Diferències i espais de convivència.

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James Busby
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
No faltan expertos en subrayar siempre las diferencias. Y las hay. Y si es preciso, en procurarlas. Ahora bien, para encontrar las diferencias entre lo que parece igual se exige reconocer que hay algo común a partir de lo cual se distinguen. Eso es tanto como saber que el juego de las diferencias no se resuelve con el establecimiento de un original y de una copia, que de una u otra manera resultaría imperfecta al no ser idéntica a aquello que de algún modo imita. Esgrimir las diferencias a partir de la identidad en última instancia constata lo común. Y preestablecer cuál es la verdadera identidad supondría entrar en todo un juego de espejos y de simulacros. Por eso, sorprenden en este asunto quienes parecen estar llenos de evidencias y, aún más, dispuestos a que se abracen colectivamente. 
 
Supongamos que somos diferentes, lo que a la vista de lo más sustancial y decisivo, esto es, nuestra dignidad como seres humanos, exigiría un análisis de otro tipo. Pero, en efecto, desde ciertas perspectivas no carentes de importancia ni merecedoras de desatención, somos bien diferentes, lo que no impide que ello no haya de afectar a lo que se estime determinante. Resultaría llamativo que esto fuera una razón para eludir la presencia y la compañía en espacios de convivencia con quienes, por lo visto, no son como nosotros. De ser así, pronto constaríamos hasta qué punto todos tenemos una enorme capacidad de quedarnos solos. Y, si es preciso, de lamentarlo y de encontrar en los demás buenas razones, y considerarlos causantes, incluso culpables.

Podría decirse que estamos dispuestos a compartir y a convivir con otros, a pesar de que lo sean, esto es de que resulten efectivamente diferentes, pero de lo que se trata es de hacerlo, no a pesar de ello, sino precisamente por eso. En semejante diferir radica la tarea de la constitución de un espacio para la pluralidad de formas de vida.

En cualquier caso, no sería fácil establecer cuál es el nivel, o hasta qué extremo o umbral cabe situarse para estimar que es una diferencia insalvable. Su porcentaje soportable o insoportable resultaría tan confuso para marcar barreras como para definir con alguna certidumbre qué cualidades constituirían un factor capaz de intentar justificar una exclusión o una escisión. En este y en otros asuntos de perspectiva, la distancia y la situación resultan decisivas.

No siempre es más llevadero ni más aceptable encontrarnos con lo que se identifica con lo que ya somos, incluso buscar que los demás sean como nosotros. Además de ingenuo, no sería en absoluto aconsejable, ni siquiera más tolerable. Precisamente, en ocasiones nos resulta radicalmente incómodo hallar en los demás nuestras propias características o modos de ser. Y vernos en la tesitura de enfrentarnos con nosotros mismos en ellos. En el juego de las diferencias, lo interesante es dar con aquello a partir de lo cual pueden establecerse sin ser indiferencias.

No pocas veces nuestra única identidad parecería consistir en ser diferentes. Es más, recalcamos tanto todos el serlo que así constatamos hasta qué punto somos idénticos, aunque nuestra identidad radique concretamente no sólo en esa diferencia, sino en el modo singular de acentuarla y de vivirla. Puestos a ser diferentes basados en la singularidad, ella ha de ser el principio de la verdadera articulación. La adecuada diferencia es un principio de vinculación. Ser diferentes habría de unirnos, pero nada desvincula más que pretender ser en exclusiva diferentes.

En ocasiones basta fijarse un poco, con la mirada de la consideración o de la contemplación, para comprobar hasta qué punto una suerte común, un destino que no es preciso nombrar nos convoca en cada instante a la tarea de vivir. Cada quien se ve desafiado por sus propios límites, que no son barreras que le separan de los demás, sino las posibilidades extremas que reclaman ser llevadas hasta el final. Estos límites no separan, vinculan. No son fronteras, son fronterizos. Vérselas con esos márgenes como orillas para ir más allá o más acá de sí mismos es la labor singular y colectiva, y no el establecimiento de terrenos en términos limítrofes.

La exhibición de la singularidad como factor determinante para procurar modalidades de aislamiento la unifica con cualquier otra, hasta el extremo de difuminarla en una reivindicación que bien vale en todo caso. De este modo, lo presuntamente distinto sería literalmente de lo más común.

No se trata de reducir las diferencias, ni de esgrimirlas como autenticidad o razón de ser en tanto que valor constitutivo de la identidad. Solo en el corazón de lo que nos vincula late la radical singularidad, la de la palabra propia. La tarea de lograr que lo sea no se restringe a la simple toma de distancia respecto de las palabras ajenas, ni es más propia por ser más distinta, sino por lograr otro modo de identidad. Ese camino se recorre como conversación y no necesariamente se zanja. Pretender una identidad sin distancia, para a partir de ella establecer las diferencias, no es sino una abstracta desconsideración no solo con la diferencia, también con la identidad.

Semejante asunto, en estos tiempos difíciles y complejos, muestra, no siempre en todo su esplendor, su rostro sociopolítico. Ni la identidad es la plena satisfacción, ni la diferencia la gran justificación. Puestos a jugar a las diferencias no está mal reconocer las que se encuentran entre las que esgrimimos como argumento para su eliminación y las que ensalzamos para su entronización. Una vez identificadas, el juego finaliza. En esto consiste, en encontrarlas cuanto antes. Para que irrumpa lo común.

Ángel Gabilondo, El juego de las diferencias, El salto del Ángel, 10/01/2014

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