El temps sempre és una distància.


En cierto sentido, siempre queda poco. Decir que no tenemos tiempo o que disponemos de todo el tiempo del mundo coinciden en no ser conmensurables con lo que ocurre. En primer lugar, porque lo que poseemos no es nada que disfrutemos a fin de poder ir dosificándolo, como si fuéramos propietarios de una caudal para distribuir o desperdiciar. 
by Lucian Freud

Cuando decimos que todo lleva su tiempo, constatamos que con ello se va el nuestro. Es imprescindible saber esperar, pero mientras tanto, implacablemente, transcurre, y de modo inexorable. No es que él se dilapide, puesto que es bien abundante y generoso para con lo suyo, es que nuestra propia existencia va sucediéndose a la par. Entonces, ya no es el tiempo lo que nos resulta inquietante, sino su duración, y más en concreto, la nuestra.

No es necesario enredarse en demasiadas constataciones ni ir demasiado lejos con ellas, aunque no deja de ser curioso, y hasta desconcertante, la naturalidad con la que los días van haciendo de lo suyo, mientras nosotros vamos a lo nuestro, como si no tuviéramos que ver. No suele tardar en irrumpir la sorpresa por la celeridad de lo que ocurre y a veces lo que ocurre es sencillamente lo que transcurre: el tiempo. Y, claro, la vida. Ya se sabe que la edad, más que el tiempo pasado, es el tiempo que nos queda para dejar de tener tiempo. Con frecuencia se oye decir que algo está a punto, que por fin va a suceder, que es cosa inminente. Y este aguardar que efectivamente nos pone en guardia es una forma de subrayar que falta tiempo, poco, pero tiempo. Y qué pueda significar poco si hablamos de tiempo es bien discutible.

Cuando los momentos son extremadamente complejos y difíciles, cuando acuciados por las necesidades de cada día no hay tiempo que perder, cuando se hace imprescindible intervenir, es como si se produjera una verdadera convulsión. La excusa del tiempo podría valer para ser descuidado, para desconsiderar el porvenir, para ignorar de dónde venimos, para perder el sentido y el olfato históricos, que tanto reclama Nietzsche para el pensamiento. Precisamente, es como si empujados por la ausencia de tiempo, ignoráramos nuestra tarea y nuestra matriz histórico-lingüística. Se precisa entonces una retorsión, la que se produce al obrar poco a poco pero inmediatamente.

A veces corremos desesperadamente como si nunca fuera a suceder lo que de una u otra manera será inevitable. Incluso sensata y serenamente  nos ocupamos de diversas tareas como si dispusiéramos del tiempo y nada estuviera urgido por necesidad alguna. Lo más curioso del tiempo de que gozamos es que no nos pertenece. Somos temporales, somos tiempo, no sólo en el tiempo, pero de algún modo precisamos si no ignorarlo, al menos obviarlo. Si Hegel señala que “el concepto borra el tiempo” es porque, en cierto modo, pensar es comportarse sin estar prendado ni sometido, sin más, a los avatares del tiempo, lo que no significa ignorarlos. 

Montaigne habla de “un tiempo enfermo”. Se refiere a una época concreta, o quizá no solo. Y al señalar que ello obedece a “la falta de amistad y de comunicación” cabe pensar que lo es por ignorar de dónde procedemos y a dónde deseamos o podríamos ir. Y no solos. Todo eso en realidad constituye asimismo quiénes somos. Al olvidarlo, nos dedicamos a medir el tiempo, a controlarlo, a dosificarlo, a ganarlo o a perderlo, sin que quede claro si en alguna dirección y con qué sentido. Y lo hacemos para mayor gloria de la actualidad, aunque borre el presente.

De una u otra manera, el tiempo es siempre una distancia, sobre todo de uno respecto de sí mismo, y de cuanto pasa respecto de lo que hay y de lo que es. Parecemos, en efecto, dispuestos a eliminar esa distancia, a que lo que deseamos ocurra sin más demora, a adoptar decisiones para zanjar lo que no es ya como nos gustaría. Al desconsiderar esa distancia, al estimar que nosotros somos el concepto, que nuestra simple decisión lo resuelve y lo sutura todo, somos insensatos e insolidarios con el pasado y con el porvenir, esto es, vaciamos el presente.

En efecto, vivir es siempre asumir que se trata de “ahora o nunca”. Este tiempo es nuestro tiempo y condiciona quienes somos, lo que resulta absolutamente decisivo, singularmente para nosotros mismos. Es eso lo que en gran medida propicia y determina una permanente inquietud, la de que también lo es para los demás, al coincidir con ellos, al encontrarnos en la misma tesitura y encrucijada.

La conciencia de la propia limitación, la necesidad de priorizar y de elegir, se sostienen en que no cabe reducir nuestra vida a la pura sucesión de actividades de posesión y de conquista. Paradójicamente, así desactivamos nuestra existencia, la vivimos en el modo de limitarnos a desprendernos de ella, de consumirla sin consumarla. Vamos pasando al compás de cierta inconsciencia, mientras a la par nos encontramos con que el tiempo no es un espacio permanente. En cuanto condición de posibilidad, se vacía sin nuestra acción y se esfuma mientras nos descuidamos. Nos planteamos la vida como si nosotros fuéramos ella, incluso la Humanidad, pero a la vez como si ambas se agotaran en nuestra existencia. Pensarlo y concebirlo habría de ser la clave que diera intensidad y densidad a cada momento, la fuerza de hacer del tiempo nuestro tiempo, una suerte de contratiempo muy suyo, lo otro del tiempo. Es nuestro privilegio. Y de ello no se deduce que no haya nada que hacer sino que hemos de entregarnos con pasión a vivir

Ángel Gabilondo, El tiempo que somos, El salto del Ángel, 15/10/2013

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