Adolf Hitler: "La gran massa és femenina".
En el verano de 1925 las ancianas campesinas llevaban en Alemania la esvástica en sus batas de trabajo. Lo cuenta el historiador Ian Kershaw en su biografía de Hitler
(Península; Barcelona, 2010). Enseguida explica que era fácil deducir
que no tenían ni la más remota idea de los objetivos de los nazis. “Pero
estaban seguras de que el gobierno era incompetente y de que las
autoridades estaban despilfarrando el dinero de los contribuyentes.
Estaban convencidas de que ‘sólo los nacionalistas podrían salvar a la
gente de esta presunta miseria”. Todavía no se había producido el crack
de 1929, que complicaría las cosas todavía más, pero desde principios
de los años veinte las cifras no eran buenas. “El país estaba en
bancarrota, la moneda carecía de valor y la inflación se había disparado
vertiginosamente”, cuenta Kershaw. Se estaban dando, pues, las
circunstancias idóneas para que prendiera en una parte significativa de
la población un mensaje de redención nacional que prometiera un futuro
radiante. Adolf Hitler iba a ser el encargado de agitarlo a los cuatro
vientos. Había publicado ese mismo año de 1925 Mein Kampf (Mi lucha). La
filosofía contenida en aquel escrito, resume Kershaw en dos trazos, “se
reducía a una visión maniquea y simplista de la historia como una lucha
racial en la que la entidad racial superior, los arios, estaba siendo
debilitada y destruida por la entidad inferior, los parásitos judíos”.
El enemigo estaba identificado. Como Alemania había quedado, además,
seriamente tocada tras el Tratado de Versalles, que consagró su derrota
en la Gran Guerra, la población se sentía íntimamente herida, maltratada
por los vencedores, humillada. Tocaba pues juntar ambos extremos y
producir el cortocircuito: la furia y el odio, alimentados por el
victimismo, y la identificación de un culpable. En febrero de 1921 se
redactaron los 25 puntos del nacionalsocialismo, con lo que el
movimiento se puso en marcha. Avanzó a lo largo de la década de manera
imparable. El 30 de enero de 1933, Hitler juró como canciller del Reich.
Un periódico católico definió lo que estaba pasando como un “salto a la
oscuridad”.
Hitler había llegado al poder. Goebbels, uno de sus más estrechos colaboradores, improvisó entonces un desfile de antorchas. Kershaw apunta que el espectáculo fue “inolvidable, emocionante, embriagador”. Resulta significativo que, tras una de las primeras victorias de los nacionalsocialistas en unas elecciones, en el Estado de Turingia en diciembre de 1929, Hitler exigiera los ministerios de Interior y de Educación. “Quien controle esos ministerios y explote de forma implacable y constante su poder en ellos, puede conseguir cosas extraordinarias”, observó entonces, lo que dice mucho de su manera de entender la política. El siguiente paso que dio el partido fue introducir a sus militantes en los clubes y las asociaciones de las distintas comunidades provinciales. Conseguían asegurar así que la simplicidad de su mensaje fuera calando en los reductos más pequeños y desde ahí se extendiera por todas partes. El esquema se ajustaba a las ideas de Hitler, para quien “la política era la propaganda y, en lo esencial, lo seguiría siendo siempre: una movilización incesante de la masas a favor de una causa que seguir ciegamente, no ‘el arte de lo posible”, escribe Kershaw. Unas cuantas frases del propio Hitler resumen a la perfección su estrategia. “La gran masa es femenina. Su actitud es parcial y sólo conoce el duro ‘todo o nada”, dijo. Y también: “Lo que es estable es la emoción: el odio”. Y otra más: “El talento de todos los grandes líderes populares ha consistido en todas las épocas en concentrar la atención de las masas en un único enemigo”.
Tenía ese talento. Y supo enardecer a las masas explotando sus
instintos más bajos. Poco tiempo después de llegar al poder, quiso
concentrarlo por completo en sus manos. Para entonces ya había destruido
a los demás partidos y a las elecciones del 12 de noviembre de 1933
solo se presentaron los nazis. Obtuvieron el 91,2% de apoyo. Los
alemanes se habían rendido a su líder, abandonando toda razón,
enceguecidos por su imponente despliegue de fuerza y poder. Lo peor
todavía no había empezado.
Perezoso, resentido, rebelde, huraño, obstinado y sin objetivos.
Tenía frenéticos ataques de entusiasmo y una total falta de realismo. Autodidactismo dogmático,
extravagancia, egocentrismo. Arrebatos repentinos de ira y cólera. Fue
un fanático de la guerra y un soldado entregado. Carecía de sentido del
humor. Adoraba a Wagner, sus historias de lucha titánica y redención, de
victoria y muerte. Kershaw se pregunta
al principio de su libro: “¿Cómo podemos explicar que alguien con tan
pocos dotes intelectuales y tan escasos atributos sociales, alguien que
estaba totalmente vacío fuera de su vida política, inaccesible e
impenetrable incluso para quienes formaban parte de su entorno más
íntimo, al parecer incapaz de mantener una amistad verdadera, sin la
formación que proporcionan los altos cargos, sin tan siquiera la menor
experiencia de gobierno antes de convertirse en canciller del Reich
pudiera, pese a todo, tener una repercusión histórica tan inmensa y
hacer que el mundo entero contuviera la respiración?”. La respuesta no
es fácil y el historiador británico intenta darle forma en las dos
entregas de su biografía (más de 1.300 páginas en la versión sintética
reunida en un único volumen). Acaso la observación de Hannah Arendt
tenga en este punto alguna relevancia: Hitler consiguió convencer a una
gran mayoría de alemanes de que con él entraban “al cauce por el que
discurría la Historia”. Quedaron seducidos, saltaron a la oscuridad.
José Andrés Rojo, El salto a la oscuridad, El rincón del distraído, 06/11/2013
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