Jo també me'n vaig.

 
En 1941, George Orwell reflexionaba sobre la posibilidad de seguir hablando de algo llamado “Inglaterra” (aún no se había impuesto la expresión “Reino Unido”). Se preguntaba qué tendría en común el país de 1940 con el de 1840, y se respondía que lo mismo que uno tiene en común “con el niño de cinco años cuya fotografía conserva su madre sobre la repisa de la chimenea: nada de nada, salvo que se trata de la misma persona”. ¿Pero es posible hablar de una sola nación —continuaba— sin ofender a los escoceses o galeses? Es más: “¿Puede alguien fingir que exista algo en común entre quienes gozan de unos ingresos de 100.000 libras anuales y quienes viven con una libra a la semana? Económicamente, Inglaterra es sin duda dos naciones, cuando no tres o cuatro”. A pesar de todo, Orwell concluía que seguía teniendo sentido hablar de Inglaterra como una unidad (aunque no fuera teológicamente indisoluble); podríamos pensar que ello se debía a la guerra que se libraba en Europa, que siempre es una manera prodigiosa de alimentar las identidades nacionales, pero probablemente esa explicación es insuficiente. Con la mentalidad de un socialista, él apuntaba no tanto a la posibilidad de la unidad “nacional” como a la de la unidad social, y es este punto de vista el que hoy nos interesa analizar desde nuestras circunstancias, no a propósito de Inglaterra o de España, sino de las sociedades democráticas europeas en general.

De cuando en cuando, leemos una estadística, o una noticia sobre España en la prensa extranjera, o nos enteramos del puesto que ocupa nuestro país en tal o cual clasificación, y nos preguntamos: ¿de verdad reflejan esas cifras o esas letras la realidad en la que vivimos? ¿O es que, como decía Orwell, hay más de un país encerrado en una abstracción simplificadora? Dejemos de lado por el momento las urgentes cuestiones políticas de identidad y atengámonos, como Orwell, a la dimensión social del asunto. Hasta hace no mucho tiempo, en efecto, tenía sentido en nuestro país y en otros parecidos hablar de una sola sociedad, y ello no significaba en absoluto simplificar las innegables complejidades existentes ni mucho menos negar las tensiones locales, económicas o sociales. Y esto era así porque “la sociedad” (la española en nuestro caso) era, antes que nada, una verdad tácitamente experimentada por todos los agentes sociales, fuera cual fuera su posición en ella, debido a que disponían de cierta capacidad de actuar sobre sus resortes, de transitar por sus articulaciones, de utilizar y de criticar sus mecanismos de movilidad, de participar en la gestión de esos mecanismos o de posicionarse contra ellos, una capacidad siempre discutible y relativa, desde luego, pero posibilitada por las instituciones, tanto las más formales como las menos explícitas (que por serlo estaban frecuentemente más arraigadas).


Las instituciones democráticas representaban el cauce por el cual podían circular los conflictos más enconados que, aunque no siempre encontrasen soluciones definitivas, tampoco estaban nunca definitivamente descarrilados (solo el terrorismo, por así decirlo, escapaba de esta vía). Y aunque pudiera parecer que esto era solo una “ilusión” subjetiva de los agentes sociales, encontraba su ratificación en el hecho de que, desde el punto de vista científico, también a los sociólogos les era posible estudiar y comprender “la sociedad” (por ejemplo, la española) como un objeto único, con todas las complejidades y torceduras que se quiera, de acuerdo con leyes que, a título de hipótesis bien asentadas, explicaban su funcionamiento apoyándose esta vez en criterios estadísticos netamente objetivos, como los niveles de empleo, de renta o de educación de la población.

La primera vez que comenzamos a notar que esto fallaba, también en el nivel de la experiencia subjetiva, fue cuando se instaló entre nosotros esa costumbre política que llamamos “gobernar con las encuestas”, es decir, la práctica que consiste en tomar hoy unas medidas que se sabe que satisfarán a una determinada franja del electorado (cuyo voto se pretende así mantener cautivo), y mañana otras que complacen a otro sector de clientes, con la esperanza de que, a fuerza de sumar esos versos sueltos, se compondrá el poema de la victoria en los comicios generales. Pero como ese conjunto de medidas, cuando se piensa de ese modo, carece de la mínima coherencia que se requiere para cohesionar el “todo social”, la suma de intereses particulares no da como resultado el interés general, sino antes bien la división, el malestar y la desagregación, cuando no la estigmatización de ciertos colectivos, a pesar de que algunas de esas medidas pudieran ser objetivamente muy avanzadas en su materia.

El balance de esa política de disgregación es lo que ahora experimentamos en términos de destrucción de las mayorías o de “falta de consenso” entre los partidos políticos, que achacamos (no sin razón) a la desmedida ambición de sus aparatos por perpetuar la inercia de su poder. Pero el caso es que esta difuminación de los “intereses generales”, que parecen haber estallado en una galaxia nebulosa de intereses particulares irreconciliables, y que no manifiesta otra cosa que la sustitución paulatina del “interés público” por los intereses privados de los públicos diversos, tiene también su certificación epistemológica en el hecho de que los propios sociólogos (al menos algunos) están empezando a considerar lo que antes era su objeto científico, la sociedad, como un peligroso mito que habría que abandonar en favor de estos nuevos enjambres de individuos reunidos solo ocasionalmente para finalidades que caducan a corto plazo, como los contratos de trabajo vinculados a proyectos efímeros, que hoy son la regla.


Y, por el contrario, el nuevo “objeto total” que emerge como un dios todopoderoso de entre los escombros de la sociedad desmembrada y como saldo resultante de su destrucción, eso que solemos denominar “el mundo global”, no solamente es una entidad vaga, sin contornos definidos y científicamente inaccesible, cruelmente bella pero despiadada e incalculable, sino que también en términos empíricos se nos aparece cada vez más como un monstruo evanescente y opaco, infinitamente lejano (por inmune a nuestras acciones y expectativas) e infinitamente próximo (por ser la causa directa de nuestros beneficios e infortunios) en el que los ciegos y los ingenuos depositan todas sus esperanzas y los nostálgicos y acomodados todos sus temores, pero que escapa tanto a la previsibilidad como a la experiencia; ante él estamos inermes, ya que no suele presentarse a las elecciones, y si se presenta lo hace enmascarado a la vez bajo todas las siglas del espectro.

¿Podemos entonces seguir hablando de una sociedad, como quería Orwell, aunque haya económicamente dos o tres Españas y culturalmente cuatro, 12 o 17? Él decía que “los herederos de Nelson y de Cromwell no están en la Cámara de los Lores, están en los campos y en las calles, en las fábricas y en el ejército, en el bar y en el jardín. A día de hoy, siguen bajo el mando de una generación de fantoches”. Esto último sin duda nos es aplicable: las instituciones encargadas de gestionar las diferencias, desde el Tribunal Constitucional hasta las asociaciones de vecinos, pasando por los sindicatos y las universidades, se encuentran estranguladas, deslegitimadas o demolidas, y hay consenso para expulsar de ellas a todos sus funcionarios, esa casta indolente y adocenada. Así es como las diferencias, al perder su trama institucional, se han convertido en afrentas irreparables y en desigualdades ellas mismas desiguales, que no siguen el viejo patrón de la lucha de clases, sino que se han hecho irregulares y dispersas como los alborotos callejeros, los chanchullos y las guerrillas, dejando a las víctimas del desatino sin armas para combatirlo de manera a la vez democrática y eficaz.

Si esto sigue ocurriendo —y ha ocurrido sistemáticamente por la irresponsabilidad ocasional de muchos dirigentes y mediante una acción concertada, programada y orquestada al grito de “¡adelgazamiento del Estado!”—, no van a ser solamente los jóvenes, los catalanes o las mujeres galardonadas quienes se van a ir de España en busca de futuro, sino todos los “herederos de Cervantes y de Agustina de Aragón” que andan por los campos y las calles, es decir, todos los españoles que están bajo el mando de los fantoches. Tendría gracia.

José Luis Pardo, La sociedad en fuga, El País, 03/02/2014

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