Sabem pensar?
Las funciones corporales y el pensamiento son comunes a la especie. Con arrogancia, el homo sapiens
se define así. Estrictamente considerados, todos y cada uno de los
hombres, mujeres y niños vivos es un pensador. Esto vale para el cretino
y para Newton, para el tarado casi incapaz de hablar y para Platón.
Como he observado, es posible que personas semianalfabetas, mentalmente
débiles e incluso deficientes hayan tenido pensamientos influyentes,
inventivos, que contribuyan a mejorar la vida. Esos pensamientos se han
perdido porque no fueron expresados o porque no les prestaron atención
ni siquiera quienes los tuvieron («mudos, oscuros Miltons» en un sentido
que va mucho más allá de la literatura). Como diminutas esporas, los
pensamientos son diseminados hacia dentro y hacia fuera un millón de
veces. Sólo una mínima fracción sobrevive y da fruto. De aquí el
inconmensurable despilfarro al que me he referido anteriormente. Pero la
confusión reside tal vez en otra parte.
Nuestra taxonomía, notablemente en el medio sociopolítico actual, tiende
a lo igualitario. ¿No disfraza y falsifica esto una jerarquía evidente,
pero en la que se repara escasas veces y con incomodidad? Vaga y
retóricamente, atribuimos a ciertos actos del espíritu y a los que
suponemos que son sus consecuencias —la idea científica, la obra de
arte, el sistema filosófico, la proeza histórica— la etiqueta de
«grande». Nos referimos a «grandes» pensamientos o ideas, a productos
del genio intelectual, artístico o político. No menos vagamente hablamos
de pensamientos «profundos» en oposición a triviales o superficiales.
Spinoza baja al pozo de la mina; el hombre de la calle se desliza
habitualmente por la banal superficie de sí mismo o del mundo. ¿Se
pueden agrupar estos polos, junto con las innumerables gradaciones que
hay entre ellos, bajo el mismo epígrafe indiferenciado? Los desechos y
el rudimentario balbuceo de la mente ¿pueden quedar cubiertos por la
misma desaliñada definición que la solución del último teorema de Fermat
o la producción shakespeariana de una metáfora imperecedera o los
cambios de sensibilidad? ¿Qué artificialidad —captada desde un principio
por caricaturistas y pretenciosos vulgares— hay en el Pensador de Rodin?
Todos vivimos dentro de una incesante corriente y magma de actos de
pensamiento, pero sólo una parte muy limitada de la especie da prueba de
saber pensar. Heidegger confesó lúgubremente que la humanidad en
su conjunto aún no había salido de la prehistoria del pensamiento. Los
alfabetizados cerebrales —carecemos de un término adecuado— son, en
proporción con la masa de la humanidad, pocos. La capacidad de albergar
pensamientos o rudimentos de ellos es universal y es muy posible que
vaya unida a unas constantes neurofisiológicas y evolutivas. Pero la
capacidad de tener pensamientos que merezcan la pena de ser pensados,
más aún, de ser expresados y conservados, es relativamente rara. No hay
muchas personas que sepan pensar con una finalidad que sea original, y
mucho menos que sea exigente. Todavía hay menos capaces de poner en
orden las plenas energías y el potencial del pensamiento y dirigir estas
energías a lo que se denomina «concentración» o pensamiento
intencionado. Una etiqueta idéntica oscurece los años luz de diferencia
que hay entre el ruido de fondo y las banalidades de la cavilación
comunes a toda existencia humana (como también lo es quizá a la de los
primates) y la milagrosa complejidad y fuerza del pensamiento de primera
categoría. Justo por debajo de este destacado nivel están los numerosos
modos de entendimiento parcial, de aproximación, de error involuntario o
adquirido (la devastadora frase del físico Wolfgang Pauli sobre los
teoremas falsos: «Ni siquiera están equivocados»).
Una cultura, una «actividad común» de los alfabetizados mentales, puede
definirse por la medida en que este orden secundario de recepción, de
posterior incorporación del pensamiento de primer orden a los valores y
prácticas de la comunidad, está extendida o no. El pensamiento
influyente ¿entra en la escolarización y en el clima general de
reconocimiento? ¿Es captado por el oído interno, aunque este proceso de
audición sea a menudo obstinadamente lento y esté repleto de
vulgarización? ¿O se ven el pensamiento auténtico y su valoración
receptiva obstaculizados, incluso destruidos (Sócrates en la ciudad del
hombre, la teoría de la evolución entre los fundamentalistas), por la
irreflexiva negación política, dogmática e ideológica? ¿Qué turbio pero
comprensible mecanismo de pánico atávico, de envidia subconsciente,
alimenta la «rebelión de las masas» y la ignorante brutalidad de los
medios de comunicación, que han hecho risible la palabra «intelectual»?
La verdad, enseñaba el Baal Shem, está perpetuamente en el exilio. Tal
vez haya de ser así. Cuando se torna demasiado visible, cuando no puede
cobijarse bajo la especialización y la codificación hermética, la pasión
intelectual y sus manifestaciones provocan odio y mofa (estos impulsos
se entretejen con la historia del antisemitismo; los judíos han pensado
muchas veces en voz demasiado alta).
¿Se puede aprender a meter la directa al pensamiento? ¿Se puede enseñar?
El entrenamiento y el ejercicio pueden fortalecer la memoria. La
atención mental, los periodos de interiorización y concentración pueden
hacerse más profundos mediante técnicas de meditación. En ciertas
tradiciones orientales y místicas, por ejemplo en el budismo, esta
disciplina puede llegar a grados casi increíbles de abstracción e
intensidad. Los métodos analíticos, la rigurosa consecuencialidad
formal, pueden ser enseñados y perfeccionados en la formación de
matemáticos, lógicos, programadores informáticos y campeones de ajedrez.
Impedir a los niños aprender de memoria supone lisiar, tal vez para
siempre, los músculos de la mente. Así pues, en las habilidades
cerebrales, en la receptividad y en la interpretación desarrolladas, hay
muchas cosas que es posible mejorar y enriquecer por medio de la
enseñanza y la práctica.
Pero, hasta donde sabemos, no existe ninguna clave pedagógica de lo
creativo. El pensamiento innovador y transformador, en las artes y en
las ciencias, en la filosofía y en la teoría política, parece originarse
en «colisiones», en saltos cuantitativos en el interfaz entre el
subconsciente y el consciente, entre lo formal y lo orgánico, en un
juego y en un arte «eléctrico» de actuaciones psicosomáticas en gran
medida inaccesibles tanto a nuestra voluntad como a nuestra comprensión.
Es posible enseñar los medios capacitadores: la notación musical, la
sintaxis y la métrica, el simbolismo y las convenciones matemáticas, la
mezcla de pigmentos. Pero el uso metamórfico de estos medios para crear
nuevas configuraciones de significado y nuevos esquemas de posibilidades
humanas, de crear una vita nuova de creencia y sentimiento, no
puede ser predicho ni institucionalizado. No hay democracia en el genio;
solamente una terrible injusticia y una carga que amenaza la vida.
Están los pocos, como dijo Hólderlin, que se ven obligados a aferrar el
relámpago con las manos desnudas.
George Steiner, Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento
Traducción: María Cóndor
Comentaris