text 35: Ana Carrasco-Conde, Enmarcar el marco: la norma y la gestación de la normalidad




Una norma es una escuadra y esta no es más que una plantilla que da la medida a seguir. De hecho, según Plinio y Vitrubio, la “norma” era denominada la herramienta del carpintero para asegurar el equilibrio adecuado de una estructura regulando el ángulo recto entre los tablones y que, por tanto, construía el orden mismo en base a sus medidas. Cuando algo la excedía nos encontrábamos ante lo “enorme” (enormis), literalmente lo irregular: lo que sale de la norma por no cumplir la proporcionalidad por su excesivo (excessivus) tamaño, traspasa (ex), etimológicamente, la línea de la medida al cruzarla (cedere). Cuando algo no respondía a la medida entonces estábamos ante lo anormal, es decir, aquello para lo que no había escuadra, regla o medida. Lo anormal es desde entonces lo excepcional (exceptio), lo que no se ajusta y desajusta, lo que no puede ser aprehendido (ceptus) por la norma y, por ello, se arroja fuera de ella (ex). Ciertamente, lo excepcional no puede generar norma, pero sí puede convertirse en normal a través de una gestión que, poco a poco, introduzca nuevas medidas. La excepción deviene norma. Dicho de otro modo, la normalidad nunca se da de golpe y nunca permanece inmutable, sino que se transforma continuamente cuando cambia la norma que da medida a lo normal. Para ello solo tiene que haber métrica, es decir, repetición de un patrón y que éste venga dado por un marco adecuado. La norma da el marco. Y por normal, pasa desapercibido. Entendida como marco, a través de la norma, elementos que pudieran parecer extraños quedan integrados en una concepción normalizada. Nos enmarcamos sin darnos cuenta. Propongo enmarcar el marco, es decir, dirigir hacia él nuestra mirada a través de lo que vemos por la ventana. La ventana no sólo tiene marco sino que este enmarca nuestro mirar. Veo familias sin poder salir de casa, a personas que cantan, perros que ladran, gotas recorriendo los cristales, veo a personas angustiadas, situaciones personales complicadas, personas increpando a otras por la ventana, veo aplausos y caceroladas.  
¿Qué no estamos viendo? ¿Qué es tan evidente y obvio que pasa desapercibido ante nuestros ojos? Algo se está colando por nuestras ventanas: una nueva normalidad por la que no preguntamos. No la de antes, por tanto, no aquella a la que esperamos volver cuando todo acabe, sino la que se está constituyendo ahora, la que se está gestando en el intervalo entre dos tiempos: el antes y el después del coronavirus. ¿Y si este intervalo entre un “antes” y un “después” no es un periodo de “suspensión” sino uno en el que se están fraguando nuestros modos de relacionarnos con nosotros mismos, con los otros y con las instituciones? Pensamos en salir de esta situación, pero, ¿y si volver a la normalidad de “antes” ya no es posible? ¿Y si tenemos que soltar esa anterioridad para ser conscientes de la normalidad que estamos constituyendo ahora? ¿Qué sociedad encontraremos cuando la tormenta se haya disipado? ¿Cuáles serán las ruinas? ¿Qué habremos sacrificado? ¿Qué marco nos está enmarcando y qué es lo que estamos normalizando? No se olvide que lo normal es un convenio artificial que cambia con el tiempo y las costumbres. 
Empecemos por lo más cercano. No es normal perder la noción del tiempo. No es normal que se diluya la diferencia que separa un lunes de un domingo. No es normal tener, en muchos casos, más trabajo ahora que antes. No es normal que, invadido el espacio por lo laboral, también se fagocite el tiempo personal.  No es normal que no existan horarios, que pocas personas los respeten. No es normal que el peso para “combatir” la pandemia recaiga sobre todo en la responsabilidad de los ciudadanos. No es normal la terminología bélica. Deberíamos resistirnos a emplearla: “alarma” significa un “estar en armas”, pero no estamos en un estado de guerra, sino en un estado de extremar el cuidado. ¿Contra quién luchamos? ¿Quién es el enemigo? ¿Un virus que no sabe de luchas, batallas y banderas? ¿Para quién salen las fuerzas del orden —es decir, las que velan por una “normalidad” que ahora parece no existir—? ¿El coronavirus cuando los ve sale corriendo? ¿Luchamos entonces contra los que incumplen la cuarentena? ¿Son los “otros” frente a “nosotros”? ¿Por eso les gritamos? Nos comienza a parecer normal hacerlo y lo justificamos. Y así increpamos a quien vemos salir a la calle, lo juzgamos como inconsciente e incluso vitoreamos a los agentes del orden cuando esa persona es reducida. Ciertamente es imprescindible por responsabilidad social mantener la cuarentena. Pero detengámonos sólo un momento. Observemos la escena. Quizá esa persona grite aterrada y pida socorro. Algo se nos está escapando y ese algo lo cambia todo. Hay quien sale de casa por egoísmo e inconsciencia, pero hay también quien, por motivos que desconocemos, no puede más. No todos somos igual de fuertes ni tenemos la misma capacidad de resistencia. Ignoramos qué situación se está viviendo en cada casa y qué ha podido llevar a salir de ella. ¿Quién cuida a los que están en casa? ¿Quién vela por la salud psicológica de los que mantienen cuarentena? ¿Cada uno es responsable de sí mismo? ¿Todos podemos con esta presión? ¿Y si estoy sola? ¿Y si no tengo familia? ¿Y si mi familiar está ingresado? ¿Y si no puedo más? ¿Y si siento angustia? Es necesario pensar a veces con empatía: no para justificar sus actos, sino para comprenderlos y poder así remediarlos a través de mecanismos institucionales: dotar de herramientas psicológicas para quien lo necesite, para quien ayude en los hospitales cada día, pero también con quien no pueda con el día a día del confinamiento. Se apela a la responsabilidad y eso es muy cierto. Pero la manera de aplacar la angustia no es nunca la coacción y la autovigilancia. A veces basta con un cómo estás por nuestra parte. Y con un teléfono institucional al que poder llamar. 

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