Incapacitat de sentir, una lepra psicològica.
by Wearbeard |
Un día, a
principios de junio, el señor N. me llamó porque unas semanas atrás su
hijo de 21 años, Matt, había apuntado con una pistola descargada a un
policía que trataba de arrestarlo por desorden público. Matt se
encontraba en libertad bajo fianza por un delito grave con arma de
fuego, pero seguía comportándose de manera irresponsable. Infringía las
condiciones de su libertad, se pasaba la noche bebiendo con sus amigos y
a veces no volvía a casa durante días. Además, se metía en peleas. Sus
padres, ambos profesores, comenzaban a aceptar el hecho de que
seguramente acabaría en prisión.
Matt había sido adoptado cuando tenía dos años. Su padre me contó
lo que sabía de su vida anterior: poco después de nacer, Matt y su
madre, de 17 años, abandonaron la casa de sus abuelos. Estuvieron
viviendo primero en un refugio para indigentes y luego fueron vagando de
un sitio a otro. Su madre biológica era drogadicta y apenas podía
cuidar de él. Malnutrido y enfermo, Matt fue recogido por los servicios
sociales cuando tenía un año y estuvo en varias casas de acogida antes
de ser adoptado por el señor N. y su esposa. Desde el principio se
mostró como un niño difícil e incontrolable, razón por la cual sus
padres decidieron no volver a adoptar.
Al cabo de unos días, Matt vino a mi consulta. Se dejó caer en una
silla frente a mí y comenzó a hablar con bastante franqueza sobre
algunos de los problemas a los que se enfrentaba. Me habló de dos
hombres, hermanos, que vivían en su vecindario y que iban tras él; eran
peligrosos y habían apuñalado a alguien que él conocía. La situación de
Matt era alarmante, pero, a medida que hablaba, yo no me sentía
especialmente alarmado. Su relato resultaba muy coherente, y su discurso
era claro y enérgico. Pero me costaba implicarme en su historia. Me
distraía fácilmente con el ruido de los coches que pasaban por delante
de la consulta, y me sorprendía pensando en algunos recados que quería
hacer durante la hora del almuerzo. De hecho, cada intento que hacía por
centrarme en la historia de Matt, por tomar nota de sus palabras, era
como subir una montaña sin fin en un sueño.
Esa
desconexión entre lo que una persona dice y lo que te hace sentir no es
infrecuente: piensen si no en ese amigo que te llama cuando estás
deprimido y trata de animarte y de servirte de apoyo, pero que hace que
acabes sintiéndote peor. El espacio que había entre las palabras de Matt
y los sentimientos que me provocaban era enorme. Estaba describiendo
una vida aterradora, pero yo no sentía ningún miedo por él. Me sentía
extrañamente desconectado.
En un intento por comprender mi indiferencia hacia Matt y su situación,
imaginé una serie de escenas de sus primeros meses de vida. Vi a un bebé
llorando –“Tengo hambre, dame de comer; estoy mojado, cámbiame; tengo
miedo, abrázame”– y siendo ignorado por su irresponsable madre. Se me
ocurrió que una consecuencia de aquellas primeras experiencias de Matt
podía ser su incapacidad para hacer que alguien se preocupara por él, ya
que no pudo aprenderlo de su madre. Era como si no hubiera adquirido
nunca esa destreza que todos necesitamos: la habilidad para hacer que
otra persona se preocupe por nosotros.
¿Y qué sentía Matt? También parecía bastante indiferente respecto a su
propia situación. Cuando le pregunté cómo se sentía al haber sido
arrestado por la policía, respondió: “Estoy bien. ¿Por qué?”. Lo intenté
otra vez. “No pareces muy angustiado por lo que te pasó”, dije.
“Podrían haberte disparado”. Se encogió de hombros.
Empecé a comprender que Matt no registraba sus propias emociones.
En el curso de nuestras dos horas de conversación, pareció o bien
recoger y emplear mis descripciones de sus sentimientos, o bien inferir
sus emociones del comportamiento de otros. Por ejemplo, me dijo que no
sabía por qué había apuntado con la pistola al policía. Yo sugerí que a
lo mejor estaba enfadado. “Sí, estaba enfadado”, replicó Matt. “¿Qué
sentías cuando estabas enfadado?”, le pregunté. “El policía, ya sabe…
Todos estaban muy enfadados conmigo. Mis padres estaban muy enfadados
conmigo. Todo el mundo estaba muy enfadado conmigo”, me dijo. “Pero ¿tú
qué sentías?”, pregunté. “Todos me gritaban mucho”, respondió.
Normalmente, lo que impulsa a un paciente a acudir a la consulta
es la presión de su sufrimiento inmediato. En este caso había sido el
padre de Matt, no Matt, quien había llamado para pedir cita. Desde muy
pequeño, Matt había aprendido a entumecer sus sentimientos y a
desconfiar de quien le ofreciera ayuda. Nuestro encuentro no fue
distinto. Matt no sentía el suficiente dolor emocional como para superar
su escepticismo y aceptar mi ofrecimiento de vernos otra vez.
En 1946, cuando trabajaba en una leprosería, el doctor Paul Brand
descubrió que las deformidades de la lepra no eran una parte intrínseca
de la enfermedad, sino más bien una consecuencia de la devastación
progresiva causada por la infección y las heridas, que se producían
porque el paciente era incapaz de sentir dolor. En 1972 escribió: “Si
pudiera concederle un don a la gente que tiene lepra, sería el don del
dolor”. Matt sufría una especie de lepra psicológica; incapaz de sentir
su dolor emocional, estaba en peligro permanente, quizá fatal, de
dañarse a sí mismo.
En cuanto Matt salió de mi despacho, y antes de ponerme a tomar
notas, hice lo que hago a veces después de una de esas sesiones
difíciles que me dejan un poco afectado. Fui a la esquina a comprar un
café y regresé a mi despacho para tomármelo mientras me despejaba
leyendo cualquier cosa en Internet. La verdad del asunto es esta: hay un
poco de Matt en cada uno de nosotros. En un momento u otro, todos
tratamos de silenciar las emociones dolorosas. Pero cuando conseguimos
no sentir nada, perdemos el único medio que tenemos de averiguar qué nos
hiere y por qué
Stephen Grosz, El don del dolor, El Pâís semanal, 27/10/2013
Comentaris