La Modernitat contra la indolència (Grup Krisis).
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9. La historia de la imposición sangrienta del trabajo
«El bárbaro es perezoso y se diferencia del hombre culto en que se recrea en su propia abulia, puesto que la educación práctica consiste justamente en el hábito y en la necesidad de ocupación.»
Georg W. F. Hegel, Fundamentos de filosofía del derecho, 1821
«En el fondo, ahora se siente [...] que semejante trabajo es la mejor policía, que mantiene a todo el mundo a raya y que sabe cómo evitar con firmeza el desarrollo de la razón, la concupiscencia y el deseo de independencia. Puesto que emplea una cantidad enorme de energía nerviosa, la cual sustrae a las actividades de meditar, ensimismarse, soñar, preocuparse, amar, odiar.»
Friedrich Nietzsche, Los aduladores del trabajo, 1881
La historia de la Modernidad es la historia de la imposición del
trabajo, que ha dejado tras de sí una inmensa huella de destrucción y
horror en todo el planeta; puesto que no siempre ha estado tan
interiorizada como en el presente la exigencia de empeñar la mayor parte
de la energía vital en un fin absoluto ajeno. Han hecho falta varios
siglos de violencia pura en grandes cantidades para que la gente,
literalmente bajo tortura, acepte ponerse al servicio incondicional del
ídolo trabajo.
Al principio no estuvo la supuesta propagación «favorecedora de la
prosperidad» de las relaciones de mercado, sino el hambre insaciable de
dinero de los aparatos de Estado absolutistas para financiar las
primeras máquinas militares de la Modernidad. Sólo por el interés de
estos aparatos, que por primera vez en la historia conseguían
inmovilizar burocráticamente a toda la sociedad, se aceleró el
desarrollo del capital comercial y financiero de las ciudades más allá
de las relaciones comerciales tradicionales. Fue así como el dinero se
convirtió, por primera vez, en un asunto social central; y la
abstracción trabajo, en un requisito social central sin consideración de
necesidades.
La mayoría de las personas no fueron voluntariamente a la producción
para mercados anónimos y, con ello, a una economía del dinero
generalizada, sino porque el hambre absolutista de dinero había
monetarizado los impuestos y los había elevado exorbitantemente. No
tenían que ganar dinero «para sí mismas», sino para el militarizado
Estado de armas de fuego premoderno, para su logística y su burocracia.
Es de este modo y no de otro como nació el absurdo fin absoluto de la
explotación del capital y, con ésta, el trabajo,
Pronto dejaron de ser suficientes los impuestos y las contribuciones
monetarias. Los burócratas absolutistas y los administradores
capitalista-financieros se dispusieron a organizar forzosamente a la
gente como material de una máquina social de transformación del trabajo
en dinero. Se destruyeron las formas tradicionales de vida y existencia
de la población; no porque esta población hubiese intentado «continuar
su progreso» libre y autónomamente, sino porque era necesaria como
material humano de la máquina de explotación que se había puesto en
marcha. Se sacó a la gente de sus campos con la violencia de las armas, a
fin de hacer sitio para la cría de ovejas para las manufacturas de
lana. Se abolieron todos los derechos tales como la caza libre, la pesca
y la recogida de leña en los bosques. Y cuando las masas empobrecidas
deambulaban pidiendo limosna y robando por los campos, entonces se las
encerraba en casas de trabajo y manufacturas, para maltratarlas con
máquinas de trabajo torturadoras y para inculcarles a la fuerza la
conciencia de esclavos de animales de trabajo sumisos.
Pero tampoco esta transformación a empellones de sus súbditos en el
material del ídolo trabajo, productor de dinero, fue ni mucho menos
suficiente para los monstruosos Estados absolutistas. Extendieron sus
pretensiones también a otros continentes. A la colonización interna de
Europa le siguió otra externa, primero en las dos Américas y en partes
de África. Aquí los agentes de imposición del trabajo perdieron
definitivamente todas sus inhibiciones. Se lanzaron con campañas de
saqueo, destrucción y exterminio, hasta entonces nunca vistas, sobre los
mundos «redescubiertos»; las víctimas de allí ni siquiera tenían el
valor de seres humanos. Las potencias europeas, devoradoras de hombres,
de la emergente sociedad del trabajo se atrevían a definir las culturas
extranjeras subyugadas como «salvajes» y… antropófagas.
De esa forma, se dotaban de legitimidad para eliminarlas o
esclavizarlas a millones. La esclavitud literal en las plantaciones y
explotaciones de materias primas coloniales, que superó en sus
dimensiones incluso a la esclavitud de la Antigüedad, es uno de los
crímenes fundacionales del sistema de producción de mercancías. Por
primera vez, se puso en práctica a lo grande el «exterminio por el
trabajo». Éste fue el segundo pilar de la sociedad del trabajo. El
hombre blanco, que ya era portador del estigma de la autodisciplina,
podía desfogar su odio reprimido a sí mismo y su complejo de
inferioridad con los «salvajes». Al igual que «la mujer», no eran para
él más que medio seres, entre animales y hombres, próximos a la
naturaleza y primitivos. Inmanuel Kant conjeturaba con agudeza que los
papiones podrían hablar si se lo propusieran, pero que no lo hacían
porque tenían miedo de que entonces se les mandase a trabajar.
Ese razonamiento grotesco hace recaer una luz traidora sobre la
Ilustración. El ethos del trabajo de la Modernidad, que hacía referencia
en su versión protestante originaria a la gracia de Dios –y desde la
Ilustración, a la ley natural– fue enmascarada como «misión
civilizadora». En este sentido, cultura es la subordinación voluntaria
al trabajo; y el trabajo es masculino, blanco y «occidental». Lo
contrario, la naturaleza no-humana, informe y sin cultura es femenina,
de color y «exótica»; y, por lo tanto, se ha de someter a la coacción.
En pocas palabras, el «universalismo» de la sociedad del trabajo es, ya
en sus raíces, profundamente racista. La abstracción universal trabajo
sólo se puede definir a sí mismo distanciándose de todo lo que no es
absorbido por él.
Los pacíficos comerciantes de las antiguas rutas comerciales no
fueron los antecesores de la burguesía moderna, que, en definitiva, fue
la heredera del absolutismo. Fueron más bien los condotieros de las
bandas de mercenarios de principios de la Modernidad, los alcaides de
las casas de trabajo y de las penitenciarías, los recaudadores de
impuestos, los tratantes de esclavos y otros usureros los que prepararon
la tierra madre para el «espíritu empresarial» moderno. Las
revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX no tuvieron nada que
ver con la emancipación social; sólo reubicaron las relaciones de poder
dentro del sistema de coerción surgido, liberaron las instituciones de
la sociedad del trabajo de los caducos intereses dinásticos e impulsaron
su cosificación y despersonalización. Fue la gloriosa Revolución
Francesa la que anunció con un pathos especial el deber de trabajar y la
que introdujo nuevos correccionales de trabajo con una «Ley para la
erradicación de la mendicidad».
Esto era justo lo contrario de lo que perseguían los movimientos
sociales rebeldes que ardían en los márgenes de las revoluciones
burguesas, sin consumirse en ellas. Mucho antes ya se habían dado formas
autónomas de resistencia y de rechazo que no significan nada para la
historia oficial de la sociedad del trabajo y de la modernización. Los
productores de las antiguas sociedades agrarias, que nunca aceptaron
tampoco sin roces las relaciones de dominio feudales, no se querían
resignar, con mucho más motivo, a que se hiciese de ellos la «clase
obrera» de un sistema de relaciones ajeno a ellos. Desde las guerras
campesinas de los siglos XV y XVI hasta las revueltas de los movimientos
luego denunciados como «los destructores de máquinas», en Inglaterra, y
el levantamiento de los obreros textiles de Silesia, en 1844, sólo se
sigue una única cadena de amargas luchas de resistencia contra el
trabajo. La imposición de la sociedad del trabajo y una guerra civil,
abierta a veces y latente otras, han ido durante siglos unidas.
Las antiguas sociedades agrarias eran cualquier cosa menos
paradisíacas. Pero la imposición espantosa de la sociedad del trabajo
que irrumpía en escena era vivida por la mayoría como un empeoramiento y
«tiempo de desesperación». De hecho, pese a la estrechez de la
situación, la gente tenía algo que perder. Lo que en la falsa conciencia
del mundo moderno se presenta como tinieblas y plagas de una Edad Media
ficticia eran, en realidad, los horrores de su propia historia. En las
culturas precapitalistas y no capitalistas, tanto dentro como fuera de
Europa, el tiempo diario y anual de actividad productiva era muy
inferior incluso al actual de los «empleados» modernos de fábricas y
oficinas. Y esta producción no era ni mucho menos tan condensada como en
la sociedad del trabajo, sino que estaba impregnada por una marcada
cultura del ocio y de una relativa «lentitud». Dejando de lado las
catástrofes naturales, las necesidades materiales primarias estaban
mucho mejor cubiertas para la mayoría que en largos periodos de la
historia de la modernización; y, en cualquier caso, mejor que en los
suburbios espantosos del mundo en crisis actual. Tampoco el poder se
podía hacer tan presente hasta el último rincón como en la sociedad del
trabajo completamente burocratizada.
Por eso, la resistencia contra el trabajo sólo se pudo quebrar
militarmente. Hasta el presente, los ideólogos de la sociedad del
trabajo siguen fingiendo que la cultura de producción premoderna no «se
desarrolló» porque se ahogó en su propia sangre. Los actuales demócratas
declarados del trabajo prefieren achacar todos esos horrores a las
«circunstancias predemocráticas» de un pasado con el que no tendrían ya
nada que ver. No quieren reconocer que la prehistoria terrorista de la
Modernidad desvela traicioneramente la esencia también de la actual
sociedad del trabajo. La administración burocrática del trabajo y el
registro estatal de personas en las democracias industriales nunca pudo
ocultar sus orígenes absolutistas y coloniales. En la forma de la
cosificación hacia un contexto sistémico impersonal, la administración
represiva de la gente en nombre del ídolo trabajo incluso ha crecido y
ha penetrado en todos los ámbitos de la vida.
Justo ahora, en plena agonía del trabajo, se vuelve a sentir, como en
los comienzos de la sociedad del trabajo, la garra asfixiante de la
burocracia. La administración del trabajo se desvela como el sistema
coercitivo que siempre ha sido, al organizar el apartheid social e
intentar conjurar, en vano, la crisis mediante esclavismo estatal
democrático. De manera similar, también regresa el espíritu maligno del
colonialismo mediante la administración económica impuesta en los países
de la periferia, arruinados, uno tras otro, por el Fondo Monetario
Internacional. Tras la muerte de su ídolo, la sociedad del trabajo
vuelve a recurrir, en todos los sentidos, a los métodos de sus crímenes
fundacionales, los cuales, sin embargo, no podrán salvarla.
Grupo Krisis, Manifiesto contra el trabajo
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