Moviment obrer i la idolatria del treball.
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10. El movimiento obrero fue un movimiento por el trabajo
«El trabajo tiene que empuñar el cetro, siervo debe ser sólo el que va ocioso, el trabajo debe regir el mundo, porque solo él es el fundamento del mundo.»
Friedrich Stampfer, En honor al trabajo, 1903
El movimiento obrero clásico, que vivió su auge mucho después del
ocaso de las antiguas revueltas sociales, ya no luchaba contra los
abusos del trabajo, sino que desarrolló una sobreidentificación con lo
aparentemente inevitable. Lo que perseguía era sólo ya «derechos» y
mejoras dentro de la sociedad del trabajo, cuyas imposiciones hacía
tiempo que había interiorizado ampliamente. En vez de criticar
radicalmente la transformación de energía humana en dinero como fin
absoluto irracional, aceptó el «punto de vista del trabajo» y concibió
la explotación económica como un orden de cosas positivo y neutral.
Así, el movimiento obrero hacía suyo a su manera la herencia del
absolutismo, el protestantismo y la ilustración burguesa. De la
desgracia del trabajo se pasó al falso orgullo de trabajar, que
redefinió como «derecho humano» la domesticación propia en material
humano del ídolo moderno. En cierta forma, los parias domesticados del
trabajo le dieron la vuelta ideológicamente a la tortilla y
desarrollaron un celo misionario, que les llevó a reclamar, por un lado,
el «derecho al trabajo para todos» y, por otro, a exigir el «deber de
trabajar para todos». La burguesía no fue combatida en tanto que
portadora funcional de la sociedad del trabajo, sino que, por el
contrario, fue insultada en nombre del trabajo por parasitaria. Todos
los miembros de la sociedad, sin excepciones, tenían que ser reclutados a
la fuerza para «los ejércitos del trabajo».
El movimiento obrero se convirtió así, él mismo, en pionero de la
sociedad capitalista del trabajo. Fue él quien impuso los últimos
escalones de la cosificación, en el proceso de desarrollo del trabajo,
contra los torpes portadores funcionales burgueses del siglo XIX y
principios del XX; de manera muy similar a como la burguesía se había
convertido en heredera del absolutismo un siglo antes. Esto fue sólo
posible porque los partidos obreros y los sindicatos, en el curso de su
idolatración del trabajo, fueron tomando una actitud positiva respecto
al aparato estatal y las instituciones de la administración represiva
del trabajo, las cuales no querían abolir, sino ocupar ellos mismos, en
una especie de «marcha a través de las instituciones». De esta manera
hacían suya, lo mismo que antes la burguesía, la tradición burocrática
de gestión sociolaboral de las personas iniciada con el absolutismo.
La ideología de la generalización social del trabajo exigía, no
obstante, también una situación política nueva. En lugar de la división
constante con «derechos» políticos distintos (por ejemplo, el derecho de
voto según el grupo impositivo), en la sociedad del trabajo a medio
imponer tuvo que irrumpir la igualdad democrática general del «Estado
del trabajo» consumado. Y las desigualdades en el funcionamiento de la
máquina de explotación, en tanto que ésta determinaba la totalidad de la
vida social, tuvieron que compensarse «social-estatalmente». El
movimiento obrero también proporcionó el paradigma para esto. Bajo el
nombre de «socialdemocracia», se convirtió en el «movimiento civil» más
grande de la historia, que no podía ser otra cosa que una trampa puesta a
sí mismo. Porque en la democracia todo es negociable menos las
imposiciones de la sociedad del trabajo, que se presuponen de manera más
bien axiomática. Lo único que se puede discutir son las modalidades y
maneras de aplicar dichas imposiciones. No queda más que la elección
entre Ariel o Dixan, entre la peste y el cólera, entre ser un fresco o
un tonto, entre Kohl y Schröder.
La democracia de la sociedad del trabajo es el sistema de dominio más
pérfido de la historia: un sistema de autoopresión. Por eso, esta
democracia no organiza nunca la determinación libre de los miembros de
la sociedad sobre los recursos comunes, sino sólo la forma legal de las
mónadas trabajadoras, separadas unas de otras, que tienen que dejarse la
piel en el mercado compitiendo entre sí.
Democracia es lo contrario de libertad. Y así, las personas
trabajadoras democráticas acaban por degenerar, necesariamente, en
administradores y administrados, en empresarios y empleados, en élites
funcionales y material humano. Los partidos políticos, y principalmente
los partidos obreros, reflejan fielmente esta situación en su propia
estructura. Dirigentes y dirigidos, gente prominente y gente de a pie,
líderes y simpatizantes son muestra de una situación que nada tiene que
ver con un debate o una toma de decisiones abierta. Es un constituyente
integral de esta lógica del sistema que las propias élites no puedan más
que ser funcionarios heterónomos del ídolo trabajo y de sus
resoluciones ciegas.
Como muy tarde desde los nazis, todos los partidos son partidos de
trabajadores y, al mismo tiempo, del capital. En las «sociedades en vías
de desarrollo» del Este y del Sur, el movimiento obrero mutó en el
partido terrorista de Estado de la modernización aún por hacer; en
Occidente, en un sistema de «partidos populares» con programas
intercambiables y figuras mediáticas representativas. La lucha de clases
se ha acabado porque se ha acabado la sociedad del trabajo. Las clases
se muestran como categorías sociales funcionales de un sistema
fetichista común, en la misma medida en que este sistema se extingue.
Cuando la socialdemocracia, los verdes y los ex comunistas se hacen un
hueco en la administración de la crisis y diseñan programas represivos
especialmente mezquinos, entonces demuestran sólo que son los herederos
legítimos de un movimiento obrero que nunca ha querido otra cosa que
trabajo a cualquier precio.
Grupo Krisis, Manifiesto contra el trabajo
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