Cada religió genera el seu propi ateisme.
En principio, la relación con Dios nos deja solos, igual que una relación intensa con lo común,
pues supone –al menos por un momento- el fin de nuestra cómoda
metafísica de las oposiciones: sujeto y objeto, el individuo y la
colectividad, etc. Este solipsismo es al menos la imagen de concentración
de quien ora, la soledad de su revelación. El mundo se precipita en un
punto y permanecemos sordos y torpes para todo lo demás. El sentido de
la belleza nos extravía, dice Joyce en Ulises. En un principio,
un visionario, un creyente, un revolucionario o un santo siempre están
solos en sus momentos cruciales. De ahí también la experiencia de terror
de Zaratustra ante el Eterno Retorno: inicialmente, el vértigo de ese
pensamiento abismal le deja sin amigos y sin animales, resulta
incompatible con la comunidad de la vida corriente. “Los bienes inmensos
de Dios no caben sino en corazón vacío y solitario”, escribe Juan de la
Cruz. Sólo después la soledad deviene sonora, lo inconcebible
adviene a la superficie y puede reconciliarse con la dulce necedad de
los días, o con su metamorfosis. Sólo después se puede decir, con
Badiou: “Un comunista nunca está solo”. En la versión de Ulises: “Las revoluciones que rehacen el mundo nacen de las visiones solitarias de un campesino en la ladera”.
De todos modos, sea cual sea el sentido que se le otorgue a lo
sagrado, nadie discutiría que una de las tareas del pensamiento
contemporáneo –no sólo por el peso de la religión en el llamado “choque
de las culturas”- es pensar el fenómeno de la religión. Y la religión no
como un residuo de otros tiempos, o depósito de todo lo soñado y no
realizado, sino también como una "parte maldita" del presente que no
hemos conseguido civilizar. Tanto desde la tradición judía e islámica,
como desde la cristiana, la religión ha vuelto en estos últimos años no
sólo como una de las pocas excepciones "correctas" a la marea general de
la deconstrucción –esa fiebre que ha pretendido liquidar el hombre, la
historia, el arte-, sino como una espiritualidad compatible con lo que
llamamos democracia. Con demasiada facilidad, sin embargo, tanto la
"religión" como la "ética" que hoy regresan en su uso privado, dejan
libre el terreno público para la poderosa cultura del mercado, una
ideología que de hecho adelgaza toda dimensión irreductible en
la existencia al precio de glorificar la democracia liberal –en suma, el
fetichismo de la macroeconomía- hasta niveles semidivinos. Niveles que,
de hecho, coartan las posibilidades de pensar lo inconsumible
(Pasolini) en el presente común, algo de lo que las religiones daban
cuenta. La intención de este primer capítulo, centrado en el evangelio
de san Juan, es rescatar el escándalo del abismo real, de un
absoluto inmediato que relativiza la mitología económica y la sacrosanta
gestión social del presente. En el lenguaje de un libro temible, poco
sospechoso de connivencias con las muchas Iglesias que nos gobiernan, se
trata de pensar “una física que reserve a cada ser y a cada situación su disposición al milagro”.
Como muestra de manera impresionante la corta vida y la escritura de Simone Weil, el reto que la experiencia
de la religión impone al pensamiento es el del sentido de lo real
abismado en la muerte, la afirmación de lo incomprensible que alienta en
la comunidad humana. Una afirmación de lo imposible, dirían Blanchot y
Foucault, no positiva, no traducible al campo del saber y que libra a la
existencia singular de las habituales dependencias externas. En este
punto, después de Nietzsche y Kierkegaard, de Weil y Benjamin,
retroceder ante la religión es retroceder ante la radicalidad del materialismo,
ante la presencia en lo real de algo inaccesible al conocimiento.
Retroceso que es doblemente peligroso cuando, por otra parte, la antigua
función policial de las iglesias –que tanto indignaba a Marx- encuentra
su relevo actual en el cuerpo social secularizado, que el marxismo
tanto ha contribuido a reforzar. Ya Chesterton recordaba en algún lugar
que “el problema que conlleva dejar de creer en Dios es que terminas creyendo en cualquier cosa”.
Posiblemente, vista desde la soberanía más o menos secreta de la vida
mortal, toda sociedad es patética. Más que ninguna, lo es aquella que
pretende haber superado las sombras y la infamia de antaño y mira por
encima del hombro a los hombres "atrasados" que se limitan a sobrevivir y
creer, como si la vida pudiera ser otra cosa. En tal aspecto, cambiando
una religión revelada por otra secular –no menos revelada que la
anterior-, pocas sociedades han sido más miserables que la nuestra.
Fuera de una delicada intimidad que jamás debe tomar la palabra
públicamente, aunque esto nunca se exprese así, para nuestra poderosa
elite ilustrada Dios es una idea de pobres, de déspotas e ignorantes.
Claro está que se va a intentar aquí, partiendo de la base de que la
verdad siempre anida en las vacilaciones de lo mayoritario, una lectura
"minoritaria" del Evangelio. No para fortalecer a la religión con la
filosofía –¿qué necesidad tiene aquélla de ayuda?-, sino para enriquecer
la libertad del pensamiento, mostrando al mismo tiempo los ecos
venerables de una insurrección que siempre ha tenido un sesgo
“irracional” o mítico. Utilizaremos la narración religiosa en favor de
una experiencia común que, en el fondo, no puede tener más Dios que su
propio desamparo empuñado. En última instancia, la base real de
la religión, que le permite resurgir una y otra vez –incluso con el
ropaje de causas laicas triunfantes-, estriba en la circularidad de una
vida humana cuyo ser mismo se juega en sus modos de ser, re-ligando
existencia y esencia, singularidad y mundo, excepción y regla. En el ahí
de la existencia, todo “más allá” debe ser acercado. Todo lo que es
necesidad debe ser transformado en tarea, clausurando de este modo las
determinaciones externas y tradicionales sobre el hombre. La libertad no
remite entonces a un bien concreto que algún régimen general del
pensamiento pueda administrar, sino al eterno retorno de un enigma que
constituye el suelo del hombre. La libertad parte siempre de asumir una
fatalidad inicial, de atravesar y darle forma a algo nodal que no ha sido elegido.
Todas las religiones instituidas, también el cristianismo, son
parábolas acerca de una experiencia cotidiana de lo imposible que no se
deja encerrar en doctrina alguna.
Aunque sólo sea por el poder social y político que ha rodeado al
cristianismo histórico, es comprensible la preferencia de la filosofía
contemporánea por el Antiguo Testamento. Sin embargo, hay una forma de
leer el Nuevo Testamento que no tiene nada que ver con los tópicos
antropocéntricos, menos aún eclesiásticos; ni es tradicional, ni
ingenuamente "humanista". De hecho, aparte del ejemplo turbador de
Simone Weil, tal vez sólo se puede seguir el rastro ontológico del
sentido evangélico con Kierkegaard, Nietzsche y la filosofía
contemporánea –que va tras ellos- en la mano. Paradójicamente, se dan
ciertas verdades religiosas que sólo la vocación laica del pensamiento
puede revelar, contribuir a organizar. Los libros de Badiou y Agamben
sobre la figura de San Pablo y la reversión interna de la finitud, son
una muestra reciente de ello. Cada religión genera su propio ateísmo,
una pasión por las arrugas de la materia; cada materialismo reclama una
religión que lo envuelva. Para dar cuenta del laberinto de la
inmediatez, hace tiempo –tal vez desde Leibniz y el Barroco- que la
tarea es dejar en segundo plano algunas oposiciones canónicas e intentar
practicar una especie de teología para ateos.
Por lo pronto, podemos leer de nuevo el mensaje filosófico y político
del cristianismo con tal de que renunciemos a un prejuicio típicamente
moderno, al cual no es ajeno cierto "Heidegger" más o menos oficial. Con
tal, en suma, de que barajemos la posibilidad, absolutamente insensata,
de que el abismo de la trascendencia sea algo esencialmente inmanente, algo que impide a la carne encontrar asiento en ningún presente meramente científico,
social o histórico. Llegados a este puerto, la muerte es otra
experiencia, así como la cadena de miedos que da consistencia a nuestra
orgullosa sociedad. Si bien es cierto que el espíritu
nace “tarado con la maldición de estar preñado de materia” (Marx) no lo
es menos –como reconoce a veces la física contemporánea- que toda
materia se presenta habitada por una alteridad espectral, una
indeterminación de fondo que hace del “materialismo” la palabra más
equívoca del mundo. Sólo el oscurantismo laico triunfante nos ha
permitido olvidar esa duda. En este punto, ciertas radicalidades
contemporáneas caídas de Nietzsche –de Heidegger a Lacan- no son más que
el eco limitado de una verdad material que, entre nosotros, sólo han podido formular los místicos y los poetas.
Si atendemos a Nietzsche, es el “platónico” antimaterialismo
de la secularización moderna el que le otorga una pertinencia cognitiva
constante a la experiencia religiosa. El problema de la trascendencia
–de la trasinmanencia, diría quizás Nancy- no es lo que haya
“más allá” del aquí y el ahora, al otro lado de esta escena o de una
vida terrenal. Al contrario, la cuestión que obsesiona al hombre y que
hace prácticamente imposible que lo religioso no acabe triunfando en el
cuerpo social –aunque sea a través de una mitología estatal y laica-, es
lo que hay aquí, ahora. Qué hay en la inmediatez real
que resulta inconcebible para nuestra mentalidad newtoniana, racional e
ilustrada. Éste es el problema objetivo y subjetivo de la religión, el
que le otorga siempre una ventaja conceptual en medio del cientifismo
moderno, de su –digamos- oscurantismo radiante. En otras palabras, no se
trata sólo –lo cual es empíricamente cierto- de que las religiones
broten del culto al “misterio de la muerte”, al reino de los muertos,
sino de que lo religioso nace de una experiencia que es mortal antes de la primera muerte. De una muerte anterior, en suma, presente en la más alta o dulce vitalidad. Éste es el problema; en palabras de Nietzsche: “El simple mirar –¿no es mirar abismos?”.
Nuestro grandioso y diario género de terror –antes informativo que
cinematográfico y literario- es solamente una versión nihilista y
espectacular de esta latencia espectral que sigue, para
desconsuelo de la modernidad, en la experiencia más inmediata de lo
real. Una versión curativa y terapéutica, también –y de esto no se libra
el mismísimo Hitchcock-, pues se trata en ella de convertir la angustia
ante la sombra real en un peligro particular y localizado que se
acerca. Es sabido, por lo demás, que en el pensamiento contemporáneo,
las laberínticas reflexiones de Martin Heidegger, de Walter Benjamin o
de Jacques Lacan –de las cuales Adorno nunca entendió mucho-, no serían
nada sin esa lejanía arcaica que sigue pulsando en el ser real. El
maestro de esta verdad pueril es Nietzsche, pero siempre es demasiado
pronto para volver a él en este punto, en cuanto al significado literal y
simple del Eterno Retorno.
Ignacio Castro Rey, Sacer, fronteraD, 02/11/2013
Comentaris