"Seguretat", la paraula que ho justifica tot.
El vocablo “seguridad” lo justifica todo. Justifica el espionaje, la intromisión, la injerencia, palabras todas ellas incluidas en el campo semántico de la caradura.
La voz “seguridad” seduce a la vez que tranquiliza: las autoridades
nos garantizan la seguridad, aunque para ello incurran en provocarnos
alguna molestia como la pérdida de libertades o menudencias como
renunciar a la dignidad y la autoestima. Las autoridades nos protegen
así de unos asaltos mientras nos perpetran otros.
“Seguro” procede del latín securus y se formó sobre cura: “cuidado”, “atención”. Equivale por tanto a “sin cuidado” (sin peligro). “Seguridad” se define en el Diccionario
como la “cualidad de seguro”. Y “seguro” significa “libre y exento de
todo peligro, daño o riesgo”. Eso es lo que nos ofrecen, por tanto:
estar a salvo de “todo peligro”, de “todo daño”, de “todo riesgo”, donde
el vocablo “todo” manifiesta una idea sin fisuras para confiar en ella a
pies juntillas.
El juego de la palabra nos hace creer, pues, que la seguridad puede
garantizarse. Pero pocas cosas son seguras al cien por cien, y por tanto
pocas cosas son seguras.
Se establecen así “medidas de seguridad”, dándola por completa para
que nos sintamos a resguardo; nunca “medidas de precaución” o “medidas
de prevención”, expresiones que ofrecerían más sinceridad pero quizá
mayor resistencia.
“¿Tiene seguridad en su tienda?”, se le pregunta al dueño para
venderle la alarma o la vigilancia. Y los organismos encargados del
asunto se llaman Agencia Nacional de Seguridad, Consejo de Seguridad,
Secretaría de Estado para la Seguridad... Nunca cambiaron de nombre tras
un atentado que los demostró inseguros, o tras vulnerarse su
“seguridad” informática como ahora.
En el avión nos avisan de que no hagamos según que cosas para que no
afecten a la seguridad del vuelo. En realidad, afectarían a la inseguridad
del vuelo. Si el viaje fuera seguro, nada podría alterarlo. Una
paradoja similar a la de “seguro de vida”, sintagma que parece asegurar
lo más inseguro, pues la única seguridad de la vida consiste en que
algún día la perderemos.
La trampa de lenguaje se aprecia bien cuando un político anuncia que
se va a “acrecentar la seguridad”, lo cual la vuelve relativa frente a
esa imagen de idea completa que estábamos acomodando en nuestra memoria.
Y luego la reproduce, quizás sin darse cuenta, un coronel de la Guardia
Civil que se dirige a sus agentes en el día del Pilar: “Gracias por
acrecentar la seguridad en todos los pueblos de Cádiz”. Y se cuela en el
discurso de un jefe de comandancia segoviana que se despide del puesto
tras haber contribuido a “acrecentar la seguridad de personas y bienes”.
El pasado febrero, Barack Obama hablaba en su discurso a la nación
sobre la necesidad de contar en sus fronteras con una “sólida seguridad”
(otro pleonasmo para la sospecha).
La delincuencia triunfará luego ocasionalmente frente a los
controles, las alarmas, la vigilancia, pero entonces olvidaremos que se
habían tomado medidas de “seguridad”, incluso acrecentadas.
No estamos proponiendo que desaparezca la protección, sino que
desaparezca el engaño; que no nos hablen de “medidas de seguridad” que
todo lo justifican, sino de cuidado, de prudencia... O de espionaje. Los
abusos que sufrimos se pueden llamar también medidas de control, a
veces de control arbitrario y absurdo; o de vigilancia, a menudo
estrecha o invasiva.
Hasta ahora las sufríamos los ciudadanos en los aeropuertos o en
teléfonos y computadoras. Ya hemos sabido que las medidas de seguridad
les pueden afectar incluso a los jefes de Gobierno, que paradójicamente
se descubren inseguros. Nosotros las soportábamos silenciosos. Ellos, en
cambio, piden explicaciones, citan embajadores o elevan protestas. Y
luego, más tranquilos, se responden unos a otros, a fin de que los
oigamos: “Es por la seguridad”. Una palabra muy cara para las
prestaciones que ofrece.
Alex Grijelmo, La seguridad es insegura, El País, 03/11/2013
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