Democràcia, racionalitat i burocràcia en Max Weber.



¿Podemos escapar del control de los burócratas y tecnócratas en las sociedades complejas? ¿Se puede frenar de alguna manera la tendencia de los partidos a la oligarquía? ¿Vivimos en una partitocracia? Estas preguntas, que están de plena actualidad, fueron planteadas hace décadas por el conocido sociólogo alemán Max Weber (1864-1920). El autor de la obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo dedicó incontables páginas a reflexionar sobre estas preguntas y, en fin, sobre la esencia misma de la democracia.

Max Weber (DP)
Max Weber
Max Weber, al igual que Schumpeter, pensaba que la vida política dejaba poco margen para la participación directa. Su obra tiende a afirmar un concepto de la democracia como un medio para escoger a los encargados de adoptar las decisiones y fijar contrapesos para limitar sus excesos. En sus escritos reflexiona de modo recurrente las condiciones de la liber­tad individual en una época en la que muchos desarrollos sociales, económicos y políticos estaban minando la esencia misma de la cultura política liberal.

El nervio de la obra de Weber es cómo encontrar un equilibrio entre la fuerza y el derecho, el poder y la ley, el gobierno de expertos y la soberanía popular. La reflexión de Weber sobre estos problemas supuso una revisión fundamental de las doctrinas liberales. Además, también constituyó uno de los retos teóricos más coherentes y convincentes para el marxismo, especialmente en el campo anglosajón. Esto explica por qué su pensamiento ha tenido una influencia capital en muchos pensadores y académicos que llegaron después, quienes, en gran medida, repitieron como un eco muchos de los postulados del sociólogo alemán.

Racionalización y desencanto

Que con frecuencia se haya opuesto Karl Marx a Max Weber no significa ni mucho menos una total divergencia entre ambos pensadores. Weber aceptaba bastante de lo que Marx dijo sobre la naturaleza del capitalismo aunque rechazara categóricamente las ideas políticas marxistas. Si el capita­lismo era en algunos aspectos un sistema socioeconómico problemático, especialmente en el equilibrio igualdad y libertad, existían a su juicio aún menos razones para recomendar el socialismo como solución.

Weber aceptaba que las intensas luchas de cla­ses habían tenido lugar en varias fases de la historia. Aceptaba que la rela­ción entre capital y trabajo asalariado era de importan­cia para explicar las características del capitalismo in­dustrial. Sin embargo, Weber rechazó que el análisis del conflicto pueda reducirse al análisis de las cla­ses. Para él las clases constituyen tan solo un aspecto de la distribución de recursos y de la lucha por el poder. Lo que él denominaba «grupos de estatus», los partidos políticos y los estados-naciones los consideraba al menos igual de importantes. El fervor de la solidaridad grupal, comunidad étnica, el presti­gio del poder o el nacionalismo eran absolutamente vitales. Aunque el conflicto de clase es importante, para Weber no es el motor de la historia.

Además, también a diferencia de Marx, Weber veía el capitalismo industrial como un fenómeno distintivamente occidental en sus orígenes. De ahí que incorporase sus propios valores. Para el autor el rasgo occidental más importante del capitalismo es lo que denominaba la «ra­cionalidad», algo que iba más allá de la esfera económica.

Para Weber la racionalidad significaba la extensión de las actitudes de carácter técnico a más y más esferas de la vida. La especialización, la ciencia y la tecnología habían pasado a jugar un rol fundamental en la vida moderna, lo que tuvo la inevitable consecuencia del «desencanto». Ya no existen visiones del mundo de acuerdo porque las bases tradicionales de la sociedad se han debilitado. Como decía de manera cruda Weber, no existe una justifica­ción última, más allá de la elección del individuo, acerca de a «cuál de los dioses rivales deberíamos servir». Es responsabilidad de cada uno decidir qué valores es más conveniente defender. Es «el destino de una época que ha comido del árbol de la sabiduría».

En un mundo de valores contrapuestos, en la que ninguno puede considerarse objetivamente válido, ya no se puede sostener que la vida política se funde en una sola moral. En estas circunstancias, la política liberal solo puede de­fenderse, sostenía Weber, sobre la base de los procedimientos. Para él, esto implica enfatizar su importancia como mecanismo para promover la competencia entre los valores. La libertad de elec­ción en un mundo racionalizado. De ahí que la democracia fuera un componente vital de los arreglos instituciona­les necesarios para el manteni­miento de una cultura política liberal.

Weber pensaba que la racionalización iba ine­vitablemente acompañada de la extensión de la burocracia. Cuando Marx y Engels escribían sobre la burocracia, tenían en mente la administración pública. Pero We­ber aplicaba el concepto de forma mucho más extensa: el Estado, las empresas industriales, los sindicatos, los partidos políticos o las universidades. Estaba de acuerdo con Marx en que la burocracia no es demo­crática porque los burócratas no son responsables ante la población afectada por sus decisiones. Sin embargo, insistía en que el problema de la dominación burocrática es omnipresente; no existe ninguna forma de trascenderla salvo limitando su extensión. Después de todo, no hay modo de trascender el Estado.

El papel de la burocracia

La concepción de la organización burocrática como parásito de la sociedad es una postura que han expuesto Marx y muchos otros marxistas, especialmente Lenin. Pero para Weber las administraciones centralizadas eran ineludibles, en especial tras su consideración de la democracia directa como algo impracticable.

Weber no creía que la democracia directa fuera imposible pero sí que no podía funcionar en organizaciones tan extensas, numerosas y complejas como los estados contemporáneos. La democracia directa requiere la igualdad de todos los participantes y una comunidad relativamente homogénea. De ahí que ejemplos de esa forma de gobierno pudieran encontrarse entre las aristocracias de las ciuda­des-estado de la Italia medieval, entre ciertos municipios de los Es­tados Unidos o entre grupos profesionales muy selectos, por ejem­plo, los profesores universitarios (cof cof). Sin embargo, el tamaño, la com­plejidad y la total diversidad de las sociedades modernas hacían para el autor que la democracia directa sea inapropiada como modelo.

La complejidad de la sociedad, justamente, es lo que hace al Estado insustituible. En opinión de We­ber, Marx, Engels y Lenin mezclaban la naturaleza clasista del Estado (al servicio de la burguesía) con la cuestión de si una administración burocrática centralizada era necesaria de la organización política y social. Y Weber tenía claro que no había una forma plausible de que el ciudadano moderno cree administraciones no-burocráticas.

Conforme la vida económica y política se hace más compleja y diferenciada, la administración burocrática es cada vez más impres­cindible. Esto se relacionaba con los problemas de los sistemas económicos modernos y la sociedad de consumo. Es esencial para el desarrollo de las empresas un medio político y legalmente prede­cible; sin él, no pueden administrar con éxito sus asuntos y sus rela­ciones con los consumidores. La eficacia y estabilidad organizativa, que a largo plazo solo la burocracia puede garantizar, era (y es) ne­cesaria para la expansión del comercio y la industria.

Las masas todavía aceleraron más este proceso arrancado por presiones del capitalismo. La extensión de la ciudadanía llevó al incremento de las demandas al Estado, tanto de tipo cuantitativo como cualitativo. Los que acababan de adquirir el derecho al voto pedían más del Estado en áreas como la educación y la sanidad. Cuantas más demandas, más necesaria es una administración especializada y si bien el gobierno de los funcionarios no es inevitable, estos tienen un poder considerable en base a su infor­mación y acceso a los secretos. Un poder excesivamente dominante que puede colocar a los políticos en una situación de dependencia.

Una cuestión central para Weber eran las posibles formas de controlar el poder burocrático. Estaba convencido de que en ausencia de con­troles la organización pública caería presa de funcionarios o de poderosos intereses privados (entre otros, capita­listas organizados y grandes terratenientes). Más aún, en momen­tos de emergencia nacional, habría un liderazgo ineficaz: los buró­cratas, al contrario que los políticos en general, no pueden tomar una postura firme. No tienen la formación para la consideración de criterios políticos, técnicos o económicos.

De ahí que fuera tan crítico con el socialismo. Creía que la abolición del capitalis­mo privado significaría simplemente que la máxima dirección de las empresas nacionalizadas o socializadas se burocratizaría. La abolición del mercado supondría acabar con un contrapeso clave al Estado. Lejos de acabar con la dominación del capital, el socialismo la transformaría en una forma burocrática impermeable, que al final suprimiría toda expresión de los intereses en conflicto en nombre de una solida­ridad ficticia donde el estado burocrático gobernaría solo. Y si bien Weber argumentaba que el desarrollo capitalista fomenta el estado burocrático, creía que este mismo desarrollo, asociado al gobierno parlamentario y al sis­tema de partidos, proporcionaba el mejor obstáculo a la usurpación del poder del Estado por los funcionarios.


Parlamentarismo y democracia

Weber consideraba que el creciente protagonismo de las masas en la política no modificaba la realidad de la dominación de la minoría. De nuevo, en esto no era muy diferente de Schumpeter. Para él la acción política se rige siempre por el principio del pequeño número, esto es, el de la superior capacidad política de maniobra de los pequeños grupos dirigentes. Ahora bien, la llegada de las masas a la política pasaba a suponer un cambio en los métodos mediante los cuales esta era seleccionada.

La justificación weberiana de la democracia se basaba en que el papel de las masas adoptaba, gracias a la democracia, una forma ordenada de participación. Por más que la extensión del sufragio universal fuera inevitable, ello no significaba necesariamente que las masas asumieran el protagonismo. Weber, que en general tenía poca estima por el electorado, consideraba que este tenía pocas oportunidades signifi­cativas de participar en la vida institucional. En su famoso ensayo La política como vocación (lectura obligada para cualquier estudiante de Ciencias Políticas) hacía referencia a su carácter emocional, de ahí que fueran poco adecuadas para comprender o juzgar los asuntos pú­blicos.

Sin embargo, el fenómeno que Weber consideraba más importante para analizar el devenir político de las sociedades de su tiempo no era tanto la extensión del sufragio. Para él lo central era la creciente burocratización del aparato del estado y la progresiva oligarquización de las organizaciones políticas. Por tanto uno de los problemas fundamentales de la política moderna es cómo mantener la burocracia bajo control. Tal control solo era posible, en su opinión, mediante un parlamento fuerte. Sin él, la democracia estaría condenada a transformarse en un gobierno de funcionarios, como ejemplificaba la Alemania de su época.

El cese de Bismarck como canciller del Reich en 1890 había dejado el gobierno en manos de funcionarios. El Canciller de Hierro había acabado con todos sus rivales y posibles sustitutos, con lo que había creado un absoluto vacío en la dirección del Estado. A ello se unía la débil posición constitucional del parlamento. La constitución alemana establecía que el Reichstag no era el responsable de la elección del gobierno (como ocurría en las monarquías parlamentarias de su entorno). Sus poderes eran presupuestarios, esencialmente. Además, todo líder de partido que fuera designado para ocupar un ministerio tenía que renunciar a su puesto en el Reichstag, vaciando la cámara de las líneas partidistas. Si a eso se suma la tendencia a nombrar funcionarios para ocupar los puestos de ministros, el gobierno resultante era muy funcionarial, carente de responsabilidad política.

¿Cómo podía ser posible preservar el individualismo y la libertad frente a este poderoso ímpetu de la burocracia? Para Weber la única alternativa para evitar la dominación burocrática incontrolada era el desarrollo del parlamentarismo. La existencia de un parlamento fuerte no solo era necesaria para reclutar a los líderes políticos. Además, pensaba que era el lugar en el que los líderes contarían con los medios necesarios para su formación gracias al debate político.

Weber dio varias razones para justificar por qué el parlamento era vital. En primer lugar, el parlamento garantiza un grado de acceso al gobierno. Como foro para el debate de la política pú­blica, asegura una oportunidad para la expresión de las ideas e inte­reses rivales. Esto es capital si estamos en el tiempo del pluralismo de valores. Además, la discusión parla­mentaria y el requisito de la oratoria que para ser persuasivo hacía al parlamento un buen campo de pruebas. Los aspirantes debían ser capaces de movilizar la opinión y de ofrecer un programa político plausible.

El parlamento también proporciona un espacio para la negociación de posturas atrincheradas. Los representantes políticos pueden mostrar las alternati­vas políticas a los individuos o grupos con intereses contrapuestos. Dan así la oportunidad de buscar un compromiso, de avanzar hacia un término medio. Por lo tanto, los líderes en el parlamento podrían formular objetivos que respondan a las presiones cambiantes de la ciudadanía y que se correspondan con las estrategias para el éxito electoral y nacional. En suma, para Weber el parlamento es un meca­nismo esencial para preservar la competencia entre los valores.

La oligarquización de los partidos y el liderazgo

Sin embargo, pese a su fe en el parlamentarismo, Max Weber también se preocupó por la creciente oligarquización de los partidos políticos. La extensión del sufragio, con el consiguiente incremento del número de votantes, convertía la disputa por sus votos en una lucha encarnizada. De ahí partidos generasen organizaciones cada vez más complejas para atraerlos. Esta burocratización suponía la aplicación de férreas normas de cohesión interna que obligaban tanto a sus afiliados como diputados en el parlamento y minaban cualquier posibilidad de auténtico debate.

El desarrollo de los parti­dos políticos de masas (los comunistas, los socialdemócratas, los democristianos) minaba la concepción liberal clásica del parlamento como lugar donde la reflexión racional. Si bien for­malmente el parlamento era el único cuerpo con legitimidad para promulgar la ley y definir la política nacional, en la práctica la polí­tica de partidos predomina.

Con el fin de lograr influencia, esas fuerzas necesitan movilizar recursos, reclutar seguidores y tratar de ganar personas para su causa. Pero, al organizarse, pasan a depender de los que traba­jan de forma continuada en el nuevo aparato político: el político profesional. Esto a su juicio pervierte la naturaleza del parlamentarismo. Las máquinas de partido desechan la afiliación tradicional y se estable­cen como centros de lealtad. Crece la presión para defender la lí­nea del partido, incluso sobre los representantes electos. Como llegó a decir Weber, los repre­sentantes se vuelven por lo general unos borregos, votantes perfec­tamente disciplinados impermeables al buen juicio del debate.

Finalmente, el problema del liderazgo también marcó el pensamiento político de Weber. Sin embargo, a lo largo de sus escritos no siempre fue claro. Al principio sostuvo que el líder tenía que surgir necesariamente del parlamento. Solo un sistema parlamentario podía suministrar líderes políticos cualificados que se convirtieran luego en los cargos directivos de la administración del Estado. Por el contrario, más adelante en La forma futura del Estado alemán (1918), Weber argumentó que el presidente debía ser plebiscitario, elegido por la masa de la población puesto que «un presidente del Reich elegido por el parlamento sobre la base de determinadas constelaciones y coaliciones de partidos es un hombre políticamente muerto cuando tal constelación se disgregue».

Esta cita ilustra claramente la diferencia existente entre el líder poderoso, elegido con la participación de toda la población, y el parlamento, como lugar en que encuentran su expresión los intereses grupales. Weber, en su campaña en favor de que el presidente tuviera un mandato directo, llegó incluso a defender que este sistema, y no el parlamentario, constituía la verdadera democracia. Así, parece que Weber llegó a considerar la democracia como una reinterpretación antiautoritaria del liderazgo carismático. El señor legítimo es ahora jefe libremente elegido —y también depuesto— por sus subordinados, y el carisma solo existe si es validado democráticamente en las elecciones.

Algunos comentarios finales

Weber logró condensar en su obra algunos dilemas que siguen siendo pertinentes hoy día. Es indudable que vivimos en sociedades cada vez más plurales. También que la democracia tiene mucho de procedimiento para hacer que esos valores compitan libremente ahora que tenemos tantos dioses a los que podemos servir. Esto, en gran medida, es lo que justifica su constante preocupación por la expansión de las formas de gobierno burocráticas. En sociedades complejas, donde la ciudadanía espera mucho de sus poderes públicos —y en España es el caso— este no es un tema menor, siempre que entendamos la burocracia en un sentido amplio de la palabra.

Ahora que discutimos sobre el papel del Estado frente a instancias técnicas supranacionales, no deberían caer en saco roto las advertencias de Weber. Ni su inevitabilidad como forma de organización ni la necesidad de moderarla para evitar que sea captada por intereses de parte, especialmente visto que son irresponsables políticamente. ¿Cuáles son los límites de la técnica y la política? Son temas que todavía estamos discutiendo. De hecho, toda una rama de la ciencia política solo se dedica a estudiar las siempre complejas relaciones entre los burócratas y los cargos electos para cumplir un mandato.

Es cierto que Max Weber tenía un exceso de confianza en el papel que jugaba el parlamento en la vida política, y quizá demasiada alarma por la llegada de los nuevos partidos de masas. En cierta medida Weber estaba asistiendo a la muerte de la política liberal —la de los notables— y el nacimiento del mundo de las grandes ideologías. Una nueva política que en su Alemania natal tendría un efecto desgarrador. De ahí que probablemente su giro hacia la figura del líder carismático de carácter plebiscitario es una evolución tras el inevitable desencanto de unos usos políticos que cada vez eran más lejanos a su tipo ideal; el de una política moderada y plural desde las instituciones parlamentarias.

Pablo Simón, La democracia según Max Weber, jot down, 27/03/2014


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