Rancière i el dany.



La revolución del habla sucede cuando las palabras del logos a las que no tenían acceso quienes no eran actores políticos reverberan en sus cuerpos y en sus formas de comportarse. Emplean palabras que les estaba prohibido pronunciar, esas con ls que se gobierna, con las que se castiga o con las que se designa lo que es justo. Esas palabras no pertenecen a nadie, por eso deben estar al alcance de todos lo que se atrevan a inscribirlas en prácticas diferentes, a reescribir las descripciones del mundo que son, a la vez, su marco y su creación. Como expresa Rancière, mediante una frase llena de fuerza, estas gentes "se apoderan de palabras que no estaban destinadas a ellos", de espacios, de funciones, de movimientos que les estaban vetados. Al usarlas y poner en práctica su fuerza demuestran que existen, que poseen capacidad política y que pueden tomar parte en el gobierno de los asuntos comunes. Durante mucho tiempo me he preguntado si esto significa hoy que cualquiera puede ser un buen político (suponiendo que lo que quiera que hagan pueda llamarse "política") y creo que no, que el sentido más profundo de esta idea es que un buen sistema político es aquel en el que se garantiza que esta posibilidad está abierta, de iure y de facto, a cualquiera. 

Cuando a los seres se les enseña desde pequeños lo que es y no es su lugar en el mundo, lo que pueden y no pueden hacer, quiénes son "iguales", a quiénes, etc., no solo se produce una afrenta de carácter moral a un solo ser humano, sino una perturbación injusta y arbitraria del carácter compartido del mundo que tenemos, queramos o no, en común. Esto es lo que Rancière llama, con toda la gravedad y profundidad que carga esa palabra, "daño". Y ese daño es un problema de todos, es decir, un problema político.

Alicia García Ruiz, Impedir que el mundo se deshaga, Los libros de la catarata, Madrid 2016

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