text 20: Daniel Innerarity: “No estamos ante un contagio, sino en medio de una sociedad contagiosa”
Deberíamos comenzar reconociendo que desconocemos cómo calificar y qué hacer en una crisis de estas características. Me da la impresión de que quienes menos van a aprender de esta crisis es quienes lo tienen todo claro. La humanidad se enfrenta en los últimos años a crisis que sobrepasan su conocimiento pero, sobre todo, donde se pone de manifiesto lo poco que sabemos en relación con catástrofes que son consecuencia de acciones concatenadas, interacciones fatales y debilidad institucional en el plano global, cuando ha tenido lugar un cambio de paradigma y seguimos bajo la rutina de las viejas recetas.
Me parece que, siendo una cuestión importante, ese es un debate de otro tiempo, keynesiano, cuando el asunto acuciante hoy es de qué modo gestionamos inseguridades e incertidumbres que se generan en un mundo acelerado, volátil e interdependiente. No estamos ante un contagio sino en medio de una sociedad contagiosa, que es algo distinto, una sociedad de protecciones débiles. Estamos experimentando desde hace tiempo la parte más preocupante de la interdependencia general que caracteriza al mundo globalizado: encadenamientos, contaminación, turbulencias, toxicidad, inestabilidad, fragilidad compartida, afectación universal, superexposición. Interdependencia equivale a dependencia mutua, intemperie compartida. Vivimos en un mundo en el que, por decirlo con lenguaje leibniziano, “todo conspira”. No hay nada completamente aislado, ni existen ya “asuntos extranjeros”; todo se ha convertido en doméstico; los problemas de otros son ahora nuestros problemas, que ya no podemos divisar con indiferencia o esperando que se traduzcan necesariamente en provecho propio. Este es el contexto de nuestra peculiar vulnerabilidad. Las cosas que nos protegían (la distancia, la intervención del Estado, la previsión del futuro, los procedimientos clásicos de defensa...) se han debilitado por distintas razones y ahora apenas nos suministran una protección suficiente. Lo único que nos puede salvar hoy es el conocimiento compartido y la cooperación.
Una dimensión que gana importancia con la crisis es la lógica institucional. No es un momento de grandes líderes que se dirigen verticalmente a sus pueblos, sino de organización, protocolos y estrategias. Todo esto va de inteligencia colectiva, tanto en lo que se refiere a la respuesta médica como a la organizativa y política. Por supuesto que es muy importante la comunicación que realice un presidente, pero mucho más nuestra capacidad colectiva de gobernar las crisis, que incluye su previsión y gestión. Es verdad que en buena medida nos encontramos en una crisis inédita que era muy difícil de anticipar, pero también lo es que nos encuentra con un sistema político infradotado de capacidad estratégica, demasiado competitivo, volcado en el corto plazo, oportunista y con escasa disposición a aprender. Y el valor clave de las instituciones es la confianza: venimos de una crisis de confianza en las instituciones, que no hemos sido capaces hasta ahora de recuperar.
Creo que todo esto tiene muy poco que ver con un supuesto retorno del Estado-Nación. Lo que vuelve como exigencia imperiosa es lo público, lo común, en relación con lo cual la estatalidad fue una forma grandiosa de expresión. Hoy la redefinición de lo público en un mundo como el que tenemos requiere otra manera de entender el poder, diferente de la soberanía estatal, tanto por encima o dentro del Estado, así como por lo que se refiere a la relación entre el Estado y su sociedad. Desde el punto de vista de eso común vivimos en Estados fallidos. Se defiende mejor lo público y común en los espacios en los que se ensayan formas de soberanía compartida: en la Unión Europea (a pesar de todas sus indecisiones y retrocesos), allá donde la soberanía es sustituida por la cooperación, también cuando somos capaces de pensar fuera de la contraposición entre lo estatal y la sociedad, en las formas incipientes de gobernanza global, en las comunidades de expertos transnacionales, en la sociedad civil organizada que protesta globalmente… Debemos aprender una nueva gramática del poder en un mundo que está constituido más por bienes y males comunes que por intereses exclusivos. Estos intereses no han desaparecido, por supuesto, pero resultan indefendibles fuera del marco del juego común en el que todos estamos implicados. Mientras que el antiguo juego del poder promovía la protección de lo propio y la despreocupación por lo ajeno, la superexposición obliga a mutualizar los riesgos, a desarrollar procedimientos cooperativos, a compartir información y estrategias. Hay que profundizar en ese debate que apunta hacia la gobernanza global, el horizonte que la humanidad debe perseguir hoy con la mayor de sus energías. Suena duro pero no tiene nada que ver con el pesimismo: gobernar los riesgos globales es el gran imperativo de la humanidad si no queremos que la tesis del final de la historia se verifique, no ya como apoteosis de una placida victoria de la democracia liberal sino como el peor fracaso colectivo.
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