], o —en palabras de otro historiador— “que fuera postergando la tarea hasta cuando resultó demasiado tarde”[77]. Su última hora iba a llegar cuando había tomado un cuaderno en blanco y escrito lo siguiente, bajo el título Las clases sociales:
“¿Qué constituye una clase? A primera vista, la
identidad de ingresos y fuentes de ingreso. Sin embargo, desde esta
perspectiva médicos y funcionarios, por ejemplo, constituirían también
dos clases, porque pertenecen a dos grupos sociales distintos, y cada
uno de esos grupos recibe su ingreso de una y misma fuente. Lo mismo
sería cierto también de la infinita fragmentación en interés y rango
provocada por la división del trabajo social, que escinde tanto a
trabajadores como a capitalistas y terratenientes, estos últimos por
ejemplo en vinateros, granjeros, propietarios de bosques, dueños de
minas o pesquerías”[78].
El texto se interrumpe aquí, tras detectar una “infinita
fragmentación” en el terreno que treinta y cinco años antes “por haberse
simplificado en dos grandes campos hostiles”[79].
Aunque el futuro atribuiría a Marx la idea de sincronizar el cambio
económico con el cambio social, e ilustrarlo a través de las clases,
dicho logro corresponde a la generación inmediatamente anterior y en
particular al grupo formado por Benjamin Constant, Charles Dunoyer,
Charles Comte y Augustin Thierry[80],
que describió con gran lujo de detalle el tránsito de la sociedad
estamental a la sociedad de clases, concibiéndolo como fruto de la
capacidad productiva inaugurada por “la decadencia en el derecho de
conquista”.
Enfrentados a la Restauración, para estos liberales los gobiernos y
oligarquías del momento son “sociedades anónimas dedicadas a la
explotación” y ante todo anacronismos, ajenos al hecho de que
“conquistar” ha cedido su puesto a “producir”, una perspectiva
puntualmente inversa a la de Marx[81]. En 1848 el Manifiesto afirma
que “el tipo de acumulación” unido a la existencia de siervos persiste
intacto en el capitalismo desarrollado, y en 1817 —al prologar los
cuatro volúmenes de su Traité de legislation— Charles Comte
deduce de sus pesquisas “lo incompatible del sistema industrial con el
inmovilismo aparejado a cualquier tipo de servidumbre”[82].
En principio se trata sencillamente de dos opiniones, pero la escuela
sociológica francesa se tomó el trabajo de investigar el desarrollo
concreto de las diversas clases (burguesía pequeña y media, pequeña
burguesía, proletariado, lumpen, así como sus equivalentes rurales), y
Marx prefiere reducir ese campo al dualismo del explotador y el
explotado.
Para Charles Comte la gran fábrica deriva de un proceso
formidablemente complicado, que tras introducir la propiedad intelectual
y el papel moneda desemboca en un creciente blindaje de la iniciativa
particular y sus frutos ante el expolio del señorío tradicional. Cuando
se torne posible generalizar la retribución en dinero —tras el largo
ayer de pagos en especie— la sociedad coagulada en estamentos
institucionaliza la “migración” del rango, rematando el tránsito del
privilegio hereditario a una escala siempre temporal de capacidades
profesionales. De ahí que la sociedad clasista sea la primera
propiamente “aristocrática”, donde la recompensa de cada uno se acerca a
“la utilidad de los servicios prestados a terceros”[83].
Vimos ya que la sociología del intelectual tampoco mereció la
atención de Marx, y el malentendido de considerarle sociólogo —cuando la
diferencia entre simple y complejo fue lo menos desarrollado de su
pensamiento— culmina en el carácter puramente ideal de su clase obrera, a
la que no corresponde el deseo de abolir la propiedad y el comercio. En
términos estadísticos, el homo proletarius es menos generalizable aún que el homo economicus del utilitarista y el homo pateticus del
romántico, uno guiado permanentemente por el cálculo sensato y el otro
por figuras heroicas como Mahoma y sus análogos. Estos tres moldes
tienen en común precisamente su deficiencia como conceptos sociológicos,
al no derivar de la observación sino de un criterio normativo o
legislador. Ese rasgo deslinda también la historia del historicismo, la
analítica de la dogmática y la espontaneidad del esfuerzo por implantar
reflejos condicionados.
Sin embargo, lo que cabe objetar al Marx sociólogo no es válido para
su actividad como historiador de la economía y la teoría económica[84],
un campo donde el hecho de trastocarse sus condiciones de vida
realimenta el extraordinario esfuerzo de documentación y crítica
cumplido durante los primeros quince años de estancia en Londres.
Antonio Escohotado, Reconsiderando a Marx, fronteraD, 03/04/2014
Estos textos (editados por Guillermo Herranz) forman parte del segundo volumen de la trilogía Los enemigos del comercio, titulada Una historia moral de la propiedad, publicado por Espasa.
Antonio Escohotado
(Madrid, 1941), profesor jubilado de la UNED, es jurista, filósofo y
sociólogo. Ha traducido a Hobbes, Newton y Jefferson, y ha publicado más
de una decena de libros, entre los que destacan La conciencia infeliz. Ensayo sobre la filosofía de la religión de Hegel (1971), Realidad y sustancia (1986), El espíritu de la comedia (1991), Rameras y esposas (1993), y su ya clásica Historia de las drogas, reeditada por última vez en 2008.
Este artículo es el octavo de una serie dedicada a la actualidad e
inactualidad de Marx que publicamos los primeros jueves de cada mes:
Marx en red. (El origen de la religión verdadera), por Ignacio Castro Rey
¿Es el capitalismo inmoral? La mirada de Marx, por Félix Ovejero Lucas
Dónde hallar nuestro lugar (por qué sigo siendo marxista), por John Berger
Cinismo, nihilismo, capitalismo, por Jorge Álvarez Yagüez
Hablar de la revolución es por esencia reaccionario. Apotegmas sobre el marxismo, por Anónimo (Comuna Antinacionalista Zamorana)
Mirando hacia Marx sin ira, por Xenaro García Suárez
Marx y el espejo de la producción, por Jean Baudrillard
Notas
[1] De los Ríos, 1973, pág. 202, al comentar las dificultades para confeccionar el presupuesto soviético de 1921.
[2] Durkheim, 1970, pág. 271.
[3] De hecho, Marx registra ya en una
nota al capítulo I “la incongruencia entre la magnitud del valor y su
expresión relativa, de la cual pretende sacar partido la economía
vulgar” (págs. 67-68). Somos informados gracias a él de que el Political Economy (1842)
de J. Broadhurst —treinta años antes de Jevons, Menger y Walras—
cuestiona “la doctrina según la cual la cantidad de trabajo empleada en
hacer un artículo regula el valor del mismo, y también la que sostiene
que ese valor lo regula su coste”. En cualquier caso, Engels siguió
prestando oídos sordos a la revolución marginalista, y Marx no volvería a
escribir una línea sobre teoría económica tras ver confirmado por otros
el criterio de Broadhurst.
[4] Destaca en ese sentido la monumental e inacabada History of Economic Thought (1995) de M. Rothbard.
[5] Galbraith, 1998, págs. 153 y 150.
[6] Schumpeter, 1995, págs. 446-447.
[7] Como se observa tanto en el Manifiesto como en el Das Kapital. (Carta a Sorge, 20/6/1880).
[8] Tomo la observación de Dumont, 1999, pág. 188
[9] Smith, 1982, pág. 72.
[10] Smith, ibíd., pág. 76. Smith no
vaciló en afirmar que el gobierno inglés de su tiempo protegía al rico
contra el pobre, siendo por eso “el Lutero de la economía política”
según Marx. Pero su afirmación de que los salarios progresan es para el Das Kapital fruto de un análisis “estúpido”.
[11] Engels ofrece estos datos en su prólogo a la 4a edición alemana de El capital.
[12] Años después el asunto seguía
provocando ironías, y Engels defendió “la escrupulosidad de Marx”
ironizando a su vez sobre “la infalibilidad papal de Hansard”, el editor
que acababa de convertirse en cronista oficioso del Parlamento. El
maquillaje que Marx atribuyó a Gladstone debería atribuirse por tanto al
taquígrafo.
[13] Filosofía de la miseria se
convierte en miseria de la filosofía, guerra de beneficios en beneficios
de la guerra, leyes del terror en terror de las leyes…
[14] Por ejemplo la “sociedad”
burguesa, la “libertad” parlamentaria, la “teoría” del capital, la
“justicia” de los tribunales o la “rectitud” del derecho.
[15] Entre ellas “la unidad social del trabajo es de naturaleza puramente social y sólo puede ponerse de manifiesto en la relación social” (Marx, 1984, vol. I, pág. 58).
[16] Es el caso de “¡¡as letras protestadas!!” y “¡¡el cruel pago al contado!!” de Las luchas sociales en Francia.
[17] Entre las observaciones está una
descripción de la obra de Bruno Bauer como “el más monótono chismorreo,
semejante a boñigas de vaca aplastadas”, o llamar “borrico
cuatricornudo” a su colega Willich, “judezno negroide” a Lassalle,
“descendiente de un gorila” a su mestizo yerno Lafargue, “conciencia
meada de caniche” a su íntimo Freiligrath y “tocino rancio” a Bakunin.
Su correspondencia ha permitido ordenar alfabéticamente injurias y
elogios relacionados con el círculo de conocidos (cf. Enzensberger,
1999, págs. 523-533), y entre un centenar de personas solo el
sindicalista Bebel y la esposa de su amigo Freiligrath no merecen una
combinación de aprecio y desprecio, sino únicamente lo primero. W.
Liebknecht pensaba que “Marx fue el hombre más generoso y justo a la
hora de celebrar los méritos ajenos”, aunque ser considerado unas veces
“honorable”, y otras “valiente”, no le ahorró ser tachado también de
“majadero, tramposo, mentiroso, hipócrita y débil de carácter” (ob.
cit., págs. 176 y 529-530).
[18] Jacques Ellul, citado por Sandrine Lefranc en su libro Políticas del perdón. Norma, Bogotá, 2005, p. 193.
[19] Cf. Marx, 1984, págs. 100, 176,
152, 249, 258 y 269. Atendiendo al catálogo compilado por Enzensberger,
filisteo es el término denigratorio usado más asiduamente. Hoy en
desuso, dicho insulto empezó designando a los antiguos moradores de
Canaán, y en algún momento pasó a ser sinónimo de “persona vulgar, con
escasos conocimientos y poca sensibilidad” (RAE). Aplicarlo entre otros
muchos a Proudhon indica hasta qué punto su idea de la distinción
resultaba exigente.
[20] Marx, 1968, pág. 16.
[21] Una de la Saturday Review y dos de publicaciones rusas (el S.P.Viédomosti y la Vietsnik Ievtropi).
[22] Marx, 1968, pág. 15
[23] “Solo nos mueve a sonreír aquella fealdad que no disgusta” (Poética, 1449a).
[24] El escolástico Duns Escoto definía al individuo como ultima solitudo.
[25] De combinar a Marx con Nietzsche vive aún un tipo de ensayo cultivado por enfants terribles de la vanguardia cultural, que hace cuatro décadas produjo cumbres del género como Foucault, Deleuze y Guattari.
[26] Y en el de Nietzsche, aunque sería intempestivo entrar en ello ahora.
[27] Véase antes, pág. x.
[28] La dialéctica como ciencia de las contradicciones lógicas había sido ya sistematizada por el Parménides platónico,
donde la cuestión de «si lo Uno es, lo Uno no es, o lo Uno es/no es»
aparece en la primera línea y no se interrumpe hasta la última,
desplegando un gigantesco silogismo que sigue siendo la «caja de
herramientas» de la ontología o metafísica. Hegel completó esa ciencia
de las contradicciones abstractas con un análisis de las ofrecidas por
el curso histórico del mundo, y descubrió algo tan ajeno a pura lógica
como la «negación de la negación» implicada en el movimiento evolutivo.
[29] A eso dedica sus Tesis sobre Feuerbach, un breve texto redactado durante la estancia en Bruselas.
[30] Ibíd., pág. 132.
[31] Ibíd., vol. III, pág. 366. En esa segunda mención aparece acompañado por una renta territorial aludida como Madame La Terre.
[32] Marx, 1984, vol. I, pág. 87.
[33] Lukács, 1965 (1919), pág. 131.
[34] El valor de uso sigue
determinando el de cambio, sin perjuicio de hacerlo mediante el
arbitraje operado en cada caso por vastas redes de productores,
intermediarios y consumidores.
[35] Marx, 1965, pág. 149.
[36] “Si las mercancías pudieran
hablar, lo harían de esta manera: ‘Quizá a los hombres les interese
nuestro valor de uso, pero a nosotras no nos incumbe en cuanto cosas. Lo
que nos concierne en cuanto cosas es nuestro valor de cambio.
Nuestro propio movimiento como cosas mercantiles lo demuestra.
Únicamente nos relacionamos entre nosotras como valores de cambio’”
(Marx, 1984, vol. I, pág. 101).
[37] Marx, 1965, pág. 175.
[38] Ibíd.
[39] Ibíd.
[40] Su hallazgo no fue solo
describir en detalle las formas y categorías empleadas al efecto, sino
la razón como “facultad de los principios”, cuya sensibilidad para las
regularidades le descubre leyes al acontecer.
[41] Hegel, 1966, págs. 15-16.
[42] El idealismo ético o subjetivo
de Fichte parte del “acto en cuya virtud el yo pone en el yo un no-yo”.
El idealismo objetivo de Schelling plantea dicha odisea con la Natur como
sujeto, evolucionando desde lo inorgánico a la conciencia. Hegel la
identifica con el curso de la historia general. Ya Aristóteles había
definido el movimiento como “realización de lo que es en potencia”, y el
dinamismo cósmico como una progresiva penetración de la materia por la
forma.
[43] Bruno Bauer, el discípulo
predilecto de Hegel, definirá “la libertad como el poder infinito del
espíritu […] y también el único fin de la historia, pues la historia no
es sino el espíritu haciéndose ‘consciente’ de su libertad”; cf.
Moggach, ‘Bruno Bauer’, en Stanford Encyclopaedia of Philosophy.
[44] Tras El espíritu del cristianismo (1841),
texto seminal para los jóvenes hegelianos, volver desde la filosofía de
la subjetividad a la Naturaleza como “razón objetiva” fue el tema de su
último ensayo, Deidad, libertad e inmortalidad (1866).
[45] Un análisis de su ontología como tal ofrece Hyppolite, 1955, págs. 120-141.
[46] Marx, 1965, pág. 155.
[47] La afinidad entre titanismo y “espíritu de la técnica” fue pensada simultáneamente por Heidegger en Ser y tiempo(1927) y los hermanos Jünger —Ernst en El Trabajador (1932), Friedrich Georg en La perfección de la técnica (1946)—, dentro del fenómeno ontológico descrito por el primero como “olvido del ser”.
[48] En el primer Fausto representado,
que fue el de Christopher Marlowe (1604), el pacto concede 24 años de
proezas —entre ellas convocar a Helena de Troya y besarla— a cambio de
ir voluntariamente al Infierno, un espacio donde lo trágico es “no estar
en la jubilosa contemplación de Dios”.
[49] El prefacio a su Novum Organum (1620)
propone “someter el sentido a una especie de reducción que rechace la
mayor parte del trabajo hecho por la mente”. Si cumpliésemos dicha
premisa “podremos identificar y producir cosas que jamás se hicieron
antes” (1, 2), más propias de creadores o demiurgos que de observadores.
[50] Que disocia la rebeldía y el
altruismo de Prometeo en las figuras de Lucifer y Cristo, reflejo a su
vez del desdoblamiento padecido por el fiel en pecador e hijo de Dios.
[51] Kant se hallaba sumido en esa
dogmática ingenuidad, según cuenta, hasta leer a Hume. Bentham y Comte
no consideraron oportuno leerle a su vez (el segundo lo justificó por
“higiene cerebral”), o siquiera informarse en líneas generales sobre el
punto de vista “crítico”. De ahí declararse empíricos “puros”, como
Bacon.
[52] Goethe, Fausto, vv. 638 y 780.
[53] Véase antes, págs. 307-308.
Auténtico es algo realmente real, o verdaderamente verdadero, una
duplicación que solo hallamos cuando un elemento subjetivo aspira al
estatuto de objetividad por caminos retóricos, análogos a subrayar una
palabra, escribirla con mayúscula o encerrarla en exclamaciones.
[54] Al abordar la cuestión de
aquello que funda las cosas en general, y cada una, Spinoza explica que
imaginar alguna esencia no asegura ni implica su existencia, pero que en
todo caso “la esencia pone, no quita” (Ética, II, Def. 2).
[55] Giddens, 1998, pág. 62.
[56] Hyppolite, 1955, pág. 61.
[57] Parte de ellas se reseñaron ya, véase págs. 379-380.
[58] Cf. Spiegel, 1973, pág. 628.
[59] Marx, 1984, vol. I, págs. 272-275.
[60] Ibíd., págs. 8-9.
[61] Ibíd., pág. 525.
[62] Schumpeter, 1998, pág. 451.
[63] Un estudio ejemplar sobre la empresa soviética, desde sus comienzos, ofrece Olson, 2000.
[64] Cf. Koestler, 1950, pág. 68.
[65] Como críticos destacarán
Böhm-Bawerk y Mises, como seguidores Rosa Luxemburg y el grupo llamado
austro-marxista (Hilferding, Bauer y Adler). Lenin y Bujarin, por
ejemplo, nunca llegaron a familiarizarse con el pensamiento económico
antiguo y contemporáneo, ni con el aparato técnico ofrecido inicialmente
por Ricardo. El salto de precisión que introdujeron luego los
marginalistas —y Marshall— no solo demandaba estudio, sino desafiar el tabú del valor-trabajo.
[66] Marx, 1984, vol. I, pág. 99.
[67] En 1844 aventura que “en la
sociedad comunista podré dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, cazar
por la mañana, pescar después de comer, criar ganado al atardecer y
hacer crítica literaria a la hora de la cena, sin necesidad de
convertirme en cazador, pescador, pastor o crítico” (Marx, 1965, pág.
284). En 1883, poco antes de morir, desaconseja a su yerno P. Lafargue
la publicación de El derecho a la pereza, donde argumenta que
el proletariado se distingue de la burguesía precisamente por amar la
indolencia sin avergonzarse de ello. Marx no deja de coincidir en el
fondo con él, pero en esos cuarenta años el dualismo trabajo-capital
progresó identificando al enemigo de clase como indolente, y lo más
probable es que sea mal interpretado. En efecto, el libro de Lafargue
será el prototipo de literatura comunista maldita hasta algo después de
morir Stalin.
[68] Berlin, 1996, pág. 207.
[69] En términos arquetípicos, según
vimos, descubrirse como promesa mesiánica hizo que la cura
transferencial basada en chivos expiatorios encontrase una víctima capaz
no solo de descargar la culpa colectiva, sino de vengar a parte del
grupo. Andando el tiempo, en un mundo donde la magia proyectiva dejó
supuestamente de existir, el bucle de realimentación puesto en marcha
iba a poder ser negativo (suscitando rectificaciones
del rumbo como el propio Jesús, al interpretarse en términos de
reconciliación general) o positivo (optando por el círculo vicioso de la
venganza), a través de mesías que reclaman su don de “incendiar el
mundo”.
[70] Véase vol. I, pág. 506 y ss.
[71] Comprobaremos, por ejemplo, que
durante la guerra civil el Politburó soviético dedica sesiones
monográficas a calcular qué proporción del censo reclama exterminio, no
por odio sino para progresar en la dirección correcta, y cómo ninguna de
las cifras sugeridas entonces a Lenin por Zinoviev, Kamenev o Bujarin
fue inferior al 20 por ciento. Veremos también cómo en la década
siguiente esa lógica suscita las purgas estalinistas, el sistema de
gulags y el juicio-farsa, instituciones capaces al fin de hacer cumplir
la media calculada en 1918-1919. El telegrama genérico sobre el terror
rojo, que Lenin dicta en agosto de 1918, declara 2la necesidad de
asegurar la República Soviética ante el enemigo de clase, que debe ser
inmediatamente fusilado o aislado en campos de concentración”; cf.
Lenin, en Werth y otros, 1999, passim.
[72] Berlin, 1996, pág. 208.
[73] Marx, 1965, págs.141-142.
[74] Ibíd., pág. 143.
[75] Schumpeter, 1995, pág. 498.
[76] Giddens 1998, p. 84.
[77] Schumpeter 1975, pág. 13. A su
entender, “la historia como historia de la lucha de clases […] es una
hipótesis comparable a la historia como lucha de razas planteada por
Gobineau, o la teoría de las clases basada en el antagonismo de grupos
vocacionales articulada sobre la división del trabajo, a la manera de
Schmoller o Durkheim” (ibíd, pág. 14).
[78] Con este párrafo (incorporado como “Capítulo 52”) termina el volumen III de El capital.
[79] Marx-Engels 1998, pág. 51.
[80] Estos pensadores son mencionados
unas veces como liberalismo clásico y otras como escuela sociológica
francesa. Un ensayo monográfico sobre Comte, Dunoyer y Thierry, que
contiene también las escasas (y en alguna ocasión elogiosas)
observaciones de Marx sobre ellos, se encuentra online por gentileza de
Hart 1993.
[81] En Las luchas sociales en Francia,
Marx hace suya la frase “sociedades anónimas dedicadas a la
explotación”, si bien en sentido contrario al evocado por Comte, Dunoyer
y Thierry. Ellos documentan el ocaso en el derecho a conquistar, y Marx
lamenta allí que el proletariado “no se haya dado el honor de ser una
clase conquistadora”.
[82] La vida breve de
Comte (1782-1837) no le impedirá encontrar tiempo también para
ser condenado por desacato al rey Carlos, resultar elegido diputado dos
veces en tiempos de Luis-Felipe, pasar muchos ratos junto a Bentham y
casarse con una hija de Say.
[83] En Valor, precio y beneficio (1865),
Marx opondrá que “solo una falsa apariencia distingue el trabajo
asalariado del servil. Como no hay contrato ni compraventas entre amo y
esclavo se diría que éste entrega todo su esfuerzo por nada, cuando a
fin de trabajar el esclavo debe vivir”. Procurarle techo, vestido y
alimento (una condición que desaparece al convertirse en siervo de la
gleba, por cierto) equivale a un sueldo “que nunca desbordará el mínimo
de supervivencia”.
[84] “Genios y profetas rara vez
destacan por su formación profesional, y su originalidad —caso de
existir— se debe frecuentemente a eso mismo. Pero nada en la teoría
económica de Marx puede atribuirse a falta de formación en sentido
académico” (Schumpeter 1942, pág. 21).
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