El final dels escriptors?
A lo mejor, no estamos completamente muertos pero sí, desde luego, muy malheridos. Los letraferidos
de hace un siglo respiraban por esas aberturas que, como rendijas de
buzones, les dejaban los libros que fervientemente engullían. Nosotros
hoy, los hijos de aquéllos santos personajes, observamos nuestros pisos
tapiados por estanterías cargadas de miles de libros. Libros quietos que
ya no nos caben adentro pero que tampoco nos dejan conversar afuera.
Son como piezas de una muralla que se ha levantado entre nosotros y el
curso corriente del mundo exterior.
No solo los editores se encuentran moribundos, las librerías al borde
del desahucio y los distribuidores sin destino. Los escritores hemos
pasado de la perplejidad a la desolación y, si se va a ver, al
sinsentido. Toda la vida en esta meticulosa labor de elegir palabras,
letra a letra, y ahora los ejemplares se venden por kilos o se
acuchillan como una maligna excrecencia de la cultura. ¿De la cultura?
Ni siquiera sabemos con claridad, nosotros los viejos escritores,
cómo podría existir cultura sin libros pero ¿cómo negar que algo de algo
debe de haber? Recuerdo el caso de tantos colegas que trabajábamos como
devotos penitentes. El sustantivo, el adjetivo, el verbo, la coma, el
punto y seguido, la precisión. Todo ello constituía una labor tan
solitaria que, en ocasiones, la acentuábamos pidiendo aislarnos en algún
lugar apartado, para hacerlo aún más concentradamente. Aislarnos para
escribir mejor y, al cabo, para comunicar más a fondo el fondo.
Este ejercicio era como una destilación o camino de perfección que no
dudábamos en sentir como un trabajo duro. Ahora que yo pinto, no
pretendiendo ser Kandinsky y menos a la manera en que antes
(escribiendo) procuraba ser Kafka (de hecho, prefería ser Kafka muerto
que Vicente Verdú vivo), percibo la diferencia. Mientras pintar es el
gozo que hoy me premia o no, libremente, escribir solo era un gozo tras
haber penado para por lo escrito. Le preguntaban a Gil de Biedma por qué
escribía y contestaba: “Escribo para haber escrito”. Así, el
sentimiento de culpa disminuía
La escritura se presentaba como una tupida foresta, sagrada y
vocacional, que solo los muy elegidos traspasaban silbando. Los demás lo
hacíamos sudando. Pero bien, cuándo ya nos parecía a algunos de este
sudado pelotón haber alcanzado la dicha de poder decir justamente lo que
queríamos decir, ahora va y nos cierran la boca o no se oye el valor de
lo escrito.
Años y años buscando decir mejor y ahora apenas importa si la página
está peor o mejor escrita. Ahora lo que cuenta, lo que se ve, es cómo
será el intrigante final de la novela y muy poco la calidad de sus
líneas. Las líneas que algunos de nosotros trazábamos con los cinco
sentidos, ahora solo poseen el sentido de raíles para viajar por la
trama y a cuanta mayor velocidad mejor. La perfección de la escritura es
una antigualla lentificadora que solo compartimos los viejos veteranos.
Pero además, si se muestra una evidente perfección en una obra de arte
es señal de que no se está al día. Excepto en algunos productos
audiovisuales de alta velocidad de paso, lo otro, las ofertas para la
contemplación y delectación, ha perdido el tren, por despacioso.
Toda meditación, toda reflexión, todo pensamiento suelen parecer
demasiado largos y morosos. Frente a la meditación la intuición, frente a
la reflexión la acción, frente al pensamiento el movimiento. Pero no
voy a empeorar las cosas lamentando mucho estos cambios. Los cambios
cambios son. Y toda evolución, se dice, es para mejor. O sea que
estábamos en lo peor y gracias a Dios ya no servimos prácticamente para
nada. ¿Acuchillarnos? Paradójicamente la tapia que forman nuestras
estanterías cargadas de miles de libros nos salvan de una muerte
violenta y aunque solo a cambio de caer más tarde como ácaros. Ácaros
del griego acari, “diminuto”, “que no se corta”. Apegados al libro sangrante, pero aún vivo, que mañana será o no será.
Vicente Verdú, Escritores gravemente heridos, El País, 05/10/2013
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