A qui ensenyem?

Campeones de Barrio - Berni
by Antonio Berni
Pensar de verdad en los docentes incluye considerar lo que les ocurre a quienes enseñan. A pesar de tantas dificultades, bien conocen que son la razón de ser de su labor. Y al tenerlos bien presentes la cuestión es efectivamente quiénes son. Niños, niñas, chavales, adolescentes, jóvenes, hoy por hoy de todas las edades, son el sentido y dan sentido a la tarea de enseñar. Es preciso no sustraerse a lo que cada uno, cada una, son como seres singulares e irrepetibles. Y no es fácil. En la consideración por lo común, en la atención colectiva, no se diluye, antes bien resplandece, cada quien en su carácter insustituible. Sin duda, la labor es ardua y no siempre se disponen de los mejores ánimos o de las precisas fuerzas. Y condiciones. Y entonces quien enseña se encuentra efectivamente falto de recursos en múltiples sentidos. No de motivos.

Sin embargo, el buen docente no ve únicamente alumnos y alumnas, encuentra a seres singulares, quienes con alguna suerte de desamparo esperan, con no demasiada paciencia, y tienen necesidad sin conocer siempre lo que precisan. En la mirada de su desconcierto advierte aspectos de sí mismo, aunque no puede permitirse refugiarse en él. 

Insistir en que no solo se educa en horario escolar es tanto como recordar que es tarea de todos, que nadie ha de desentenderse de esa responsabilidad que nos atañe. En cualquier caso, hay quienes, por su preparación, por su ocupación, su oficio y su competencia dedican tiempo de vida, vida propia, a enseñar. Y lo hacen a la par porque no dejan de ser capaces de aprender. Al encaminar y acompañar como docentes no cesan de buscar conducirse a sí mismos adecuadamente. Muestran, señalan, indican, significan. Y no pocas veces entienden la orfandad de quien les mira, tanto como la que ellos sienten al ser requeridos, en tantas ocasiones más allá de lo razonable, por mucho que sea dentro de lo imprescindible. 

Es bien conocido que la desconfianza atenaza y que el desánimo no es el mejor componente de la audacia de enseñar. La necesaria labor crítica para con la actividad docente, si se tiene en cuenta que no es menor la que los propios docentes tienen de su propia tarea, no implica que esta haya de descalificarse. La mesura es profundamente educativa y la ponderación clave del equilibrio del juicio. El juego de las exageraciones no es cierto que estimule, al contrario, desalienta tanto como la palabra injusta.

Nuevamente se trata de reorientar la mirada y de ocuparnos de quienes con alguna indefensión efectivamente se ven más afectados por nuestros despropósitos. Ahora bien, fijados en ellos, en ellas, atentos a su vida vivida y por vivir, precisamente por eso, es cuestión de velar por la actividad docente, pero muy singularmente por el propio docente. Parece difícil una mejora radical sin que nos veamos concernidos e involucrados, a no ser que consideremos que es preciso un cambio total que, por lo visto, no  siempre incluye a quien lo preconiza. Todo ha de ser diferente, menos uno mismo.

Cuando en un entorno personal, afectivo, cercano, tal vez en nuestra propia casa, nos encontramos con quien en otro contexto es un alumno, una alumna, sentimos un cierto vértigo no solo, como tanto se dice, por lo que debe ser vérselas en un aula con un conjunto numeroso de seres semejantes, sino más seriamente por lo que significa en concreto su propia vida, sus sueños, sus deseos y sus necesidades, por cómo pueden diluirse, esfumarse o  enturbiarse en un conglomerado de indefiniciones, si no vienen a ser posibles en una comunidad en la que encontrar cauces, respuestas u orientación.

Efectivamente, es decisivo qué se enseña, lo que desde luego no es indiferente ni independiente de quién enseña. Por supuesto, por su preparación, por sus conocimientos y no menos por su modo de relación con ellos y por su forma de vivirlos. A eso hemos de asociar los valores y no limitarnos a preconizarlos o a reclamarlos vacía y abstractamente. No deja de ser determinante para qué se enseña. No sólo pensando en la mera utilidad, sino en la finalidad, leída muy específicamente como “aquello con miras a lo cual” lo hacemos. Y se trata de responder a necesidades, no siempre explicitadas, pero la más decisiva es la de ser autónomos y libres, capaces de memoria, de gratitud y de responsabilidad y de afrontar desafíos generosa y eficientemente, y con dimensión y alcance plural y común. Sobre ello se configuran los mecanismos, los procedimientos, y se programan y se definen formas y contenidos. Pero no solo. Precisamente porque es decisivo a quién se enseña. Y aquí, el afecto, aquel que incluso puede sentirse antes de todo trato, es determinante. 

El conocimiento no es un simple aditamento ni un mero ingrediente que añadir a una forma de vida. Es constitutivo de ella y se ha de incorporar a la misma, impregnarla y definirla. Por eso es tan atractivo encontrarse con quienes lo viven activa e intensamente hasta el punto de alumbrar y de generar toda su existencia. Pero para ello es imprescindible atender y considerar a tantos niños y niñas vulnerables, a tantos chavales en el desamparo de deambular errantes, sin entornos afectivos mínimamente estructurados, o a quienes ensayan una adolescencia que a veces dura demasiado, incluso para siempre. En cierto modo reproducen lo que también ocurre en no pocos contextos supuestamente adultos, lo que paradójicamente no siempre facilita la comprensión. Comprobamos que les sucede lo que no siempre nos gusta y que sin embargo también en cierta medida nos ocurre a nosotros mismos. Enseñar alcanza entonces a la necesidad de propiciar formas de vida, toda una tarea socializadora y civilizatoria, para atender la diversidad de cada singularidad en la convivencia. 

Quien es docente bien sabe que precisa de los demás para abordar tamaño desafío, y de su apoyo, de su colaboración y de su confianza, muy singularmente de los entornos familiares y sociales, de toda la comunidad educativa. Y no solamente. No es secundario con quién se enseña. Pero siempre por y para los chavales, los chicos y las chicas que un tanto estupefactos entienden con dificultad el mundo del que forman parte. Va por ellos, va por ellas. Son el verdadero sentido y destino del enseñar y del educar y la mejor prueba de que no basta con recordarlos es hacer de eso cotidiana memoria viva. 

De lo contrario, las precisas incertidumbres llegan a ser una mera recopilación de dispares propuestas, a veces de diversas instancias y administraciones, que podrían conducirnos a la sensación de que la razón de enseñar vendría a ser un conjunto de sentencias y normativas que, en la desconsideración de quien ha de aprender a vivir su propia vida, son aparentemente firmes, pero en realidad puro titubeo, vaivén de opiniones, de indicaciones y de decisiones para dejar sentado de modo desconcertante lo que ya Platón describe en  La República: “un hombre que no es un hombre, viendo y no viendo un pájaro, encaramado en una rama que no era una rama, arrojó y no  arrojó una piedra que no era una piedra”. 

Angel Gabilondo, Razón de enseñar, El salto del Ángel, 04/10/2013
 http://blogs.elpais.com/el-salto-del-angel/2013/10/raz%C3%B3n-de-ense%C3%B1ar.html

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