Encara queda gent bona?
by Pablo Amargo |
Hoy
me limitaré a contar dos historias. La primera transcurre en una tienda
de la calle mayor de Gràcia, no lejos de mi despacho. Hace unos meses
mi hijo me pidió que fuera allí a canjearle varios juegos de la Play por
uno nuevo. El dependiente que me atendió era un chaval alto y
desgarbado. Una vez realizado el canje, me identifiqué para que apuntase
la operación en la cuenta de mi familia. Ahí empezó todo. Tímido,
turbado, el chaval dijo que había un problema y, blandiendo un par de
tickets de caja, intentó explicármelo. Al final entendí que, en un canje
anterior, una de sus compañeras nos había pagado 18 euros más de los
que nos correspondían. Eché mano a la cartera y dije: “Entonces el
problema es que os debo 18 euros, ¿no?”. El chaval pareció perplejo;
balbuceó que sí pero no, que el error lo había cometido su compañera y
que, si yo no quería pagar, no estaba obligado a hacerlo. “Pero vamos a
ver”, me impacienté. “¿No me has dicho que tu compañera cometió un
error? Si cometió un error, esos 18 euros son vuestros, no míos. ¿Sí o
no?”. El dependiente asintió sin convicción y le di los 20 euros. Cuando
me devolvió el cambio murmuró algo. “¿Perdona?”, pregunté. “Nada”,
contestó. “Que todavía queda gente buena por ahí”. El comentario me
desconcertó. Solté una carcajada, señalé al chaval con un dedo
amenazante y grité: “¡Sí, pero no mucha!”. Al salir a la calle estaba
furioso. Recordé que, según Juan Ferraté, cuando en Reus se decía de
alguien que era una buena persona, siempre se añadía: “¡Un infeliz!”. Me
avergonzó haberme comportado como un cincuentón friki. Me dije que no
había actuado por bondad sino por instinto y que, si la bondad consiste
en no quedarte con lo que no es tuyo, el concepto de bondad se ha
devaluado mucho.
Pasó el tiempo; olvidé el incidente. Semanas más tarde volví a la
tienda. Quería regalarle a uno de mis sobrinos un juego que salía a la
venta aquella misma tarde. Cuando llegué, la cola de gente que esperaba
para comprarlo salía por la puerta. Me sumé a la cola. Al rato le
pregunté a una chica si sabía cuánto costaba el juego. “74 euros”,
contestó; luego preguntó: “¿Lo ha reservado?”. “No”, contesté. “¿Había
que hacerlo?”. “Claro”, dijo. “Si no lo ha hecho, tendrá que volver a
recogerlo dentro de un par de días”. Desanimado, pensé en marcharme y
comprar otro regalo, pero entonces vi a lo lejos al dependiente alto y
desgarbado y me dije que, ya que en mi visita previa yo le había hecho
un favor a él (o a su compañera), bien podía ahora él hacerme un favor a
mí, vendiéndome aquella misma tarde el juego. Así que cuando llegué al
mostrador le pregunté al dependiente: “¿Te acuerdas de mí?”. “Claro”,
contestó. Le expliqué lo que quería; antes de que pudiera terminar, el
chaval se apartó y fue a hablar con otro, que parecía su jefe.
Señalándome, le oí cuchichear: “Es el tipo del otro día”. Pensé: “Eres
un gilipollas”. Pensé: “Ya has vuelto a meterte en otro lío”. Pensé en
salir corriendo. Pero, antes de que yo pudiera hacer nada, el chaval
volvió con mi juego en la mano. Aliviado, le di las gracias y los 74
euros; el chaval me devolvió 22. Ahora fui yo el sorprendido. “¿No
costaba 74?”, pregunté. El chaval me guiñó un ojo y dijo: “Para usted
no”.
La segunda historia es más sencilla. El protagonista es Mario
Rigoni, un soldado italiano que combatió en la II Guerra Mundial y narró
en El sargento en la nieve su campaña de Rusia. El libro se publicó en
1953. Ese año, Borges lo leyó y quedó muy impresionado por cierta
anécdota, que le contó a Bioy Casares y que éste cuenta así: Rigoni “se
ha perdido de sus compañeros; vaga, con sed y con hambre, por la estepa.
Ve una lucecita. Es una pequeña cabaña. Llega, golpea. Le abre una
mujer. Adentro, sentados a la mesa, hay tres soldados rusos con
ametralladoras. No tiene tiempo de atacarlos con la suya; piensa que, si
entra o si huye, lo matan. Queda inmóvil. La mujer le señala, con un
ademán, que entre. Entra. Sin apartarse mucho de él, la mujer le da de
beber y de comer. Después lo acompaña hasta la puerta. Él le besa la
mano, se va”.
No estoy seguro de entender del todo esas dos historias. Se dirá
que son historias paralelas, unidas por un vínculo secreto; yo me
pregunto si, por dispares que sean, en el fondo no son la misma
Javier Cercas, La extraña bondad de los extraños, El País semanal, 27/10/2013
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