Comportaments antieconòmics.
En 1966, el gran economista Kenneth Boulding cuestionaba la
relevancia de la Economía que se enseñaba en los libros de texto,
señalando que los individuos que los poblaban no eran seres humanos como
los demás. Eran una suerte de creación literaria, miembros de una
subespecie del género Homo sapiens muy especial, la llamada Homo oeconomicus,
la de los “hombres económicos”. Subespecie que, en su opinión, no podía
existir en el mundo real en estado puro por la sencilla razón de que no
podrían reproducirse, dado que “nadie en su sano juicio querría que su
hija se casase con un hombre económico, uno que ponderara cada coste y
exigiese ante ello su recompensa, que nunca fuese afligido por arranques
de enloquecida generosidad o amor no calculado, uno que nunca actuara a
partir de un sentimiento de identidad anterior y que realmente
careciera de ella incluso aunque ocasionalmente se viera afectado por
consideraciones cuidadosamente calculadas de benevolencia o
malevolencia”.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Y es que, o bien los
padres de las hijas casaderas han perdido esos principios (o han dejado
de guiarse por ellos), o bien ya había un número suficiente de mujeres
que se comportaban como auténticos hombres económicos. El caso es que su
número no ha dejado de crecer y sin duda hoy ya son sobrada mayoría en
países como el nuestro. Baste como prueba de lo dicho observar la
extensión de la corrupción aquí, pues está claro que un hombre económico
es siempre a la vez un empedernido corruptor y un predispuesto
corruptible. A esta invasión ecológica del nicho que antes ocupaban las
personas no enteramente económicas por parte de esta especie de hombres
económicos ha contribuido, por otro lado, el que estos se producen
también no sexualmente. Las Facultades de Economía y las Escuelas de
Negocios no “producen” tanto economistas como hombres económicos más o
menos puros; en el caso de algunas de las más reputadas instituciones
educativas, llegan a producir especímenes de una pureza casi vitriólica,
Homo oeconomicus al 100%.
Para distraerme de estas melancólicas reflexiones, dada mi profesión,
tomé la costumbre, hace ya algún tiempo, de ir anotando los
comportamientos antieconómicos que todavía de vez en cuando aparecían en
libros y prensa escrita, como si fuera una crónica anecdótica de la
extinción de una forma de estar en el mundo. Con el paso de los años, la
colección ha ido creciendo en cantidad, aunque adolece de una cierta
monotonía, pues la mayor parte de historias que he recogido son
variaciones de un mismo tema: la devolución por parte de alguien —pobre,
pues si no no era noticia— a su legítimo propietario del perdido sobre,
cartera o maleta conteniendo dinero o joyas.
Hay, no obstante, en mi colección algunas —pocas— auténticas joyas
del comportamiento antieconómico que suscitan a la vez reflexión y
maravilla por su belleza. Traigo aquí a colación tan solo tres por la
escasez de espacio, pero son auténticamente antológicas de lo mejor del
comportamiento de algunos seres humanos que no eran aún hombres
económicos puros.
La primera de estas historias, contada por Lluís Racionero, está
protagonizada por el gran escritor Josep Pla. Una vez se le ofreció
trabajar para el Saturday Evening Post. La oferta, tanto en
términos pecuniarios como de prestigio, era más que suculenta. Ningún
auténtico hombre económico la hubiese rechazado jamás. Sin embargo, Pla
lo hizo, aduciendo que ganar “tanto dinero le descabalaría el
presupuesto”. Soberbia respuesta. Frente al tener cada vez más que es el
objetivo que todo Homo oeconomicus está genéticamente
programado para perseguir, o a su reflejo especular, el tener cada vez
menos, aconsejado por delirantes anacoretas, Pla propone el tener lo
apropiado. Es difícil saber cuánto es eso. Cierto. Pero ya empezamos a
saber, gracias a los estudios de Economía de la Felicidad, que el tener
más desde el punto de vista agregado, medido por el crecimiento del PIB
dista —a partir de cierto nivel— de ser lo apropiado en términos de
bienestar o de felicidad.
La segunda de esas historias la narra Bruce Chatwin en su En la Patagonia.
Cuenta una conversación tras pernoctar en el hotel de Río Pico,
regentado “por una familia judía que no tenía la noción más elemental de
lo que era el lucro”. A la mañana, al pedir la cuenta, tuvo lugar el
siguiente diálogo:
—¿Cuánto le debo por la habitación?
—Nada. Si usted no hubiera dormido en ella, nadie lo hubiera hecho.
—¿Y cuánto le debo por la cena?
—Nada. ¿Cómo podríamos haber sabido que usted iba a venir? Cocinamos para nosotros.
—Entonces, ¿cuánto le debo por el vino?
—Nada. Siempre servimos vino a los huéspedes.
—¿Y qué me dice del mate?
—Nadie paga el mate.
—¿Qué es lo que puedo pagar, entonces? Solo quedan el pan y el café.
—No puedo cobrarle el pan, pero el café con leche es cosa de gringos y se lo haré pagar.
Es un diálogo delicioso. Viola sistemáticamente algunos de los
principios más básicos de la Economía que se enseña a los estudiantes en
nuestras facultades, y por ello un magnífico ejemplo de su alternativa,
la que se conoce como Economía del Comportamiento. Refleja un absoluto
desconocimiento (o desprecio) del concepto básico económico de coste de
oportunidad, que para muchos economistas está incluido en nuestro código
genético. Una sociedad en que tal diálogo ya nunca pueda producirse
será sin duda económicamente eficiente, pero cabe dudar que fuera
humana, o al menos, humana como lo era serlo antes.
Y mi tercera historia. Mi favorita. Apareció en El País Semanal
del 2 de octubre de 2005. La contaba en una entrevista Jacobo
Fitz-James Stuart, y en ella se relataba una experiencia personal del
inolvidable Rafael Azcona allá por los años cincuenta del pasado siglo.
Sucedió que en un viaje de Madrid a Zaragoza, Azcona y sus acompañantes
pararon en una venta a indicación de uno de los viajeros, pues en ella
“hacían y vendían unas magdalenas extraordinarias”, y, al parecer, así
lo eran. Años más tarde —cuenta Stuart— el escritor intentó alardear de
conocimientos gastronómicos recomendando a unos amigos viajeros que
pararan a comprar las muy recomendables magdalenas, pero para su
sorpresa allí les dijeron que ya no las tenían, que no las fabricaban.
Ante su insistencia por conocer los detalles, el ventero fue impecable e
implacable: “Las pedían mucho”.
La historia (casi) no necesita palabras. Quizá no las necesitaría en
absoluto si no fuese por la coda que le pone Stuart: “Una forma peculiar
de entender el negocio”. ¿Peculiar? Cierto que sí, pero solo para que
aquellos que aceptan religiosamente la actual elevación a los altares
del emprendedor como paradigma de lo mejor de lo humano. ¿Peculiar?
Cierto que sí, pero solo para aquellos que no hayan trabajado o no se
imaginen cómo es trabajar en un bar de carretera, con los pies hinchados
de las interminables jornadas laborales tras una barra y con la más que
escasa interacción humana propia de un lugar donde uno para, hace sus
necesidades biológicas, se toma un café, compra unas magdalenas y se va
para no volver. Nada más humano, quizá, nada más peculiarmente humano
que tratar, en esa situación o en cualquiera otra semejante, de zafarse
un poco si el negocio o las circunstancias lo permiten, y dejar de ser
un agobiado Homo oeconomicus tratando de ser un poco homo sin más adjetivos.
Para acabar. En un país con seis millones de desempleados, una “defensa” de los comportamientos antieconómicos puede sonar a boutade
desalmada, por más matizada que sea. Pero a todos aquellos que piensen
que lo que ahora se necesita es aumentar el peso de la razón
economicista en nuestros comportamientos, tan solo les preguntaría si no
creen que del actual marasmo de la economía española alguna culpa tiene
la expansión brutal de la subespecie del Homo oeconomicus por nuestra sociedad.
Fernando Esteve Mora, Hombres (poco) económicos, El País, 20/09/2013
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