Estats Units i el rebuig de l'estat.
No son muchos. Tal vez cientos de miles en un país de millones. Un
ínfimo porcentaje de la población en cualquier caso. Pero saben lo que
quieren, como si se tratara de una revelación divina -no por casualidad
son incapaces de separar la religión de la política-, como si un profeta
les hubiese susurrado al oído. Si de algo se enorgullecen, es de sus
convicciones monolíticas, de su tesón, de su fe. Amparándose en
el mito de los Padres Fundadores, no están dispuestos a ceder o a
negociar un ápice. Poseen el predominio de la verdad y, como los
fundamentalistas de cualquier parte -los islamistas del entorno árabe y
persa, los neofascistas y neoanarquistas del nuestro-, están dispuestos a
inmolarse por su causa -o a sacrificar a los demás.
Se llaman de mil maneras y adquieren mil rostros diversos (a veces al
aire libre, a veces encapuchados), pero sus consignas son las mismas:
jamás retroceder -gritado con iguales dosis de histeria y de orgullo-,
nunca dar un paso atrás. Son radicales. Para ellos, la
democracia liberal es una engañifa, un ciclorama que oculta un régimen
oligárquico, en el que todas las decisiones son tomadas por unos cuantos
actores tras bambalinas (aquí no yerran del todo). Adeptos a las
teorías de la conspiración y provistos de una alergia visceral hacia
cualquier forma de gobierno, sueñan con un mundo desprovisto de leyes -o
con las escasas leyes que ellos impondrían.
Dostoievski los describió a la perfección en Los endemoniados,
por más que ahora no sean quienes arrojan bombas, al menos en
Occidente: irascibles, iluminados, puros. Es posible hallarlos en casi
cualquier sitio, aunque en muy pocos casos logran decidir la agenda
pública, como ocurre hoy en Estados Unidos. Desde hace años se han
agrupado allí en pequeños clubes, sumados en el movimiento denominado
Tea Party. Y, aunque son unos cuantos, al día de hoy han sido capaces de
capturar -de secuestrar- a todo el país. Inspirados tanto en las ideas
libertarias de Ayn Rand, Hayek ("el Estado es el problema, no la
solución") o Friedman ("las ventajas de la civilización... jamás han
provenido de un gobierno centralizado") como en el más pedestre
populismo de derechas o en los sermones de los cristianos renacidos (con
su lectura literal de la Biblia y su odio a Darwin), se han adueñado
del Partido Republicano.
Así, sin que exista una auténtica
crisis de deuda pública, han conseguido el cierre de la administración
federal sólo por motivos ideológicos. En su rechazo frontal contra el
Estado, al que consideran fuente de todos los males y perverso
destructor de la iniciativa individual, la reforma sanitaria propuesta
por el presidente y validada el Congreso y la Suprema Corte les parece
el mayor atentado contra la libertad y, a fin de combatirla, han
secuestrado a toda la nación. Lo más lamentable es que John Boehner, el
vocero de la Cámara de Representantes, haya aceptado seguirles el juego.
Temerosos de ser vistos como blandos y de perder los distritos
controlados por el Tea Party, los líderes republicanos se pliegan a sus
designios, provocando que Estados Unidos luzca, según el líder de la
mayoría demócrata en el senado, como una "república bananera". Ésta es
la terrible consecuencia de que, a lo largo de los últimos años, el
G.O.P. no haya sabido distanciarse de estos radicales sino que, en
contra de toda lógica, haya enarbolado su enardecida retórica, que no ha
tardado en convertirse en el discurso oficial del Partido.
En su dogmático frenesí, el Tea Party considera que Obama es su mayor
enemigo y no ha dudado en calificarlo de "comunista", de "musulmán", de
"dictador", de "terrorista". Los discursos de sus miembros no se ahorran
mentiras y exageraciones, repetidas hasta la saciedad por medios
conservadores como Fox o comentaristas ultramontanos como Glenn Beck,
los cuales apenas se sonrojan al comparar a Obama con Lenin o Stalin.
Debido a ello, ahora los republicanos son incapaces de deshacerse de
estos agitadores, que los tienen atrapados por el cuello mientras
Estados Unidos acelera su descomposición como potencia global.
La enseñanza es clara: nada hace tanto daño a un país como la
polarización retórica de su discurso público. En nuestro país aún no
padecemos una desmesura equivalente, pero hay que estar alerta para que
los excesos verbales no contaminen a sectores más amplios. Porque el
peligro se encuentra ya aquí, en algunos medios de comunicación y en las
redes sociales. Basta observar cómo los radicales de un lado exigen el
exterminio de los maestros de la CNTE o los comparan con parásitos, o
cómo los radicales del otro comparan al actual régimen con el de
Pinochet o igualan a Peña Nieto con Hitler, para saber que pisamos
terreno frágil. Si unos pocos iluminados han conseguido paralizar la
administración estadounidense, imaginemos lo que podría ocurrir en
México si la histeria retórica de unos y otros llegase a extenderse más
entre nuestros desgastados y zozobrantes partidos.
Jorge Volpi, Retóricas de la desmesura, El Boomeran(g),
Publicado en Reforma, 06.10.13
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