Nacional vs transnacional.
No parece demasiado aventurado afirmar que la historia del siglo XX
expandió con nuevos matices y una tenacidad digna de mejor causa la
célebre afirmación de Karl Marx acerca de que hechos e individuos solían
irrumpir dos veces en el territorio de la historia: una como tragedia,
la otra como farsa. A mi parecer, la expansión a que aludo se manifestó
sobre todo en dos versiones. Por un lado, combinando simultáneamente
tragedia y farsa, y, por otro, convirtiendo la farsa en algo mucho más
trágico que la tragedia y a ésta en más engañosa que aquélla. Son tantos
los ejemplos que se prestan a ser enumerados que tengo problemas para
mencionar tan sólo siete u ocho. Por lo demás, la expansión de marras
sigue progresando adecuadamente en el todavía imberbe siglo XXI.
Al margen de lo explícita e inmediatamente cruento, un ejemplo muy de
estar por casa (nunca mejor dicho) de la expansión de la idea marxiana
en cuestión lo constituye el ambiente político que se respira en
Catalunya desde hace poco más de un año. Ambiente que se podría resumir
como la fiebre autista de agitar banderas sin descanso (y sin pensarlo).
Tras la concentración del 12 de octubre en la plaza Catalunya de Barcelona, mi deseo de ser piel roja, astronauta o el hombre invisible
(mi sueño más soñado desde la infancia) se ha visto incrementado de
forma considerable. No logro concebir mayor infortunio para un
antipatriota como yo que vivir en un país escindido en dos identidades
jibarizadas y en dos banderas bicolores (de idénticos cromatismos) y
que, para colmo de males, celebra un par de veces al años una fiesta
nacional. Hay motivos de sobra para felicitar a los apologistas de la
tribu por su éxito comercial. Han arruinado cualquier posibilidad
cercana de vivir en una Catalunya plural y serena al tiempo que han
condenado a todo quisque (le guste o no) a pasar una temporadita en el
infierno de un terruño perfectamente polarizado y a tener que elegir
entre montescos y capuletos si se quiere ser algo en esta vida y en este
andurrial.
Un servidor se considera catalán y español al mismo tiempo por
razones de pragmatismo administrativo y, asimismo, por tenues
sentimientos de pertenencia y de vinculación que estaría dispuesto a
disolver en su corazón y su cabeza ante cualquier invitación razonable a
fundar una mezcla multitudinaria superior, a poder ser de naturaleza
interplanetaria. Pero estamos donde estamos (la humanidad sigue
balbuciendo y gateando desdentada y haciéndose caca en los pañales), por
lo cual en lugar de suspirar por el ahora mismo improbable advenimiento
de un tiempo y un espacio transnacional, lo menos insensato que se me
ocurre es aceptar el marco político que me ha tocado en suerte en espera
de que sea posible cambiar, al menos un poquito, sus usos y costumbres.
Nada puede parecerme más oportuno que oponerse a la moda nacionalista
que arrasa ahora mismo en (y a) Catalunya a la manera de “La semana de
la India en El Corte Inglés”. Ahora bien, siempre y cuando se haga desde
la racionalidad y desde la concreción. Responder a la estelada con la constitucional
o a las hazañas bélicas de Rafael Casanova con los prodigios náuticos
de Cristóbal Colón es ponerse a practicar un amor por la simetría de los
simplismos absurdo y enervante. Cuando una comunidad da por buena la
retroalimentación hostil como método de funcionamiento social, la
estulticia y la pereza mental suelen alcanzar cotas himalayenses. Pocas
cosas me deprimen más que oír a un observador supuestamente imparcial
del así llamado “conflicto catalán” decir eso de que Aznar,
Intereconomía y etcétera son una factoría de independentistas. Lo cual
equivale a conceder que la mejor forma de desautorizar una imbecilidad
consiste en abrazar la imbecilidad exactamente opuesta. No quiero
dramatizar, pero el argumentillo (por llamarlo de un modo indulgente) no
sólo me parece anoréxico, sino también peligroso. Y, desde luego,
también me desmoraliza sobremanera ver a supuestos antinacionalistas
catalanes (entre ellos algún progre) combatir las ondulantes
bravuconadas de Artur Mas y las permanentes de Oriol Junqueras (ese
hombretón enamorado de España) con la sola y paupérrima “razón”
geoestratégica de la integridad territorial de España.
Impugnar el nacionalismo -todos los nacionalismos- pasa forzosamente
por la rotunda negativa a discutir sobre mapas y banderas y por
trasladar el litigio político a los únicos asuntos serios que existen:
cómo adecentar la vida pública; cómo contrarrestar lo que está negando
día a día el poder económico y sus delegados políticos de la Moncloa, de
los gobiernos autonómicos y de los ayuntamientos, a saber: el derecho a
una vida digna; y cómo edificar con solidez un sistema educativo que
facilite a sus alumnos el acceso a la condición adulta. En otras
palabras, pasa forzosamente por proponer contenidos emancipados de los
límites propios de cualquier continente.
Josep Maria Cuenca, Contenidos y continentes, la lamentable, 15/10/2013
Comentaris