Hannah Arendt i el problema del pensament postrevolucionari (Alicia García Ruiz).
Quienes recibieron el poder para constituir, para elaborar constituciones, eran delegados debidamente elegidos por corporaciones constituidas: recibieron su autoridad desde abajo y cuando afirmaron el principio romano de que el poder reside en el pueblo no lo concibieron en función de una ficción y de un principio absoluto (la nación por encima de toda autoridad y desligada de todas las leyes), sino de una realidad viva, la multitud organizada. Esta forma de articulación de lo social es la que hace posible el acto constituyente y no al revés, es fruto de la experiencia de lo común.
Sin embargo, para Arendt el problema del pensamiento postrevolucionario ha consistido siempre en no haber sabido cómo preservar este espíritu una vez concluida la revolución; en otras palabras, cómo emplear el potencial de la realidad viva de la multitud espontáneamente organizada. Son dos los obstáculos que lo han impedido. El primero es la progresiva separación entre niveles de vida política, debido al cual se va perdiendo de vista la realidad local de los ciudadanos, en el marco de un gigantismo institucional alejado de los problemas y necesidades reales de los hombres y mujeres comunes, empezando por su necesidad de participación política en los hechos que les afectan, convirtiéndolos en meros votantes. El segundo es la profesionalización del revolucionario bajo la figura del ideólogo de salón y del burócrata de partido, que se aleja de la verdadera autoridad. La funesta consecuencia de ambos es que destrozan el primer principio que alimenta la aspiración del pueblo a gobernarse desde sí mismo, o sea, la ambición de igualdad: "La ambición política más acentuada del pueblo según se había manifestado en las sociedades, la ambición a la igualdad, la pretensión de poder firmar peticiones y demandas dirigidas a los delegados o a la Asamblea con las palabras llenas de orgullo 'tu igual'".
Para Arendt, la actividad espontánea organizativa del pueblo, tal como se manifestó en los sistemas de consejos, siempre ha sido objeto de una instrumentalización por parte de los partidos revolucionarios, que los consideraron solo como elementos temporales en la movilización. En la Revolución francesa, los sistemas asamblearios que movilizaron al pueblo fueron objeto de un ataque por parte del Gobierno revolucionario, que intentó organizar al pueblo en un único y gigantesco partido, con capacidad para establecer una ortodoxia revolucionaria. El oxímoron representado por una ortodoxia revolucionaria asfixiaba el carácter plural, la "diversidad inherente a la libertad de pensamiento "de estos espacios de actividad política. Para Arendt, los consejos tenían todas las características de la naturaleza del poder político: se impulsaban desde abajo, eran espacios de libertad, interpartidistas, donde cualquiera debía caber, no pretendían la instauración de ningún paraíso sobre la tierra, sino gobernar los asuntos comunes y, sobre todo, presentaban un modelo de "revolución sin modelo", entendido como activación espontánea del poder común, con vocación de pervivir en unas instituciones capaces de conservar ese espíritu comunal. El resultado histórico fue su fracaso, frente al sistema de partidos, en la implantación del Estado nacional:
El éxito espectacular que aguardaba al sistema de partidos y el fracaso no menos espectacular del sistema de consejos se debió en ambos casos al nacimiento del Estado Nacional, que encumbró a uno para aplastar al otro, por lo cual los partidos revolucionarios e izquierdistas han mostrado tanta hostilidad al sistema de consejos como la derecha conservadora y reaccionaria. Hemos terminado por estar tan acostumbrados a concebir la política nacional en función de los partidos que tendemos a olvidar que el conflicto entre los dos sistemas siempre ha sido en realidad un conflicto entre el Parlamento, la fuente y asiento del poder en el sistema de partidos, y el pueblo, que ha abandonado su poder en manos de sus representantes.
La hora fatal de la república le llega cuando de su recuerdo no queda nada, solo una sociedad de administradores y administrados. "Es una historia triste y extraña la que nos queda por contar", sentencia Arendt en las páginas finales de Sobre la revolución. Es hora, pues, de narrarla.
Alicia García Ruiz, Impedir que el mundo se deshaga, Los libros de la catarata, Madrid 2016
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