Què passa quan un viu es dóna de baixa?
A
la gente le acojona morir. Podríamos terminar aquí el artículo pero no.
Pese a tratarse de un terreno intransitable para el ser humano, la
muerte no es un completo desconocido. Qué duda cabe de que la
posibilidad de adentrarnos más allá supone un imposible, poco más que un
terreno fantástico con el que tratamos de construir, de la pura nada,
un mundo complejo y completo tan apañado y calentito como el de aquí.
Quisiera
a pesar de ello intentar extraer algo positivo de este triste fenómeno
vital (perdón), posiblemente el más determinante en la existencia tras
el matrimonio, la paternidad y lo que queda entre ambos. Y ya me
entendéis.
Curiosamente
estos tres acontecimientos son, junto a algún otro, los más frecuentes
motivos de celebración en las sociedades humanas. No sólo como fiesta,
sino como hecho extraordinario. Como en los distintos capítulos de un
libro, tienen que darse circunstancias que marcan el desarrollo y hacen
avanzar la acción, dividiéndolo en tramos significativos y dotando la
historia de un sentido. Y ninguna historia queda finiquitada hasta que
se acaba. Perdón otra vez.
El
caso es que las personas hemos ideado diferentes formas de señalar el
tránsito de una etapa a otra mediante ritos de paso. Ritos y ceremonias
que representan la transformación simbólica que se opera cuando alguien
abandona una de estas etapas (infancia, adolescencia, soltería, etc),
quedando entre ellas pequeñas oquedades de indefinición, de vacío (como
lo que hay al otro lado) conocidas como liminares, para
ingresar en la siguiente. La problemática del análisis de la muerte
desde esta perspectiva aparece cuando no somos capaces de concebir que
haya una estancia sucesiva al último tramo de este recorrido, la vida, a
no ser que sea mediante el recurso de la ficción. Aparece aquí entonces
una creencia popular entre la gente (es decir nosotros, ateos,
materialistas, llámese como se quiera) que si bien sirve como
explicación a priori para justificar las creencias religiosas en el más
allá no termina de ser del todo convincente: la de la superstición como
una forma de consolarse ante la inevitabilidad de la muerte.
La muerte de los vivos
Hijos míos, en vez de una herencia os lego por escrito mi alma.
Sólo se piensa en la muerte mientras se puede escapar de ella.
Jules Renard, Diario
Hay dos factores que determinan nuestra forma de pensar la muerte hoy en día. La
primera es sin duda es el desmoronamiento del paradigma metafísico y la
agonía de las creencias religiosas en el mundo desarrollado. La
segunda, aunque parezca una estupidez, es el fuerte individualismo de
los valores occidentales.
Del
primero depende nuestra incapacidad para apreciar —quizá incluso para
comprender— el sentido de la vida ultraterrena. Estamos heridos de
empirismo, las directrices de la racionalidad prohíben siquiera concebir
un hecho que queda tan lejos de cualquier tipo de comprobación, por no
decir de las leyes de la lógica. Por lo que a nosotros respecta el más
allá es un dominio intransitable, áporos, que ni tan siquiera
cuenta con la enmienda intuitiva de la ficción científica;
civilizaciones desconocidas en planetas remotos o dimensiones
alternativas a las que llegaríamos atravesando agujeros de gusano o
plegando el continuum espacio-tiempo gracias a la especia oráculo.
Del segundo depende un aspecto mucho más llamativo de la forma en que concebimos la existencia como es la reorganización de la sociedad cuando uno de sus componentes es dado de baja.
Con
esto quiero decir que la muerte, al contrario de lo que solemos creer
—desde ese punto de vista como decimos, individualista— no se celebra
como una forma de honrar al difunto, ni siquiera —o al menos en
exclusiva— como una válvula de escape de emociones dolorosas o catarsis
para los deudos, sino que es el instrumento gracias al cual el resto,
los que siguen con vida, se reafirman como colectividad.
Existe
una fuerte relación entre religiosidad e identidad colectiva. No sólo
porque el credo funcione como un perfecto marcador étnico —de los
cristianos frente a los musulmanes o los judíos, del Yo ante el Otro—
sino que a menudo las creencias se presentan enredadas con otras
manifestaciones de la unidad.
Uno
de los éxitos del cristianismo consistió en desligar este sentimiento
de pertenencia de un colectivo más estricto, más cerrado, para
extenderse a todos aquellos que aceptasen la palabra del profeta y
respetar las directrices de la Iglesia. No olvidemos que su surgimiento
como institución estuvo vinculado a Roma, un imperio que hizo gala de
una gran facilidad para fagocitar pueblos ajenos a su sustrato original.
Al contrario que la Grecia ática, poseedora de una vara de medir más
firme, que educaba y enculturaba a sus miembros en la helenidad a través
de la paideia, Roma se extendió a lo largo del continente con
ánimo universalista. A la estratificación naturalista de los griegos los
romanos antepusieron la clase social, el patrimonio y la ideología de
la sangre. Puede parecer que en los dos casos se trataba de formas
definidas ad hoc de someter y dar por culo al prójimo, lo cual es hasta
cierto punto cierto, pero con sus matices.
Las
ideologías —y uso el término en su acepción más amplia— tienden a ser
percibidas en su uso cotidiano como construcciones contingentes, fruto
de una mente en particular y difuminada posteriormente a través de
mecanismos de propaganda que convencen a la población de su idoneidad.
En este punto se hace necesario recordar que toda ideología representa
un conjunto de intereses y aparece en contextos en los que da solución a
un problema práctico, generalmente en lo relativo al reparto de los
recursos dentro de las poblaciones. Frente a la visión de un mensaje
publicitado que es aceptado o rechazado hay que reconocer su carácter
legitimador del orden social. Son cosmovisiones de grupos sociales
determinados y que justifican una forma de hacer y pensar la existencia.
Esta
utilidad es bastante evidente en la Edad Media, cuando la vida no era
más que un mero examen de acceso al club de los escogidos en el más allá
y cuyo éxito dependía de la obediencia demostrada hacia el clero —la
burocracia y el primer estado europeo en sentido estricto— y la nobleza;
el poder político y militar.
El
tratamiento de la muerte, la tanatopraxis, sigue aquí el mismo patrón
legitimador de la estructura de poder sostenida por la Iglesia y los
feudos. El enterramiento y el ceremonial previo a la inhumación aparece
envuelto en un complejo ritual destinado a disolver al individuo en la
“masa cristiana”. Los cuerpos, arrojados al montón sin distinguir entre
los hombres que fueron antes de la defunción, como piezas de una obra
superior en la que no hay lugar para que nadie destaque, a menos que su
vida ofrezca material para un capítulo mitológico a la manera de la vida
de los santos, fuera del osario.
Philippe Ariès
relató la transición de este imaginario cristiano medieval a orden
burgués, en el que la muerte pasa a convertirse en un fenómeno privado,
casi vergonzoso, cuya aflicción debía sepultarse bajo el manto de la
convención. La celebración colectiva catártica —la de las fiestas de
todos los santos— dio paso a un tipo de memoria mucho más individual y
familiar, en el que el objetivo de los rituales (la restitución de una
ofrenda floral o las misas de los muertos) se volvió hacia el cultivo
doméstico del recuerdo de los seres queridos. Esta conversión sería
guiada por los nuevos técnicos surgidos del desarrollo de la ciencia
médica, el enterramiento en jardines apartados, la construcción de
nichos y —muy posteriormente— la moderna práctica tanatológica.
Ariès
nos permite entender la forma en que los objetivos del tratamiento a
los muertos acompaña a la corriente de pensamiento dominante,
ajustándose a ella y evitando el conflicto con el poder.
La muerte de todos y el culto a los antepasados
El
tratamiento dado a la muerte (y a los muertos) cambia si nos
desplazamos a otros lugares. En África o Latinoamérica, en el seno de
algunas culturas animistas o sincréticas en las que el cristianismo se
ha mezclado con la religión local, la celebración de la muerte sigue
teniendo un carácter grupal y es inseparable de la cultura común a todos
los integrantes de ese grupo.
Entre los yoruba, en Nigeria, existe una fiesta anual llamada egungun equivalente
a nuestro día de todos los santos, que todavía no ha perdido su
carácter sacro y étnico. Es decir, la celebración en sí no es un canto o
un recuerdo a los muertos allá donde estén, sino de los muertos yoruba. Es
ante todo un acontecimiento que permite honrar a los antepasados
yoruba, aquellos que han dejado el mundo terrenal para pasar a engrosar
un capitolio de almas —y perdón por ser tan reiterativo— yoruba.
Posiblemente
el culto a los muertos sea una de las formas más antiguas de religión.
El antepasado, ese ser que ya no está ahí físicamente, no se esfuma sin
más, sino que se añade a todos aquellos que vinieran antes que él. O,
por decirlo de otro modo, se incorpora al bagaje de la cultura, la
tradición, un cuerpo de creencias, normas y costumbres heredado y
que forma parte de la colectividad en tanto colectividad. De la misma
forma que a nosotros se nos enseña a respetar a nuestros mayores en
virtud de su experiencia y del ascendiente que tienen sobre los jóvenes
la enculturación religiosa muestra la virtud de lo ya dado, de lo
establecido previamente, el statu quo que tendría su fundamento último
en el grupo de ancestros. La vida cotidiana quedaría así relegada al
ámbito de lo profano en oposición a lo sagrado usando la terminología de Émile Durkheim,
certificándose de esta manera la separación definitiva entre los
intereses individuales y domésticos y las obligaciones del grupo, al
cual quedarían subordinados. Muerte, religión y orden social quedan
vinculadas.
Venerar
y honrar debidamente a los muertos en este contexto no es una cuestión
simplemente emotiva y privada, sino un deber público y una confirmación
de la unidad entre los miembros de la sociedad.
Los
igbo de Nigeria se vuelven hacia el más allá varias veces a la semana.
No sólo hacia el más allá como ultratumba, se entiende, sino hacia los
ancestros que lo moran y a los cuales deben su existencia y su
identidad.
Una
de ellas es la ofrenda de agua y comida, que se arroja al suelo en
señal de respeto, o con objeto de solicitar ayuda económica, suerte o
salud. Semanalmente el jefe de la aldea repite la donación de forma algo
más formal y una vez cada siete años se sacrifica un animal para
ofrecerles su sangre rociando las figuras o las columnas de arcilla que
los representan.
La
tradición Igbo está grabada en las imágenes rituales y en su
legislación, por llamarla de algún modo. Si se les falta al respeto, o
si se insulta al antepasado de otro, las consecuencias pueden ser
dramáticas a menos que se produzca algún tipo de reparación ritual.
Cagarse en los muertos de un Igbo es cosa seria, amigos, ni se les
ocurra.
Por
supuesto esta presencia no es literal. A pesar de lo que nos gusta
pensar de esos supersticiosos y ridículos salvajes, ningún Igbo cree que
literalmente haya un tío segundo suyo muerto hace décadas bajo
las pezuñas de una vaca acechando en la esquina dispuesto a freírle a
capones si se salta la ley. Es algo más sutil, simbólico si lo
prefieren.
Como
se puede ver no se trata de recuerdos que conmemorar mecánicamente sino
el tejido mismo de la ley de la sociedad. Los muertos, en este punto,
están tan vivos como el agricultor que mira al cielo en tiempos de
sequía o el hijo que pide consejo a sus mayores; definen lo que los Igbo
son, lo que pueden y lo que no pueden hacer.
Entre
los Warlpiri australianos esta influencia llega a delimitar las
competencias y responsabilidades territoriales de los distintos
patriclanes en los que se divide su pueblo. Los relatos mitológicos
utilizados para transmitir su saber cuentan historias de peregrinaje
salpicadas por hitos en los que Fulanito hizo esto sobre esa roca,
Menganito se tendió en el suelo en aquella pradera de ahí. Estos
Fulanito/Menganito serían los antepasados fundacionales de cada clan,
los cuales estaban a su vez asociados a un animal totémico. Estas
historias sirven para adjudicar a cada clan/tótem una porción del
terreno del cual son supervisores honoríficos y de la cual, si bien no
ostentan la titularidad como nosotros haríamos antes de acribillarlo a
resorts y campos de golf, son responsables ante los demás Warlpiri. Esta
clase de historias acerca del origen de los grupos y que definen las
obligaciones de sus distintos segmentos recuerda en cierta medida los
mitos fundacionales de los estados-nación, como los Reyes Católicos y el
Cid Campeador (que cabalgara una vez muerto acojonando a los moros con
su egregia presencia o por el hecho de ser un zombi, no se sabe)
hicieran con este país nuestro que ahora mismo, mientras ustedes leen
estas líneas, se está yendo a tomar por culo.
Dicho
de otro modo, los muertos, antepasados, generaciones pretéritas, son el
cemento con el que se construye la identidad colectiva y quienes dictan
desde sus nichos quiénes somos y cómo hemos de vivir.
Las voces me lo ordenaron
Cualquiera
que haya recibido una educación más o menos religiosa sabe que si algo
obsesiona a los curas más que el sexo es la inmortalidad del alma, una
entidad que yo personalmente suelo imaginarme como una nubecilla de
colores con ojos, y que es lo que nos dota de vida e individualidad.
Este
alma cristiano-platónica hace posible, por una parte, justificar el
dominio del hombre sobre la naturaleza como ser “especial” provisto de
una fuerza mágica emanada del creador. Por otra, permite explicar la
variedad de mundos ultraterrenos y fenómenos extraños que animan la
historia cristiana y, de paso, dar de comer a Íker Jiménez.
Esto se hace a costa de lo que nos dicta la experiencia de la muerte,
tan limitada ella; no permite inventar gran cosa. Sabemos que llegada
cierta edad o en determinadas circunstancias los organismos dejan de
funcionar, se rompen, y lo único que podemos hacer es deshacernos de sus
restos.
Existe
una vieja polémica acerca de la capacidad de nuestros ancestros
biológicos para inventar historias de este tipo centrada principalmente
en algunos rasgos del tratamiento que el homo neanderthalensis daba a
sus difuntos. Yacimientos como el de la Chapelle-aux-saints en
Francia o Dederiyeh en Siria muestran cómo ya por entonces los muertos
eran merecedores de un tratamiento específico; enterramientos en fosas
colocando los cadáveres en posición fetal, o con los brazos extendidos,
cubiertos por una roca rectangular y con un trozo de pedernal en la caja
torácica. Algunos paleontólogos no dudan en achacar este tratamiento
singular a un emergente culto religioso (a los ancestros, los espíritus
de la naturaleza u otro tipo de deidad) cuyo significado no está a
nuestro alcance por razones obvias. Otros, sin embargo, prefieren
entender este tipo de enterramiento como una forma de evitar la
descomposición de los cuerpos para no atraer a los carroñeros. Puede
parecer una cuestión irrelevante para lo que viene siendo este artículo,
pero entiéndase el tipo de afirmación que podría desprenderse de estos
fenómenos si concediésemos a estos enterramientos la categoría de
enterramientos funerarios de carácter religioso. Sería como fechar en el
Pleistoceno Medio la aparición de la creencia en una “cosa” invisible
que hace rular la vida. Podemos inferir de este tipo de yacimientos (y
de otros como los de Qafzeh o Skuhl) que la imaginación humana ya andaba
disparada por aquel entonces, en un momento en el que la lucha por la
supervivencia dejaba poco tiempo para inventarse chorradas.
Sea
como sea, parece que este prototipo de alma caló, se difundió y brotó
espontáneamente en otros lugares, trasladándose por la vía del orfismo a
la filosofía griega, de ahí a Platón y finalmente a la Iglesia de Roma. Llegados a este punto la existencia real del ánima (curiosamente
ejemplificada mediante un imán, lo que se dice un cacho de metal raruno
con el que se cuelgan cartelillos en la nevera, por Tales de Mileto) parece una verdad asumida de la que no se duda a menos que se ande mal de la cabeza.
La muerte le sopla la nuca a Arnold Boklin |
Y
claro, si podemos hablar de una dualidad cuerpo-alma no hay motivo para
no hacerlo con una pluralidad de elementos. Entre los Melpa de Papua
Nueva Guinea existía la creencia en una duplicidad de esta forma de vida
inmaterial. Por una parte nos encontramos con el noman, entidad
motora del pensamiento consciente, que desaparece con el fallecimiento
del cuerpo, disolviéndose en el vacío. Por otra el min o espíritu ancestral, que al contrario que el noman no
se esfuma tras la muerte sino que migra, bien hacia la naturaleza
misma, permaneciendo en forma de espíritu errante, bien encarnándose en
un nuevo individuo.
El alma, si sobrevive al cuerpo, tiene que ir a alguna parte sí o sí. Creen los Trobriand que el baloma, su inquilino, vuela hasta la isla de Tuma, donde espera reencarnarse echando el rato como buenamente puede.
El
culto vudú en su vertiente haitiana distingue entre el cadáver, el
“angelote bueno”, el “angelito bueno”, la estrella y el alma propiamente
dicha. La veneración de los caídos sirve a los propósitos de los vivos,
acuden a su llamada. La división no es circunstancial sino que ayuda a
distinguir entre los distintos propósitos de los practicantes.
Dualismos, pluralismos, son formas de identificar ese algo superior sagrado al
cual sólo se accede gracias a los símbolos y el lenguaje aprendido en
comunidad de familiares y amigos. A medida que nos movemos sobre el mapa
y visitamos aquellos lugares en los que la muerte ocupa una posición
privilegiada en la cultura cobramos consciencia, y lo hacemos con
intensidad creciente, de las relaciones entre lo que queda de los
muertos (ideal o físicamente en tumbas, amuletos, túmulos funerarios y
restos conservados de todas las formas imaginables; Nigel Barley ofrece un completo muestrario en su divertido libro Bailando sobre la tumba) y lo que hacen los vivos.
Esta
variedad de formas en las que el alma es representada en otras culturas
dice mucho acerca de nuestras creencias en una esencia ajena al cuerpo
(puede que incluso el rechazo del mismo como “cárcel del alma”, materia
bruta prescindible y perecedera) y de la necesidad de fabular en torno a
este desgraciado acontecimiento que es la muerte. Por su universalidad
primero (porque de alguna forma habrá que acomodar la conmoción que
provoca y esto sucede en todas partes), por su particularidad después
(porque la imposibilidad de adentrarnos más allá del umbral ofrece
tantas respuestas como permite la imaginación).
Nuestro
modo de vida es completamente opuesto. Rara vez pensamos en la muerte
hasta que empezamos a sentirla en la habitación o hasta que nos encañona
en la sala de un hospital, momento a partir del cual comienza el
calvario de la práctica médica invasiva, los morideros modernos, la
respiración asistida y, en el peor de los casos, un ominoso desenlace
aislados en una fría habitación lejos de nuestros seres queridos.
Mientras tanto, fuera de este ecosistema médico, el mundo sigue girando
haciendo sentir su grito de guerra: carpe emptionem.
No
se entienda con esto que abogo por retrotraernos a una edad mítica, un
pasado idealizado en el que la religión ofrece mentiras tan piadosas
como útiles y todo el mundo es feliz de la hostia o al menos lo parece,
pero sí creo que la manera en que se silencia la manifestación pública
del duelo y la muerte reduciéndola a una simple “desconexión” del
organismo contribuye a alimentar los peores instintos que nos ha traído
la sociedad de consumo: egoísmo, desapego y soledad como virtud. Nadie
nace solo ni aprende a leer, comer y defecar en la taza del wáter solo.
¿Por qué este empeño en pasar a mejor vida solo?
A
pesar de todo hay que cuidarse de pretender ver en cada una de estos
actos religiosos un signo de frustración y rechazo. El sentido del pesar
profundo y la rebeldía ante el orden divino no puede ser la respuesta
comodín de la que echar mano cada vez que nos enfrentemos a la muerte, y
especialmente cuando ésta se produce en lugares alejados y en el seno
de culturas tan distintas de la nuestra. Lo que pretendo decir con esto
es que estas muestras etnográficas no son una prueba de la relativa
igualdad entre todos los hombres cuando llega la parca y siempre como
compensación o consuelo ante su inevitabilidad sino constatar la pérdida
que en cierto modo hemos sufrido al querer ser átomos en un mundo
insolidario y hostil en el que cada uno va a su bola. En este contexto
la muerte es siempre anónima y estéril, un simple switch biológico
incapaz siquiera de servir como abono para las generaciones venideras,
que es como funciona en el entramado ritual y religioso del culto a los
ancestros. ¿No ofrece más alivio y bienestar comprender el tránsito por
este perro mundo y comprenderse a sí mismo como parte de una comunidad?
Yo digo sí; prefiero que se coman mi cadáver y usen mis huesos para
cocido, y aspirar a la condición de parterre familiar que buscar con
ansia un lugar en la memoria colectiva pintando capillas, invadiendo
Polonia o inventando bombillas de bajo consumo. Al fin y al cabo, lo que
somos ahora, y esperemos serlo durante mucho tiempo (y llegados a este
punto toco madera) se lo debemos a todos los que ahora mismo crían
malvas sin saber de ellos siquiera si fueron héroes o villanos.
Miguel U, Pensar la muerte, jot down, 26/03/2013
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