Individualisme i crisi de la societat del treball (Grup Krisis)

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15. La crisis de la lucha de intereses


«Ha quedado demostrado que, como consecuencia de leyes inevitables de la naturaleza humana, algunos seres humanos se verán expuestos a la miseria. Éstas son las personas infelices que, en la gran lotería de la vida, han sacado un número no premiado.» Thomas Robert Malthus
Por mucho que se haya ocultado y tabuizado la crisis fundamental del trabajo, ésta deja su impronta en todos los conflictos sociales actuales. El paso de una sociedad de integración de masas a un orden de selección y apartheid no ha conducido, precisamente, a una nueva ronda de la lucha de clases entre capital y trabajo, sino a una crisis categorial de la propia lucha de intereses inmanente al sistema. Ya en la época de prosperidad, después de la Segunda Guerra Mundial, se había desvanecido el antiguo énfasis de la lucha de clases. Pero no, ciertamente, porque el sujeto revolucionario «en sí» hubiese sido «integrado» mediante maquinaciones manipuladoras y el soborno de un dudoso bienestar, sino porque, por el contrario, en el estadio de desarrollo fordista, se destapó la identidad lógica de capital y trabajo como categorías sociales funcionales de una forma fetiche común a la sociedad. El deseo inmanente del sistema de vender la mercancía fuerza de trabajo en las mejores condiciones posibles perdió todo momento transcendente.

Si hasta entrados los años setenta de lo que se trataba era de ir conquistando una participación de estratos lo más amplio posibles de la población en los venenosos frutos de la sociedad del trabajo; bajo las nuevas condiciones de crisis de la tercera revolución industrial incluso este impulso se ha apagado. Sólo mientras que la sociedad del trabajo se fue expandiendo fue posible dirigir, a gran escala, la lucha de intereses de sus categorías sociales funcionales. No obstante, en la misma medida en la que se hunde la base común, los intereses inmanentes del sistema tampoco se pueden aunar respecto al conjunto de la sociedad. Se pone en marcha un proceso de insolidaridad general. Los trabajadores asalariados desertan de los sindicatos; los directivos, de las organizaciones de empresarios. Cada uno para sí mismo y el dios-sistema capitalista contra todos: la tan cacareada individualización no es más que otro síntoma de crisis de la sociedad del trabajo.

Mientras que se puedan seguir agregando intereses, esto sucede sólo en una medida microeconómica. Puesto que, en la misma medida en que se ha ido convirtiendo en un verdadero privilegio –como insulto a la liberación social– el dejarse machacar la propia vida por la economía de empresa, degenera la representación de intereses de la mercancía fuerza de trabajo hacia una rígida política de lobby de segmentos sociales cada vez más pequeños. Quien acepta la lógica del trabajo, también tiene que aceptar ahora la lógica del apartheid. De lo único que se trata ya es de asegurarle a la clientela propia, estrictamente delimitada, que su pellejo se podrá seguir vendiendo a costa de todos los demás. Las plantillas y los comités de empresa hace tiempo que ya no tienen a su verdadero enemigo en la dirección de su empresa, sino en los asalariados de las empresas y «enclaves» en competencia, indiferentemente de que se encuentren en el siguiente pueblo o en el lejano Oriente. Y si se plantea la cuestión de a quién le va a tocar saltar por la borda, cuando llegue la próxima racionalización empresarial, también se convierten en enemigos el departamento vecino y el compañero de al lado.

La insolidaridad radical no afecta sólo al enfrentamiento empresarial y sindical. Dado que, justamente con la crisis de la sociedad del trabajo, todas las categorías funcionales se aferran con tanto más fanatismo a su lógica inherente de que todo bienestar humano sólo puede ser el producto residual de una explotación rentable, el principio de que «se salve mi casa y se queme la de los demás» se impone en todos los conflictos de intereses. Todos los lobbys conocen las reglas del juego y actúan ateniéndose a ellas. Todo territorio fronterizo que consiga otra clientela, está perdido para la propia. Todo corte en el otro extremo de la red social aumenta las posibilidades de ganar un nuevo aplazamiento de la condena. El pensionista se convierte en adversario natural de todos los contribuyentes; el enfermo, en enemigo de todos los asegurados; y el inmigrante, en objeto de odio de todos los autóctonos enloquecidos.

Se agota así irreversiblemente el intento osado de querer hacer uso de la lucha de intereses inmanente al sistema como resorte de emancipación social. Esto supone el final de la izquierda clásica. Un resurgimiento de la crítica radical al capitalismo presupone la ruptura categorial con el trabajo. Hasta que no se establezca una meta nueva de emancipación social más allá del trabajo y de las categorías fetiche que se derivan del mismo (valor, mercancía, dinero, Estado, forma jurídica, nación, democracia, etc.), no será posible un proceso de re-solidaridad de grado elevado y a escala del conjunto de la sociedad. Y sólo en este sentido se pueden re-aglutinar también las luchas de resistencia, inmanentes al sistema, contra la lógica de la lobbyzación y la individualización; pero ahora ya no en referencia positiva, sino estratégicamente negativa a las categorías dominantes

Hasta ahora la izquierda ha estado esquivando la ruptura categorial con la sociedad del trabajo. Minimiza los imperativos del sistema a mera ideología; y la lógica de la crisis, a mero proyecto político de los «gobernantes». En el lugar de la ruptura categorial hace su aparición la nostalgia socialdemócrata y keynesiana. No se persigue una nueva generalidad concreta de formación social, más allá del trabajo abstracto y de la forma dinero, sino que la izquierda intenta aferrarse convulsivamente a la generalidad abstracta del interés inmanente al sistema. Pero estos intentos se quedan también en lo abstracto y ya no pueden integrar movimientos sociales de masas, porque se autoengañan por lo que se refiere a las circunstancias reales de la crisis.

Esto es de aplicación sobre todo al caso de la exigencia de un ingreso de subsistencia o renta mínima garantizada. En vez de relacionar luchas sociales concretas de resistencia contra ciertas medidas del régimen de apartheid con un programa general contra el trabajo, esta exigencia lo que pretende es producir una generalidad falsa de crítica social, que sigue siendo, a todas luces, abstracta, inmanente al sistema y desvalida. La competencia social de la crisis no se puede superar de esa forma. Se presupone, de forma ignorante, que la sociedad global del trabajo continuará funcionando eternamente, ¿pues de dónde se va a sacar el dinero para financiar esos ingresos básicos garantizados por el Estado, si no es de los procesos de explotación exitosos? El que se fundamente en «dividendos sociales» semejantes (el propio nombre ya es muy significativo) tiene que apostar, a la vez, secretamente, por una posición privilegiada de «su» país dentro de la competencia global. Porque sólo la victoria en la guerra mundial de los mercados permitiría, provisionalmente, alimentar en casa a algunos millones de comensales capitalistamente «sobrantes» –excluyendo a la gente sin pasaporte nacional, por supuesto–.

Los artesanos de la reforma de la exigencia de ingresos de subsistencia ignoran, a todas luces, la autoría capitalista de la forma dinero. Después de todo, lo único que les importa respecto al sujeto capitalista del trabajo y del consumo de mercancías es salvar a este último. En vez de cuestionar la forma de vida capitalista en sí, lo que se pretende es seguir enterrando el mundo –a pesar de la crisis del trabajo– bajo avalanchas de malolientes montoncitos de planchas rodantes, feas cajas de hormigón y mercancía-basura de bajo valor, para que la gente conserve la única libertad miserable que todavía se pueden imaginar: la libre elección ante las estanterías de los supermercados.

Sin embargo, también esta perspectiva triste y limitada es completamente ilusoria. Sus protagonistas de izquierdas y analfabetos teóricos han olvidado que el consumo capitalista de mercancías nunca sirve sencillamente a la satisfacción de necesidades, sino que sólo puede ser siempre una función del movimiento de explotación. Cuando ya no se puede vender la fuerza de trabajo, hasta las necesidades elementales vienen a ser lujos que hay que reducir al mínimo. Y es justo para eso para lo que va a servir de vehículo el programa del dinero de subsistencia, a saber, como instrumento de la reducción estatal de costes y como versión pobre de la transferencia social, que viene a ocupar el lugar de los seguros sociales en colapso. Es en este sentido en el que el padre del neoliberalismo, Milton Friedman, ideó la noción de renta básica, antes de que una izquierda desarmada la descubriese como supuesta tabla de salvación. Y es con este contenido con el que se va a hacer realidad, si llega el caso.

Grupo Krisis, Manifiesto contra el trabajo

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