Jo també me'n vaig.
De cuando en cuando, leemos una estadística, o una noticia sobre
España en la prensa extranjera, o nos enteramos del puesto que ocupa
nuestro país en tal o cual clasificación, y nos preguntamos: ¿de verdad
reflejan esas cifras o esas letras la realidad en la que vivimos? ¿O es
que, como decía Orwell, hay más de un país encerrado en una abstracción
simplificadora? Dejemos de lado por el momento las urgentes cuestiones
políticas de identidad y atengámonos, como Orwell, a la dimensión social
del asunto. Hasta hace no mucho tiempo, en efecto, tenía sentido en
nuestro país y en otros parecidos hablar de una sola sociedad, y ello no
significaba en absoluto simplificar las innegables complejidades
existentes ni mucho menos negar las tensiones locales, económicas o
sociales. Y esto era así porque “la sociedad” (la española en nuestro
caso) era, antes que nada, una verdad tácitamente experimentada por
todos los agentes sociales, fuera cual fuera su posición en ella, debido
a que disponían de cierta capacidad de actuar sobre sus resortes, de
transitar por sus articulaciones, de utilizar y de criticar sus
mecanismos de movilidad, de participar en la gestión de esos mecanismos o
de posicionarse contra ellos, una capacidad siempre discutible y
relativa, desde luego, pero posibilitada por las instituciones, tanto
las más formales como las menos explícitas (que por serlo estaban
frecuentemente más arraigadas).
Las instituciones democráticas representaban el cauce por el cual
podían circular los conflictos más enconados que, aunque no siempre
encontrasen soluciones definitivas, tampoco estaban nunca
definitivamente descarrilados (solo el terrorismo, por así decirlo,
escapaba de esta vía). Y aunque pudiera parecer que esto era solo una
“ilusión” subjetiva de los agentes sociales, encontraba su ratificación
en el hecho de que, desde el punto de vista científico, también a los
sociólogos les era posible estudiar y comprender “la sociedad” (por
ejemplo, la española) como un objeto único, con todas las complejidades y
torceduras que se quiera, de acuerdo con leyes que, a título de
hipótesis bien asentadas, explicaban su funcionamiento apoyándose esta
vez en criterios estadísticos netamente objetivos, como los niveles de
empleo, de renta o de educación de la población.
La primera vez que comenzamos a notar que esto fallaba, también en el
nivel de la experiencia subjetiva, fue cuando se instaló entre nosotros
esa costumbre política que llamamos “gobernar con las encuestas”, es
decir, la práctica que consiste en tomar hoy unas medidas que se sabe
que satisfarán a una determinada franja del electorado (cuyo voto se
pretende así mantener cautivo), y mañana otras que complacen a otro
sector de clientes, con la esperanza de que, a fuerza de sumar esos
versos sueltos, se compondrá el poema de la victoria en los comicios
generales. Pero como ese conjunto de medidas, cuando se piensa de ese
modo, carece de la mínima coherencia que se requiere para cohesionar el
“todo social”, la suma de intereses particulares no da como resultado el
interés general, sino antes bien la división, el malestar y la
desagregación, cuando no la estigmatización de ciertos colectivos, a
pesar de que algunas de esas medidas pudieran ser objetivamente muy
avanzadas en su materia.
El balance de esa política de disgregación es lo que ahora
experimentamos en términos de destrucción de las mayorías o de “falta de
consenso” entre los partidos políticos, que achacamos (no sin razón) a
la desmedida ambición de sus aparatos por perpetuar la inercia de su
poder. Pero el caso es que esta difuminación de los “intereses
generales”, que parecen haber estallado en una galaxia nebulosa de
intereses particulares irreconciliables, y que no manifiesta otra cosa
que la sustitución paulatina del “interés público” por los intereses
privados de los públicos diversos, tiene también su certificación
epistemológica en el hecho de que los propios sociólogos (al menos
algunos) están empezando a considerar lo que antes era su objeto
científico, la sociedad, como un peligroso mito que habría que abandonar
en favor de estos nuevos enjambres de individuos reunidos solo
ocasionalmente para finalidades que caducan a corto plazo, como los
contratos de trabajo vinculados a proyectos efímeros, que hoy son la
regla.
Y, por el contrario, el nuevo “objeto total” que emerge como un dios
todopoderoso de entre los escombros de la sociedad desmembrada y como
saldo resultante de su destrucción, eso que solemos denominar “el mundo
global”, no solamente es una entidad vaga, sin contornos definidos y
científicamente inaccesible, cruelmente bella pero despiadada e
incalculable, sino que también en términos empíricos se nos aparece cada
vez más como un monstruo evanescente y opaco, infinitamente lejano (por
inmune a nuestras acciones y expectativas) e infinitamente próximo (por
ser la causa directa de nuestros beneficios e infortunios) en el que
los ciegos y los ingenuos depositan todas sus esperanzas y los
nostálgicos y acomodados todos sus temores, pero que escapa tanto a la
previsibilidad como a la experiencia; ante él estamos inermes, ya que no
suele presentarse a las elecciones, y si se presenta lo hace
enmascarado a la vez bajo todas las siglas del espectro.
¿Podemos entonces seguir hablando de una sociedad, como quería
Orwell, aunque haya económicamente dos o tres Españas y culturalmente
cuatro, 12 o 17? Él decía que “los herederos de Nelson y de Cromwell no
están en la Cámara de los Lores, están en los campos y en las calles, en
las fábricas y en el ejército, en el bar y en el jardín. A día de hoy,
siguen bajo el mando de una generación de fantoches”. Esto último sin
duda nos es aplicable: las instituciones encargadas de gestionar las
diferencias, desde el Tribunal Constitucional hasta las asociaciones de
vecinos, pasando por los sindicatos y las universidades, se encuentran
estranguladas, deslegitimadas o demolidas, y hay consenso para expulsar
de ellas a todos sus funcionarios, esa casta indolente y adocenada. Así
es como las diferencias, al perder su trama institucional, se han
convertido en afrentas irreparables y en desigualdades ellas mismas
desiguales, que no siguen el viejo patrón de la lucha de clases, sino
que se han hecho irregulares y dispersas como los alborotos callejeros,
los chanchullos y las guerrillas, dejando a las víctimas del desatino
sin armas para combatirlo de manera a la vez democrática y eficaz.
Si esto sigue ocurriendo —y ha ocurrido sistemáticamente por la
irresponsabilidad ocasional de muchos dirigentes y mediante una acción
concertada, programada y orquestada al grito de “¡adelgazamiento del
Estado!”—, no van a ser solamente los jóvenes, los catalanes o las
mujeres galardonadas quienes se van a ir de España en busca de futuro,
sino todos los “herederos de Cervantes y de Agustina de Aragón” que
andan por los campos y las calles, es decir, todos los españoles que
están bajo el mando de los fantoches. Tendría gracia.
José Luis Pardo, La sociedad en fuga, El País, 03/02/2014
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