Els límits del relativisme.


... como vemos, el relativismo es antiguo. Es un viejo compañero siempre dispuesto a presentarse. Fue el acompañante necesario del primer escalón histórico en el conocimiento moral. Digamos que para una más afinada comprensión de las normas es preciso saber de su verdadera universalidad. Si por la misma cosa unos cantan y bailan mientras que otros lloran, se hace imperioso pararse a pensarlo. Por si la prudencia estuviera solamente de una parte. Pero esa es una de sus caras. Tiene dos: desde los inicios la filosofía lo tuvo como una buena ayuda para descartar certezas abusivas. Saber qué está bien es una; dudar de la demasiada certeza, la otra.
Ahora el problema es su vigencia. Aunque se ha presentado más o menos en escena durante los dos últimos milenios, no siempre ha enseñado los calcetines. Cuando las religiones ordenan el mundo posible no suele comparecer. Se duerme en una cueva. Despierta cuando la luz de la libertad ilumina la escena. La última gran entrada la hizo el relativismo hace relativamente poco y fue de la mano de ­Lévi-Strauss. Se había cerrado la II Guerra Mundial y creado la Unesco. El antropólogo fue invitado a dar la conferencia inaugural y propositiva, digamos, la declaración de intenciones. Y allí lo dijo: no existe manera mejor de ser un ser humano. Todas las culturas valen lo mismo. Todas se adaptan a su ambiente. Y, para rematar, aseguró que el progreso no existe ni tampoco se lo espera. Sí, es cierto que el antropólogo se corrigió a sí mismo 20 años después. Cuando escribió que la universalidad es el carácter formal de la naturaleza. Pero la piedra fundacional había sido colocada de nuevo. La piedra sobre la cual sólo cabe construir una cabaña. Pero nunca una casa. El relativismo campa en este momento de la globalización, aunque casi parece más una especie de cortesía que una convicción verdadera. Vale decir que damos por bueno no ofender sin que ello obligue a creer. Sabemos que no nos sirve ya, pero disimulamos. Falta poco para que nos demos cuenta de que es además anacrónico. Con él damos por buenas cosas de las que sabemos a la perfección que debieron ser abolidas para que fructificase. O sea, que, como Munchausen, nuestro falaz relativismo se sostiene tirando de sus propios cabellos.
Amelia Valcárcel, El relativismo, El País 29/02/2020

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