L'odi i les guerres culturals.
La política del odio nos inunda. En EE UU, el odio del Tea Party
hacia todo lo que representa Obama lleva al cierre del gobierno y pone
al país al borde del colapso económico, equiparando para ello la
introducción de un seguro sanitario (privado, por cierto) a una amenaza
existencial contra el modo de vida americano. En Rusia, el régimen de
Putin, que normalmente centra su retórica en la amenaza yihadista y el
unilateralismo estadounidense, inflama los ánimos contra los gays,
prohibiendo lo que denomina “propaganda homosexual”. En el Reino Unido,
los extremistas del UKIP piden la expulsión no ya de los inmigrantes
extracomunitarios, sino de ciudadanos de la propia Unión Europea
provenientes de aquellos países cuya adhesión a la UE Londres siempre ha
promovido. Y por el resto de Europa, desde Hungría a Grecia, pasando
por Finlandia o Francia e incluso España, los que odian se reagrupan
para sacar tajada de la debilidad de las instituciones nacionales y
europeas y captar votos con mensajes basados en la etnia, la pobreza, la
ignorancia o la supuesta inferioridad cultural de otros.
Tanta irracionalidad provoca perplejidad. Pero cuidado: es una
constante en la historia que los que son odiados no suelen entender por
qué lo son, lo que a veces les lleva a no advertir a tiempo la gravedad
de la amenaza que se cierne sobre ellos. En su poderosísimo libro, El problema con el Islam,
Irshad Manji, la feminista islámica y activista lesbiana asentada en
Canadá, interpela a Alá en los siguientes términos: “Si tu eres el
creador de todas las cosas, ¿por qué me creaste diferente y luego
ordenaste a todos que me odiaran?” Una pregunta que viaja muy bien desde
la religión al centro de la política contemporánea democrática. Si la
democracia consiste precisamente en el reconocimiento y organización de
la libertad individual, cómo se justifica entonces plantear la vida en
democracia como una “guerra cultural”.
El odio hacia los demócratas del que el Tea Party hace gala, un odio
profundamente antiamericano, arranca del discurso de Pat Buchanan ante
la Convención Republicana de 1992. La nominación para la candidatura
republicana a Presidente la ganó George Bush (padre), pero Buchanan
logró tres millones de votos en las primarias. En su discurso, a los 20
millones de puestos de trabajo creados por Reagan, Buchanan contrapuso
los 25 millones de niños no nacidos por culpa de la sentencia Roe contra
Wade que legalizó el aborto. Pero ahí no acabó la cosa. Reagan ganó la
Guerra Fría: ahora, continuó, nos toca completar su labor y ganar la
otra guerra, la “guerra cultural”. América, sostuvo Buchanan, “está
inmersa en un guerra religiosa por su alma”. Y en esa guerra,
homosexuales, feministas, abortistas, ateos e izquierdistas son los
enemigos. Igual que tras los disturbios de Los Angeles de 1992, las
fuerzas del orden, M-16 en mano, tomaron casa por casa para restablecer
el orden, concluyó Buchanan, nosotros vamos a recuperar nuestra cultura y
nuestro país. Algunos pensaron que Obama, que celebraba los valores
americanos con una propuesta de consenso y reconciliación en el centro,
iba a lograr acabar con la guerra cultural. Pero no parece que lo haya
logrado.
Si la política del odio es odiosa, ¿qué explica su recurrencia? Dos
son las posibilidades: una, que la política del odio refleje una pulsión
irracional del ser humano hacia la destrucción del otro; dos, que la
política del odio sea beneficiosa electoralmente, por tanto racional.
Los politólogos decimos que la política tiene dos caras: una es la de
“quién se lleva qué”, y trata de cómo se distribuyen unos recursos
limitados entre distintos grupos sociales; la otra versa en torno a la
imposición de valores. Entendida de la primera forma, la política puede
ser fuente de conflicto: si lo que tu ganas es lo que yo pierdo, la
tensión está servida. Pero también puede dar paso al consenso si las
partes deciden repartirse la diferencia.
Lo bueno de los conflictos distributivos es que los bienes en disputa
suelen ser son divisibles, por lo que suelen favorecer la emergencia de
consensos amplios en torno a posiciones centristas. Pero las
diferencias morales, identitarias, religiosas o culturales no se pueden
repartir tan fácilmente. Por eso son tan útiles; polarizan a los
electorados, alejándolos del centro, y fidelizan a los votantes en los
extremos. Si la política es racional, puedo cambiar mi voto en cada
elección dependiendo de qué ofrezcan unos y otros. Pero si lo que me
juego es mi identidad, religión o cultura y lo que me mueve es el odio,
cómo voy a votar por los otros. Si el odio funciona es porque es el
instrumento favorito de un tipo de guerra que suele pasar desapercibida:
la guerra cultural.
José Ignacio Torreblanca, La politica del odio, El País, 03/10/2013
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