La desobediència civil segons Arendt (Alicia García Ruiz).



Fiel a su acostumbrado procedimiento de deslindar antes de juzgar, Arendt intenta aislar las características de la desobediencia civil frente a otras formas de desacato de la ley, basadas en la transgresión pura, como es el caso del criminal o bien en una objeción de conciencia de exclusivo carácter individual. Una vez más, el desafío es definir el sentido específicamente político de estos fenómenos. Su apuesta inicial es tan firme como atrevida: las minorías disidentes tienen un papel en el proceso constitucional, precisamente en virtud de que lo que hay implicado en la desobediencia es una manifestación del poder-hacer. El problema es casi irresoluble: la desobediencia civil es compatible con el espíritu de las leyes, pero resulta sumamente difícil incorporarla al sistema legal y justificarla sobre bases puramente legales, pues falta todavía el lenguaje y la política específicos para ello.

Para comprender la potencia y alcance de la desobediencia civil en la vida política de la república es necesario, en primer lugar, dignificar y resemantizar el papel del desacuerdo y, en segundo lugar, establecer firmemente la naturaleza común y compartida del mismo a fin de que adquiera una verdadera dimensión política. En lo que se refiere a lo primero, el disentimiento no es una opción entre pares: forma parte constitutiva de la vida política, en tanto cualquier comunidad se vuelve despótica allá donde se reprime con violencia el derecho de disentir. La cuestión es qué papel se le concede. Arendt señala un aspecto fundamental y usualmente desatendido: el disentimiento no es un acto personal cuyas consecuencias se limiten a la vida del individuo, sino que posee una verdadera dimensión estructural en la comunidad política. El disentimiento no es un conflicto individual de conciencias frente a la ley: no basta con definir algo como "injusto", sino que es preciso señalar en qué marco es injusto. "La rabia no es en absoluto una reacción automática ante la miseria y el sufrimiento como tales; nadie reacciona con rabia ante una enfermedad incurable, un terremoto o condiciones sociales que parecen inmodificables. La rabia solo brota allí donde existen razones para sospechar que podrían modificarse esas condiciones y no se modifican". Desde esta perspectiva, la posibilidad de desobediencia no solo no es marginal y disfuncional, sino que es la dimensión estructuralmente constitutiva del asentimiento, pues este solo pude darse cuando es voluntario, es decir, cuando existe la oportunidad real de disentir: "Quien sabe que puede disentir, sabe que, de alguna forma, asiente cuando no disiente ".

Para Arendt, el conflicto con ciertas leyes que se produce en el fenómeno de la desobediencia no es un enfrentamiento meramente personal con la estructura legal, sino algo de naturaleza política, razón por la cual no puede ser adecuadamente comprendido ni justamente juzgado si nos limitamos a la relación moral del ciudadano particular con la ley. Este planteamiento individualista y abstracto de la cuestión constituye "un extraño y no siempre feliz matrimonio teórico, de la moralidad y de la legalidad, de la conciencia y de la ley", que impide comprender el fenómeno en su especificidad política y en la totalidad de sus consecuencias positivas para la vida pública. La desobediencia civil habría de ser incorporada en la vida institucional como un correctivo. Pero esta posibilidad está obstaculizada por nociones erradas de asentimiento que orillan la discrepancia, por la relación no representativa sino coactiva con las instituciones y por una manera individualista-moral de entender la obligación del ciudadano para con la ley. En un plano específicamente político, se entiende bien desde este punto de vista su crítica a los modelos individualistas clásicos de contrato social y las ideas de asentimiento que se desprenden de ellos. Están basados en una relacionalidad de carácter vertical y no en la mutualidad. Son contratos, sea con Dios o con el Estado, de carácter no recíproco. Para Arendt, no obstante, la horizontalidad es el modelo más flexible y fiable: "Todos los contratos, pactos y acuerdos descansan en la reciprocidad" en un carácter horizontal y compartido y "la gran ventaja de la versión horizontal del contrato social es que esta reciprocidad liga a cada miembro con sus conciudadanos". Ni lo hace a través de la tradición ni tampoco de la fuerza de una mayoría, sino a través de la promesa mutua. "El único deber estrictamente moral del ciudadano es esta doble voluntad de dar y de mantener una fiable seguridad respecto de su futura conducta, que constituye la condición prepolítica de todas las otras virtudes, específicamente políticas". Lo que está en primer plano, pues, no es la integración con una comunidad homogénea o el sometimiento a un soberano capaz de destruir a todos, sino el "arte de asociarse juntos", la capacidad de cooperación (Arendt, 1998: 101). Este "arte de asociarse" implica por principio una pluralidad irreductible a una sola voluntad homogeneizadora. Un contrato horizontal "presupone una pluralidad que no se disuelve, sino que se conforma en una unión e pluribus unum. Si los miembros individuales de la comunidad formada decidieran no conservar una autonomía restringida, si decidieran desaparecer en una completa unidad tal como la union sacrée de la nación francesa, todo lo que se pudiera decir acerca de la relación moral del ciudadano con la ley sería mera retórica ".

El paso siguiente que emprende Arendt va mucho más allá, reivindicando a gobierno y legisladores el reconocimiento de los movimientos disidentes como actores políticos colectivos, testimonio de esa pluralidad irreductible, que deben participar de pleno derecho en competencia con grupos de presión o con la mayoría misma: "Sería un acontecimiento de gran significado hallar una hornacina constitucional a la desobediencia civil, de no menos significado, quizás, que el hecho de la fundación de la constitutio libertatis hace casi doscientos años". Existen muchísimos ejemplos históricos que muestran el poder de cambio de estas minorías activistas sobre la mayoría moral, pero "la mayor falacia del debate actual" sobre la disidencia, dice Arendt, "es la presuposición de que estamos tratando de individuos que se lanzan subjetivamente y conscientemente contra las leyes y costumbres de la comunidad [ ... ] La realidad es que tratamos con minorías organizadas que se lanzan contra mayorías supuestamente inarticuladas aunque difícilmente 'silenciosas'. Y creo que estas mayorías han cambiado en modo y opinión hasta un grado sorprendente bajo la presión de las minorías".

Frente a un enfoque penal de la desobediencia, emplaza a que los tribunales reconozcan un enfoque político a la hora de juzgarlos: "Resulta desafortunado que nuestros recientes debates se hayan visto en buena parte dominados por juristas porque ellos encuentran una dificultad especial en reconocer al desobediente civil como miembro de un grupo y prefieren verle como un transgresor individual [...] no le importa el Zeitgeist o las opiniones que el acusado pueda compartir con otros y trate de presentar al Tribunal". La desobediencia civil entendida como potencial de renovación institucional es expresión de la capacidad común de asociación desde el disentimiento que para Arendt es constitutiva de una comunidad política libre. La respuesta gubernamental ante ella no puede ser solo jurídica. La advertencia arendtiana de intentar incorporar la desobediencia como momento plenamente político y fuente de renovación constitucional responde a la fundada intuición que desempeñarán estas acciones en un mundo donde la libertad concebida como participación política está cada vez más amenazada por poderes no electos y no democráticos, ajenos a las instituciones políticas, pero con una indudable capacidad de coacción e influencia sobre las mismas. El mundo que viene, sospecha Arendt, presenciará una situación de emergencia histórica en la que la discrepancia será absolutamente imprescindible: "Tal vez se precise una situación de emergencia antes de que podamos hallar un lenguaje cómodo para la desobediencia civil no solo en nuestro lenguaje, sino también en nuestro sistema político".

La inteligencia política de Arendt, en suma, consiste en haber comprendido las tensiones a las que se iba a someter el Estado nación moderno y el desafío que supone conciliar las necesidades de estabilidad institucional con una concepción específicamente política de la libertad, a la luz del pathos revolucionario que dio origen a la modernidad política ¿Cómo solventar un problema de escala como el que describe en una unidad organizativa, el Estado nación, que ya es demasiado grande para una democracia directa y cuyas formas de participación son demasiado pequeñas para dar satisfacción a la libertad política? Su respuesta no es satisfactoria, pero al menos sí bastante honesta; la partida sigue abierta:

Los consejos dicen: queremos participar, queremos discutir, que-remos hacer oír en público nuestras voces y queremos tener una posibilidad de determinar la trayectoria política de nuestro país. Como el país es demasiado grande para que todos nosotros nos reunamos y determinemos nuestro destino, necesitamos disponer de un cierto número de espacios públicos. La cabina en la que depositamos nuestros sufragios es indiscutiblemente demasiado pequeña porque solo hay sitio para uno. [ ... ] En manera alguna necesita ser miembro de tales consejos todo residente en un país. Ni todo el mundo desea, ni todo el mundo tiene que preocuparse de los asuntos públicos. [ ... ] Quien no esté interesado en los asuntos públicos tendrá que contentarse con que sean decididos sin él. Pero debe darse la oportunidad a cada persona. En esta dirección veo yo la posibilidad de formar un nuevo concepto del Estado. Un Consejo Estatal de este tipo, al que debería ser completamente extraño el principio de soberanía, resultaría admirablemente conveniente para federaciones de los más variados géneros, especialmente porque en él el poder sería constituido horizontal y no verticalmente. Pero si usted me pregunta ahora qué posibilidades tiene de ser realizado, entonces tengo que decirle: muy escasas, si es que existe alguna. Y si acaso, quizá, al fin y al cabo, tras la próxima revolución. (Crisis de la República)

 Alicia García Ruiz, Impedir que el mundo se deshaga, Los libros de la catarata, Madrid 2016

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