Sense afectes no hi ha conceptes.
by Anthanas Sutkus |
Incluso
desenvolviéndonos en el seno de lo discutible, hemos de admitir que los afectos
son decisivos. Y no han de considerarse un aditamento o un complemento del
pensamiento. Ni algo lateral o secundario, cuando no un obstáculo o un
impedimento para la reflexión y el análisis. Y menos aún para la decisión
ajustada. Tal parecería que la tarea consiste en mantenerlos a buen recaudo,
al margen, evitando que contaminen momentos fundamentales de nuestra
existencia. En todo caso, quizá podríamos relegarlos a la esfera más privada. Desde
luego esgrimirlos en un contexto profesional se consideraría impropio de
alguien de nivel. Es cosa, se dice, de dejarlos de lado para que no intoxiquen
nuestra coherencia o perturben nuestra ecuanimidad.
Sin
embargo, no sólo impregnan nuestra
vida sino que a su modo la constituyen.
No hay crecimiento sin ellos y todo resulta mustio y seco hasta el punto de que
las ideas se nos ofrecen faltas de fuerza y de energía, como si estuvieran
pobladas de frío y de vacío. En no pocas ocasiones, la ausencia de una mano amiga próxima, de la cordialidad de una cercanía adecuada,
no de una insistencia sino de una intensidad, desarticula cualquier posibilidad
evidente de proseguir. Ahora bien, asimismo resulta definitivo carecer de la disposición de verse afectado.
Desde
la primera infancia es determinante importar
a alguien, incluso serle decisivo, que espere de nosotros, que nos espere,
que le esperemos. De no ser así, cimentamos alguna forma de fracaso. Ese
inicial abandono anuncia otros de diversa índole. La ausencia de afectos, el no
ser singularmente apreciado y querido produce una desarticulación de efectos
imprevisibles. Ahora bien, no se trata simplemente de la capacidad de recibir afecto,
sino de algo realmente no menos fácil, de darlo.
Una
cierta indefensión, algún desamparo, acompaña nuestra existencia, y aprender a
vivir con ellos es tanto como iniciarse en la labor de no culpabilizar una y
otra vez a los demás de nuestras carencias más constitutivas. Sin embargo, si
no cabe sostenerse en la compañía de los afectos de quienes buscan también a
nuestro lado, una profunda soledad, concebida ahora sí como ausencia e incluso
como pérdida, lo impregna todo.
Si se carece de afecto ni siquiera está claro desde qué instancia nos dirigimos a los otros, indicándoles, señalándoles, sugiriéndoles, cuando no demandándoles ciertos comportamientos. Nada menos educativo que la falta de afecto. Ni más delator. En cierto sentido, ello le restaría legitimidad a la labor de requerir algo de los demás. El buen afecto ni es permisividad ni es imposición, sino atenta consideración, cuidado, organización, exigencia y coherencia.
En
torno a los afectos se labra un mundo no sólo de emociones y de sentimientos,
sino asimismo de preferencias y de expectativas. Y no deja de ser
descorazonador encontrarse arrojado en un espacio compartido de avatares en el
que se carece de este decisivo suelo nutricio y fecundo en el que alguien puede
llegar a ser en verdad fructífero.
De
lo dicho no se desprende que hemos de promover una indiscriminada exaltación de
los afectos. No sólo porque con su evocación y en su nombre, y por supuesto
para nuestro bien –sin concretar demasiado de quién- se realizan acciones poco
presentables. Insistimos en que sin
afectos no hay conceptos, aunque en cierta medida sin conceptos se resienten los afectos. Y de ello no se desprende
que estos hayan de ser embridados por lo que Nietzsche denomina “la
necrópolis de las intuiciones”, que serían la única posibilidad de captar
la vida. Precisamente es cuestión de
reconocer la mutua pertenencia de
afectos y de conceptos y no de elaborar un combinado sino de
atender a sus raíces comunes, a ese rizoma de lo que no se deja resumir en un
conjunto de sentencias.
El arte de los afectos consiste, a decir de Deleuze, no sólo en la tarea filosófica de crear conceptos sino en la artística de crear perceptos. Son ellos los que se preservan, los que perviven en quien experimenta determinadas percepciones y sensaciones, más allá de los efectos más patentes o inmediatos. Y acompañan toda la vida. La ausencia de tales experiencias nos priva de la capacidad de una memoria de existencia que nos impulse y aliente.
Determinadas
formas de insensibilidad, cierta falta de sensualidad, alguna incapacidad de
emocionarse, la inviabilidad para sentir los problemas especialmente relevantes
a fin de abrirse al otro y a su palabra no pocas veces tienen su raíz en la carencia o en la desarticulación de los afectos. Pero no es cosa de añorarlos sin
más o de levantar acta de lo sucedido, confundiendo el análisis con la
descripción de un estado de cosas. La falta de afecto no se afronta sino con
afecto. Ciertos indicios, algunos síntomas, determinados comportamientos no se
resuelven ni disuelven únicamente con él, aunque sin afecto no hay salida con
visos de realización. Si en alguna medida no somos queridos y comprendidos, en
cierto modo nos resultará inviable, o al menos extraordinariamente
problemático, querer y comprender. No es hacerlo para que sea una devolución,
es que recibir afecto viene a ser una condición de posibilidad, de otras y mejores
posibilidades.
La
escuela de los afectos no se limita a su adquisición o a su transmisión. Se
trata de generar y de crear espacios de
relación y de convivencia, para empezar consigo mismo, a fin de que uno sea
a su vez capaz de verse afectado, de sentirse concernido, involucrado en la
suerte de otros, en un destino común. Los afectos no son mera acción, sino
también pasión. Pero paradójicamente nos constituyen en agentes de esa pasión.
Aprender a procurarlos modifica la idea misma de que sólo es cuestión de
padecerlos. Quizás entonces únicamente desde determinada distancia, la de una cercanía sin afán de posesión, puede
alumbrarse la capacidad de responder a los desafíos de la existencia. Nada
suple esa palabra y esa mirada.
Ángel Gabilondo, El arte de los afectos, El salto del Ángel, 01/11/2013
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