amoralitat espanyola (Reyes Mate)
No sabe usted lo que significa reconocerse culpable en este país”, escribía Laín Entralgo cuando, tras la publicación de En descargo de conciencia, un crítico se detuvo en una fugaz frase, perdida en medio del libro, donde el antaño falangista dejaba de exculparse para decir que se sentía culpable del golpe de estado contra la República, de la ferocidad de la represión franquista y de lo que luego vino. Pero ¿de qué tenía miedo este hombre en un momento de su vida en que todo lo tenía y era un intocable? Algo grave y oculto debía saber porque no hay manera de entender la cerrazón de políticos, banqueros, hombres de negocios, jueces o eclesiásticos españoles para reconocer la culpa y, consecuentemente, para asumir públicamente sus responsabilidades.
Es tan notoria la diferencia con otros países que algunos han pensado
que la cosa tiene que ver con nuestra cultura católica. Es cierto que
al trocar la autoridad de la conciencia por el poder del confesionario,
se libera al culpable del calvario de la responsabilidad pública. Pero
quizá sean de ayuda para descifrar este enigma las reflexiones de un
fino observador de la mentalidad española llamado Walter Benjamin. Le
llama la atención lo singular del honor en nuestra literatura. En
cualquiera de nosotros el honor evoca dignidad, quizá un poco engolada,
pero con grandeza moral. Para Benjamin, sin embargo, el honor era la
coraza necesaria en estas tierras para salvar el pellejo. La vida física
era tan vulnerable que la sociedad se inventó una especie de
espiritualidad materialista para protegerse del desamparo. ¡Pobre
entonces de alguien sin honor! Cualquiera podía darle caza, de ahí la
necesidad de defenderlo a capa y espada. Esta “amoralidad tan española
en la manera de ver las cosas”, según dice Benjamin, podría explicar la
contumaz negativa del hombre público español a reconocer sus mentiras,
la corrupción de los suyos, el fracaso de sus decisiones, la doble moral
o la ley del embudo. Se niega a reconocer lo evidente porque si lo hace
se queda a la intemperie, entregado de pies y manos a sus rivales,
desde luego, pero también al trato despiadado de los cercanos. Lo que
está en juego no es la dignidad moral sino la integridad física, por eso
no se hacen concesiones. A la jerga política pertenecen expresiones
como “tragar sapos”, “tener piel de elefante”... y, sobre todo,
resistir, resistir a cualquier precio. Como decía el presidente Rajoy a
Bárcenas: “Luis. Se fuerte. Mañana te llamaré”.
En esto sí que nos diferenciamos de aquellas sociedades con marchamo
protestante. En estas, a diferencia de las católicas, se ha hecho paso
la cultura bíblica que habla de otra manera. En el mito bíblico de la
creación del mundo aparecen de la mano la culpa y la libertad. El primer
gesto libre del hombre recién creado es una transgresión. Muchos son
los que no han ocultado la sorpresa ante este relato. Se entiende que
aquel Adán fue bien formado por la mano del creador y, sin embargo y
contra todo pronóstico, su primer gesto libre consistió en contravenir
el mandato divino. Es un apunte muy intencionado. La vida del ser humano
sobre la tierra comienza en ese momento —en el octavo día de la
creación—, como si la historia de la humanidad, es decir, la realización
de la libertad estuviera unida a la elaboración de la culpa. En una
cultura, marcada con ese hierro, reconocer la culpa es un gesto moral y
así es visto y valorado. Quien asume su responsabilidad pública no queda
a merced de las fieras sino que es tratado con respeto. Lo que entonces
distinguiría al político o al juez o al banquero español de los demás
es el componente moral: inexistente en el caso de la amoralidad hispana y
presente en la de esos países donde la gente se va por una minucia. En
los ocho años de Merkel han dimitido dos presidentes federales, cuatro
ministros y un presidente del Bundeskank, por asuntos como copiar una
tesis o dejarse invitar. Willy Brandt dejó la Cancillería porque un
asesor era espía. ¿Se imagina alguien lo que sería la geografía española
con esa vara de medir?.
Que el público premie al corrupto o aplauda al mentiroso, no invita a
la esperanza ni habla mucho de la salud moral de esa sociedad. El
espectáculo de políticos elegidos por mayoría absoluta y que tienen que
abandonar la poltrona recién estrenada, salpicados por la corrupción,
habla de la desvergüenza de esos políticos pero también de la amoralidad
de sus votantes. Nos queda el consuelo de los payasos. Ellos asumen sus
torpezas, las exponen públicamente y las transforman en trampolín para
levantarse. Los niños lo entienden y aplauden. Si el circo es el último
refugio de la sabiduría política, habrá que invitar a los personajes
públicos a que pasen y vean.
Reyes Mate, La sabiduría de los payasos, El País, 12/10/2013
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