text 97: Slavoj Zizek, La barbarie con rostro humano




Estos días suele oírse que, si queremos lidiar con la actual epidemia, necesitamos cambios sociales radicales (yo mismo soy una de las voces que abogan por esto); pero los cambios radicales ya están ocurriendo.
La epidemia de coronavirus nos confronta con lo que considerábamos imposible, no podíamos ni imaginar que algo así pudiese ocurrir en nuestros tiempos: el mundo que conocíamos ha dejado de girar, países enteros han sido cerrados y muchos de nosotros nos encontramos confinados en nuestros apartamentos (¿qué hay de aquellos que no pueden permitirse siquiera esta mínima precaución?) frente a un futuro incierto en el que, incluso si la mayoría de nosotros conseguimos sobrevivir, nos espera una gigantesca crisis económica.
Esto significa que nuestra reacción debe ser también hacer lo imposible: lo que parece imposible dentro de las coordenadas del orden mundial existente.
Lo imposible ha ocurrido, nuestro mundo se ha detenido, y ahora debemos hacer lo imposible para evitar lo peor. ¿Pero qué es lo imposible?
No creo que la mayor amenaza que plantee el coronavirus sea una regresión a la simple barbarie, a la violencia brutal por la supervivencia, con sus desórdenes públicos, sus linchamientos derivados del pánico, etc. (aunque, con el posible colapso de la sanidad y de otros servicios públicos, esto es también bastante posible). Más que a la mera barbarie, temo a la barbarie con rostro humano: medidas despiadadas de supervivencia impuestas con arrepentimiento e incluso compasión, pero legitimadas por las opiniones de los expertos.
Un observador atento se habrá dado cuenta del cambio de tono en la forma que tienen de dirigirse a nosotros aquellos que están en el poder: no están simplemente tratando de mostrar calma y confianza, también suelen lanzar predicciones directas –es probable que la pandemia dure unos dos años, que infecte al 60-70% de la población mundial y que se lleve por delante a millones–.
En resumen, su verdadero mensaje es que tenemos que restringir la premisa básica de nuestra ética social: la preocupación por los débiles y los ancianos. En Italia, por ejemplo, ya se ha propuesto que, si la crisis del virus empeora, los pacientes de más de 80 años o aquellos que padezcan otras enfermedades graves serán abandonados a su suerte para que mueran.
… nuestra principal prioridad debería ser, no obstante, no economizar, sino ayudar incondicionalmente e independientemente de los costes a aquellos que lo necesitan para permitir su supervivencia.
Así que disiento respetuosamente con el filósofo italiano Giorgio Agamben, que ve en la actual crisis un síntoma de que “nuestra sociedad ya no cree en nada sino en la vida desnuda. Es obvio que los italianos están dispuestos a sacrificarlo prácticamente todo (las condiciones normales de vida, las relaciones sociales, el trabajo o incluso las amistades, el afecto y las convicciones religiosas y políticas) por el peligro de enfermar. La vida desnuda, y el peligro de perderla, no es algo que nos una, sino algo que nos ciega y nos separa”.
Las cosas son mucho más ambiguas, pues esto TAMBIÉN une a la gente: mantener una distancia corporal es una señal de respeto hacia los otros, en tanto yo también podría ser un portador del virus. Mis hijos me evitan porque temen poder contaminarme, ya que lo que es para ellos una enfermedad pasajera podría ser mortal para mí.

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