Lapidacions i virus.






Por aquel entonces la peste causaba estragos en la ciudad de Éfeso. Y Apolonio de Tiana, tras anunciar que acabaría con la epidemia, convocó a los efesios al teatro, donde hallaron a un forastero con la ropa harapienta y pinta de mendigo que parecía ciego y a quien describió como un enemigo de los dioses. Les ordenó que rodearan al desconocido, que cogieran tantas piedras como pudiesen y que procedieran a lapidarlo. Pero nadie parecía dispuesto a echar la primera piedra. Finalmente, después de que insistiera, uno de los presentes tomó la iniciativa. Y, cuando el mendigo respondió con una mirada penetrante y encendida de rabia que desmentía su supuesta ceguera, la multitud lo reconoció como un demonio y, presa de un fervor colectivo, empezó a apedrearlo. Al acabarse las piedras, Apolonio mandó que retirasen las que cubrían el cuerpo del forastero y vieron una bestia sanguinolenta que escupía espuma. Así se habría acabado con la epidemia de Éfeso, que dedicó una estatua a Heracles, el dios protector de la ciudad, en el lugar de la lapidación. Esto es, al menos, lo que cuenta Flavio Filóstrato en la Vida de Apolonio de Tiana , que escribió por encargo de Julia Domna, la mujer del emperador Septimio Severo. Y lo que recuerda René Girard en Je vois Satan tomber comme l’éclair , donde evoca esta historia para ejemplificar el recurso a la figura del chivo expiatorio.

Josep Maria Ruiz Simon, Más Lucrecio y menos Filóstrato, La Vanguardia 17/03/2020

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