Perceval en el regne maleït.
Hay un episodio del ciclo artúrico que nos puede ayudar a entender lo
que pasa en nuestro país. Su protagonista es Perceval, uno de los
caballeros de la Tabla Redonda, famoso por su participación en la
búsqueda del Santo Grial. Perceval llega a un lugar desolador. Los ríos
se han secado, no crecen las plantas, los árboles han muerto, no hay
pájaros ni otros animales. Se hace de noche y Perceval entra en un
castillo sombrío. Soldados, mozos y criados andan como sonámbulos por
sus patios y escaleras. Perceval se encuentra allí con el herido Rey
Pescador, el soberano del reino. Está postrado en su trono, mientras un
extraño cortejo recorre el salón. Son tres muchachas muy pálidas. Una
lleva una lanza, otra, una bandeja y la tercera, una copa. Perceval,
horrorizado, abandona precipitadamente el palacio. Está amaneciendo y
una misteriosa doncella que le aborda en el camino le dice que esperaban
a un caballero como él que se atreviera a preguntar por el significado
de lo que veía y que su marcha precipitada les condena a continuar bajo
el dominio de la maldición. El tema de las preguntas que al no
formularse sumen en la desgracia a países enteros es muy frecuente en el
folklore. En muchos cuentos basta la pregunta de alguien para que se
rompa el hechizo que pesa sobre un lugar, ya que las preguntas son el
símbolo de esa vida que regresa y hace hablar.
Si lo pensamos bien, el país al que llega Perceval no es muy distinto
de este nuestro. Las tiendas se cierran, la gente pierde sus trabajos y
deambula por las calles sin saber qué hacer. Muchos son expulsados de
sus casas y no tienen para comer. Nadie compra libros, las salas de cine
están vacías y se aplazan las bodas. Los jóvenes no pueden
independizarse porque ¿dónde vivirán, con qué medios, qué harán si nacen
sus hijos? Los hospitales dejan de atender a los enfermos, desaparecen
los comedores y el transporte escolar y los investigadores tienen que
emigrar a otros países. Aún más, como sucede en el relato de Perceval,
también nosotros hemos renunciado a preguntarnos por las causas que
hacen que las cosas sean así. Es lo que nos dicen nuestros gobernantes,
que debemos tener paciencia, confiar en ellos, ya que nada puede hacerse
salvo lo que ellos han decidido hacer. En el relato de Perceval las
doncellas que forman el cortejo fúnebre llevan en sus manos una lanza,
una bandeja y una copa sagrada, los símbolos de la pasión de un dios que
entregó su vida para salvar a los hombres; en el nuestro, los
caballeros del dinero llevan las cifras de nuestra deuda, la de los
recortes y la de la prima de riesgo, los símbolos de ese capital que
quiere que le entreguemos la vida para salvarse él.
Mientras tanto, se han perdido derechos sociales, los trabajadores
pueden ser expulsados de sus trabajos sin ninguna garantía, se ofende a
los médicos, a los investigadores y a los educadores. Se cierran los
comedores escolares, la televisión pública se ha transformado en una
sucursal amanerada del poder, se cuestiona el derecho al aborto, vuelve a
las aulas la asignatura de la religión más rancia, al Tribunal
Constitucional llegan jueces que opinan que los matrimonios homosexuales
son contra natura.
En la segunda parte de la historia del rey herido, Perceval regresa
al reino maldito y osa hacer la pregunta, con lo que el rey se recupera
de su mal y se restituye la fecundidad a la tierra baldía. ¿Cuales
tendrían que ser las nuestras para que esta pesadilla terminara? Son
muchas las que podrían servirnos. Por ejemplo, ¿por qué los valores
supremos que fundan el capitalismo —competividad, rendimiento,
crecimiento sin límite, beneficio— deben ser los únicos valores y no
podemos hacer de la búsqueda del bien común el valor supremo de nuestra
convivencia? ¿Por qué no se obliga a los bancos nacionalizados a dar
crédito a las empresas que lo necesitan y no hay un banco público que se
enfrente a un problema como el los desahucios? ¿Por qué se permiten los
delirantes salarios de la banca? ¿Por qué si tenemos la misma moneda
tenemos que pagar distintos intereses por la deuda? ¿Por qué no hacemos
una política energética que no dependa del petróleo? ¿Por qué se admiten
los paraísos fiscales?, ¿por qué las grandes empresas pagan a Hacienda
porcentajes que al resto de los ciudadanos les causan escándalo? Aún
más, ¿por qué los que nos piden que confiemos en ellos cobran varios
sueldos, reciben primas diversas, préstamos que no figuran en ningún
lado y que es posible que no tengan que devolver, manos misteriosas les
pagan el alquiler de los pisos en donde viven, las fiestas de cumpleaños
y las bodas de sus hijos, y son consejeros de bancos y grandes empresas
por los que cobran sueldos astronómicos por no hacer nada?
Pero quien pregunta debe tener alguien que le escuche y me temo que
en este punto debemos abandonar el mundo de Perceval para entrar en el
no menos sombrío de una antigua película de serie B titulada La invasión de los ladrones de cuerpos.
Unas extrañas vainas venidas del espacio tienen el poder de copiar los
cuerpos de los hombres aprovechando su sueño. Cuando ese proceso se
cumple, el nuevo cuerpo ocupa el lugar de su modelo real. Surge así un
mundo implacable y frío, que solo en apariencia sigue resultando humano.
La película de Don Siegel, realizada en plena guerra fría, es una
metáfora de los Estados totalitarios y del dominio que llegan a ejercer
sobre la conciencia individual, pero pocas veces esta fábula ha tenido
más vigencia que en la actualidad. El mundo de la política se ha vuelto
previsible y amoral, y el congreso de los diputados es lo más parecido a
una sala del Museo de Cera. Es verdad que a esos diputados los hemos
elegido nosotros, pero tan pronto acceden al poder son abducidos por
fuerzas oscuras y dejan de representar a sus votantes para servir tan
solo a poderes indefinibles. Son las réplicas de los que elegimos en las
urnas las que han tomado las riendas del poder y sirven a intereses que
nada tienen que ver con los nuestros. El problema es que esos ladrones
de cuerpos no vienen de otro planeta para ocupar el nuestro, sino que
somos nosotros mismos quienes los hemos creado con nuestra pasividad. La
última pregunta de Perceval, la más dolorosa de todas, solo puede ser
entonces si puede llamarse democracia a esto que tenemos.
Gustavo Martín Garzo, Las preguntas de Perceval, El País, 05/10/2013
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