Migració i distorsions lingüístiques.
El Roto |
La forma en que se piensan y se tratan los actuales movimientos
migratorios es, en gran medida, cosa de metáforas. Las migraciones se
nos presentan con frecuencia enmarcadas en torno a determinadas figuras
metafóricas, a veces implícitas y otras manifiestas. Para ello resulta
sumamente ilustrativo el análisis del modo en que en la esfera pública
se abordan las noticias relacionadas con la cuestión migratoria, de cuál
es el enfoque elegido, el diseño de presentación y las estrategias
discursivas.
Las metáforas más recurrentes a la hora de referirse a las
migraciones son, sin duda, las hídricas. Las migraciones se asemejan a flujos, corrientes y olas.
Y cuando se alude a ellas de manera amplificada y se quiere denotar que
la situación se encuentra desbordada, entonces toman el carácter de oleadas, mareas, avalanchas, aluviones y riadas. Y más recientemente, incluso se recurre al nuevo y desgraciadamente famoso término tsunami, resaltándose con ello el carácter incontenible de la llegada de migrantes.
Sabemos que el lenguaje humano está modelado por metáforas que con el
tiempo tienden a convertirse en expresiones literales que acaban
conformando nuestra forma de pensar. De este modo, lo que empieza
concibiéndose como si fuera una desgracia natural, un nuevo tipo de
inundación o de huracán, acaba percibiéndose efectivamente como una
desgracia natural. Las migraciones, en vez de ser identificadas, por
ejemplo, como movimientos que se estructuran dentro de un sistema
internacional de producción, son equiparadas a una manifestación de la
naturaleza. La asociación más o menos explícita con la noción de
catástrofe parece así inevitable, cuando no con un fenómeno bélico, al
que aluden términos como desembarco, infiltración y, sobre todo, invasión,
al que además se le añade adjetivos como masiva, incontrolada o
desbordante. En correspondencia con ello, las fronteras ofrecerían
agujeros y se presentaban como coladeros. Y este es, básicamente, el
marco conceptual y semántico en el que se llevan a cabo con frecuencia
los procesos de percepción, interpretación y valoración social de los
complejos procesos migratorios.
Dado que el empleo de las palabras nunca es ingenuo, la
popularización de términos con connotaciones bélicas como algunos de los
mencionados, denota una toma de posición nada amistosa con el fenómeno
que delata un cierto síndrome de asedio, cuyo paso siguiente sería
expulsar al infiltrado y elevar muros de separación: un coto vedado por
utilizar una metáfora de origen cinegético. Un modo de pensar, en
definitiva, que considera que solo manteniendo extramuros a los
inmigrantes es posible conservar las posiciones de privilegio en el
interior, aunque para ello se requiera adoptar actitudes agresivas.
Vale que todos usemos metáforas en el lenguaje cotidiano, pero no es
honesto presentar como hechos lo que no son sino imágenes o figuras
estilísticas. Los inmigrantes, por regla general, no van armados, ni
conforman un colectivo organizado, ni pretenden dominar ningún
territorio. Se arguye también, en esa misma línea, el indeclinable deber
de los Estados de defender la integridad de sus fronteras (sacrosanta
misión que haría bueno cualquier medio). Esto nadie lo pone en duda ante
una amenaza militar, ante un ejército que pretendiera ocupar el
territorio soberano de un Estado. Pero es igualmente un abuso del
lenguaje blandir este deber ante individuos cuyo único móvil es la
supervivencia o la mejora de las condiciones de vida y que, en absoluto,
buscan arrasar las vidas o las haciendas de la gente del lugar en donde
buscan instalarse.
El empleo del lenguaje metafórico se ve potenciado por el uso de una
iconografía selectiva, que en el caso de los países del Sur de Europa
está ocupada sobre todo por las imágenes mil veces repetidas de los
cayucos, pateras y barcos atiborrados. Recientemente, han encontrado
especial eco las imágenes de nutridos grupos de inmigrantes intentando
saltar los muros y las vallas que protegen las fronteras terrestres de
los países más prósperos. A ello se le añade la difusión de una
numerología estimativa que abona de la idea la migración como un
fenómeno de “gran magnitud”. Tales representaciones inciden en los
discursos políticos y viceversa: ambos se retroalimentan y se
condicionan mutuamente.
Los giros retóricos recién expuestos no solo señalan, exagerándolos,
el gran número de inmigrantes que llegan, sino que refuerzan también, al
introducirse en el lenguaje ordinario, la idea de la siempre
presupuesta hostilidad natural o cultural de los extranjeros y de lo
nocivo de su influencia. Muchas actitudes ante la inmigración se
sustentan en creencias débilmente fundamentadas, en opiniones y
prejuicios. No se forman de un modo racional en debates públicos. A ese
déficit de racionalidad contribuyen los medios de comunicación,
responsables de la creación de estados de opinión nada favorables.
La colonización del lenguaje mediante metáforas hostiles al fenómeno
migratorio no facilita el establecimiento y menos aún la consolidación
de una sociedad democrática integradora. En una democracia las palabras
deben ser objeto de un cuidado exquisito, pues la democracia se
caracteriza precisamente por el Gobierno mediante la palabra. Las
palabras han de ser precisas y claras, de modo que no induzcan a engaño.
Distorsionar el lenguaje es extraordinariamente grave en política,
pues, a diferencia de lo que se sucede, por ejemplo, en el mundo
académico, ciertas palabras pueden arruinar la vida de muchas personas.
El lenguaje empleado predefine la forma en que evaluamos las migraciones
y, lo que es sin duda más importante, las propuestas que podamos
formular para convivir con ellas.
Juan Carlos Velasco, La migración es cosa de metáforas, El País, 28/03/2014
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