Condemna de l'elogi.

Cuando llegué a la guardería a recoger a mi hija, al doblar la esquina que llevaba a su clase, oí cómo la maestra le decía: “Has dibujado el árbol más bonito. Muy bien”. Unos días más tarde, señaló otro de sus dibujos y le dijo: “¡Vaya, estás hecha toda una artista!”. 

En las dos ocasiones se me encogió el corazón. ¿Cómo podía explicarle a la maestra que preferiría que no elogiara tanto a mi hija? 

Hoy día, elogiamos en exceso a nuestros hijos. Es una creencia generalizada que los elogios, la confianza en uno mismo y el rendimiento académico van siempre de la mano. Pero investigaciones recientes apuntan en otra dirección. Durante la pasada década, varios estudios sobre la autoestima llegaron a la conclusión de que alabar a un niño diciéndole que es “muy listo” no le ayuda en la escuela. De hecho, puede perjudicar su rendimiento. Con frecuencia, reacciona al elogio abandonando la tarea: ¿por qué va a hacer otro dibujo si ya ha hecho “el más bonito”? O puede que simplemente repita lo que ya ha hecho: ¿para qué dibujar algo nuevo, o de una manera distinta, si con la anterior recibe siempre los elogios? 

En un estudio ya célebre realizado en 1998, las psicólogas Carol Dweck y Claudia Mueller pidieron a 128 niños de 10 y 11 años que resolvieran una serie de problemas matemáticos. Después de completar el primer grupo de ejercicios sencillos, las investigadoras dijeron a cada uno de ellos una sola frase elogiosa. A algunos se les alabó por su intelecto: “Lo has hecho muy bien, eres muy inteligente”. A otros, porque habían trabajado duro: “Lo has hecho muy bien, te has esforzado mucho”. Luego las investigadoras les pusieron una nueva serie de problemas. Los resultados fueron dramáticos. Los estudiantes que habían sido elogiados por su esfuerzo mostraron una mayor voluntad para abordar los problemas desde nuevos enfoques. También mostraron una mayor persistencia y tendían a atribuir sus errores a la falta de esfuerzo, no de inteligencia. Los chavales que fueron elogiados por su inteligencia estaban más preocupados por el temor a fracasar, tendían a elegir tareas que confirmaban lo que ya sabían, y se aplicaban con menor tenacidad en cuanto los problemas se complicaban. En última instancia, la emoción provocada en ellos al decirles “eres muy inteligente”, había dado paso a un aumento de la ansiedad y una disminución de la autoestima, la motivación y el rendimiento. Cuando las investigadoras les pidieron que escribieran a compañeros de otras escuelas contándoles su experiencia, algunos de los niños “inteligentes” mintieron e inflaron su puntuación. En suma, había bastado una frase elogiosa para arrebatar su confianza y hacerlos tan infelices que se vieron impulsados a mentir. 

¿Por qué nos empeñamos tanto en elogiar a nuestros hijos? 

En parte, lo hacemos para demostrar que somos diferentes de nuestros padres.
 
En Making babies, sus memorias sobre la maternidad, Ann Enright observa: “En los viejos tiempos –como llamamos a los años setenta en Irlanda–, las madres menospreciaban sistemáticamente a sus hijos. [...] ‘Mi hija es un diablillo’, decía una madre, o ‘Un ángel en la calle, un demonio en la casa’, o mi favorito: ‘Es que me va a mandar pronto a la tumba’. Todo aquello formaba parte de crecer en un país donde cualquier forma de elogio era tabú”. Por supuesto que esto no es algo específico de Irlanda. Recientemente, un londinense de mediana edad me comentó: “Mi madre me llamaba cosas que nunca llamo a mis hijos: listillo, insolente, pedante, sabelotodo. Cuarenta años después, me dan ganas de gritarle a mi madre: “¿Qué tenía de malo ser tan listo?”. 
 
Hoy día, allá donde hay críos pequeños –en el parque, en el Starbucks, en la guardería–, siempre se oye de fondo la música del elogio: “Buen chico”, “buena chica”, “eres el mejor ”. Admirar a nuestros hijos puede levantarnos temporalmente la autoestima, al hacer ver a quienes nos rodean lo fantásticos padres que somos y lo extraordinarios que son nuestros hijos; pero no ayuda mucho a desarrollar su personalidad. Al esforzarnos tanto por ser diferentes de nuestros padres, estamos haciendo prácticamente lo mismo que ellos: prodigamos elogios vanos de la misma forma en que la generación anterior repartía críticas sin sentido. Si lo hacemos para evitar tener que pensar en el niño y en lo que significa su mundo, en lo que en realidad siente, entonces el elogio, al igual que la crítica, no hace más que expresar nuestra indiferencia.

Lo cual me lleva de vuelta al problema original: si el elogio no ayuda a desarrollar la confianza de nuestros hijos, ¿cómo se logra?

Poco después de acabar mi formación como psicoanalista, hablé de todo esto con una mujer de 80 años llamada Charlotte Stiglitz. Charlotte –la madre del premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz– llevaba muchos años impartiendo clases de refuerzo de lectura en el oeste de Indiana. “Yo no elogio a los niños por hacer lo que son capaces de hacer –me dijo–. Los elogio cuando hacen algo realmente difícil, como compartir un juguete o ser pacientes. También creo que es importante decir “gracias”. Cuando tardo en darles un tentempié o en ayudarlos con algo, y ellos se muestran pacientes, yo les doy las gracias. Pero nunca elogio a un niño por estar jugando o leyendo”. Ni grandes recompensas, ni castigos terribles; Charlotte se centraba en lo que el niño hacía y en cómo lo hacía.

Una vez observé a Charlotte con un chaval de 4 años que estaba dibujando. Cuando el niño se detuvo y levantó la vista para mirarla, probablemente esperando un elogio, ella sonrió y le dijo: “Hay mucho azul en tu dibujo”. Él respondió: “Es el estanque que hay junto a la casa de mi abuela; y tiene un puente”. Entonces cogió un crayón de color marrón y dijo: “Te lo voy a enseñar”. Charlotte habló pausadamente con el niño, pero, aún más importante, le observó, le escuchó. Estuvo presente.

Esa presencia contribuye a desarrollar la confianza de los más pequeños, porque les demuestra que merecen ser tenidos en cuenta. Sin esa presencia, los niños pueden llegar a pensar que su actividad es solo un medio para obtener un elogio, en lugar de un fin en sí mismo. ¿Cómo podemos esperar que un crío preste atención si nosotros no se la prestamos a él?

Estar presente, ya sea con los hijos, con los amigos o incluso con uno mismo, requiere siempre mucho esfuerzo. Pero ¿no es esa atención –la sensación de que alguien se interesa por nosotros– algo que anhelamos más que el elogio?

Stephen Grosz, Cómo los elogios pueden causar una pérdida de confianza, El País semanal, 20/10/2013
 

Comentaris

David Miyar ha dit…
Twiteado y reenviado. A ver si circula este artículo. Gracias por publicarlo.

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