187: Fernando Broncano, Perplejidades



Un amasijo de ARN y proteínas ha hecho por él lo que al mercado le costaba conseguir: confinar a la gente en una existencia social en la que la sociedad parece haber desaparecido para que solamente malvivan individuos solitarios y familias solitarias.
¿Qué ha ocurrido? ¿cómo ha sido posible esta conmoción? Aunque ha habido otras epidemias de virus en la historia contemporánea, como la “gripe española” de 1918 y la epidemia del parecido virus SARS de 2003, lo excepcional de esta pandemia es que ha afectado a la misma fábrica del sistema socioeconómico contemporáneo que llamamos “globalización”.  La trama de dependencias entre lo informacional, lo económico, lo social y lo político se han entretejido para generar efectos amplificados. Se puede aplicar sin reservas la metáfora de la mariposa y el huracán al virus Covid-19. A medida que se ha creado una corteza tecnoeconómica planetaria de una densidad inusitada de relaciones de todo tipo (comerciales, financieras, militares, informacionales, geoestratégicas, tecnológicas), pareció en algún momento que la historia entendida como suma de contingencias había desaparecido bajo esta esfera trabada, lo que dio origen a las proclamas del fin de la historia y de la imposibilidad de imaginar el fin del capitalismo. Pero la contingencia y las estructuras firmes se entrelazan de formas extrañas. Hace poco más de cien años, en la época de un capitalismo financiero e imperialista aparentemente todopoderoso, una imprevista contingencia, la de un asesinato en Serbia, desencadenó la más mortífera de las guerras, que, a su vez, desencadenó la más promisoria de las revoluciones, el movimiento político más cruel de los nunca imaginados, otra segunda y más destructiva guerra…, y el mundo contemporáneo en el que han crecido varias generaciones. Aún es pronto para saber si nos encontramos en un punto de inflexión tan profundo como el que abrió el asesinato en Sarajevo del Archiduque heredero. Lo que sí sabemos es que una pandemia ha sacudido al sistema entero de dependencias políticas, económicas, sociales, tecnológicas. La condición de globalidad que tiene la pandemia hace que el acontecimiento tenga un carácter insólito y singular, no comparable a ninguna otra cosa que haya ocurrido en la historia, fueran epidemias o guerras. Las interdependencias que han creado la sociedad red y el capitalismo informacional, puestas a prueba por esta conmoción, abren espacios de posibilidad mucho más amplios que los existentes antes de enero del 2020. 

Y, efectivamente, esta es la paradoja: que un mundo globalizado haya sido al mismo tiempo un mundo más lleno de muros y fronteras físicas, ideológicas y culturales. El coronavirus es, en su ascenso a pandemia, un actante global. Los estados-fortaleza se apresuraron a alzar los muros, cerrar las fronteras, clausurar aeropuertos, pero el virus no pareció reconocer tales límites y en su rápida extensión ha desvelado cuán fatua era esa hibris. La desmesura del poder era, estrictamente, una incapacidad para medir los alcances del poder de los estados para cumplir lo que les justificaba, servir y proteger a los ciudadanos. Y precisamente porque los muros de la seguridad se han derrumbado, se han puesto de manifiesto cuán fuertes son las dependencias y cuán débiles las pretensiones de aislamiento. Esta primera paradoja se asienta al final sobre una alternativa que estará presente en el paisaje al final de la batalla: neofeudalismo, impulsado por las fuerzas centrífugas que avanzan fractalmente por los territorios, sostenidas por las olas identitarias y supremacistas, o cosmopolitismo, que recree lazos jurídicos, instituciones de control de los poderes, representaciones globales que caminen en la dirección de la justicia de los pueblos, la sostenibilidad del planeta y la cooperación.
La segunda de las perplejidades: el confinamiento en lo doméstico parecería ser el resultado último y final de la civilización neoliberal. La proclama de Margaret Thatcher de que no existían sociedades, solo individuos y familias parece haberse convertido en una cruel realidad física. Se habla ya de una sociedad futura basada en el teletrabajo, lo que sería el sueño final del individualismo. Un estado poderoso y una ciudadanía aislada y en continua competencia. Y, sin embargo, qué oleada mundial de sentimientos de hermandad y codependencia. La separación física en el ocasional encuentro en el supermercado se superpone a una conciencia cada vez más clara del cuidado que nos debemos unos a otros. Se hace visible como nunca la insolidaridad y el egoísmo de algunos, que produce una irritación moral nunca vista en la era del neoliberalismo. No sabemos qué deparará el futuro, pero ya es claro que la ideología neoliberal ha perdido una batalla cultural de la que le será difícil recuperarse. El neoliberalismo nació acompañado de un imaginario de libertad de una sociedad de emprendedores pequeños propietarios que organizaban su vida de acuerdo con sus posibilidades y obtenían de ella tanto como esfuerzo habían gastado en lograr lo que tenían. El estado, en este imaginario, no era sino un mal necesario que servía en el mejor de los casos para proteger la libertad de mercado y en el peor para mantener a una multitud de charlatanes y vagos con la cantinela de los servicios públicos. Fue un imaginario que logró saltarse casi todos los controles de lo común e instaurar una lógica de mercado en todos los aspectos de la existencia que pudo, incluyendo, quizás, sobre todo, la propia identidad convertida ahora como un fondo en el que había que invertir y que había que “vender” lo mejor posible. En las políticas públicas, introdujo la convicción de que cuanto más se “externalizara” o privatizase la gestión se lograría más eficiencia y ahorro; en el dominio internacional, relajó todo tipo de políticas antimonopolistas, de control de flujos de capital, incluso animó a muchos gobiernos a usar los bancos offshore para todo tipo de pagos, sobornos y capitales, logró arrinconar a los sindicatos convirtiéndolas en instituciones burocráticas especializadas en el cada vez menor sector público y en las pocas grandes empresas que aún mantenían convenios colectivos. Pero sobre todo obtuvo el mayor de los éxitos en su propuesta de educar las almas de los ciudadanos convirtiéndolos en individuos.
Como el mercado, el coronavirus avanza despiadado, pero se autodestruye si el organismo que ha colonizado muere y no puede contaminar a otro organismo. La paradoja está en que la transparencia de la lógica de la pandemia ha sido tan despiadada que ha dejado inanes las fuerzas de los aparatos ideológicos neoliberales frente a la potencia de la verdadera adaptación darwiniana. La entrada en la unidad de cuidados intensivos del Primer Ministro británico, que había soñado con convertir el Reino Unido en un paraíso fiscal, una selva darwiniana, que había optado, consistente con su ideología, al comienzo de la crisis por una política darwiniana de aceptar los muertos que fueran necesarios para la “inmunidad del rebaño”,  representa con sardónica ironía esta paradoja. Como en el cuento del Rey en El Conde Lucanor, el virus descubrió la desnudez de los estados. Las miradas y las esperanzas se volvieron en pocos días a la parte de la población a que abandonaba toda lógica individualista, a quienes literalmente ponían su cuerpo y su vidas para salvar las de otros, a quienes estaban movidos por la cooperación y el deber antes que por el cálculo. Las metáforas biológicas también tienen doble significado y hemos descubierto que el apoyo mutuo, contradiciendo al neoliberalismo, había sido también una propiedad emergente y poderosa en la lucha contra los parásitos. Me atrevo a decir, quizás cediendo a la esperanza, que el día 11 de marzo de 2020, cuando la Organización Mundial de la Salud declaró la pandemia del covid-19, el neoliberalismo entró también en la unidad de cuidados intensivos.
Sorprende ahora que las voces más ortodoxas se apresuren a poner en marcha políticas contrarias a la austeridad, basadas incluso en remedos de una renta básica universal, que hayan aceptado tan deportivamente la pérdida de valores financieros y proclamen la reactivación de la economía real y el cuidado de los más débiles. Tampoco conocemos el futuro del capitalismo. Es posible que la crisis sea una oportunidad para que algunos compren a precio bajo para enriquecerse como los buitres del extraperlo de antibióticos después de la II Guerra Mundial. Pero también es posible que esos fondos buitres que colonizaban los centros de las metrópolis expulsando a sus habitantes hacia viviendas cada vez menores, más lejanas, de peor condición y a precios más altos, hayan perdido por décadas sus beneficios. En un espacio político polarizado como nunca, las medidas están convergiendo hacia respuestas de protección social contra las que nació el neoliberalismo. En una sociedad progresivamente individualizada y aislada, el confinamiento está generando nuevas conciencias de solidaridad y vecindad. La pandemia dejará un paisaje desolado con grandes perdedores y previsiblemente mayor desigualdad, pero también habrá dejado abierta una nueva ventana de oportunidad. Nunca hasta ahora había sido posible imaginar un sistema mundial basado en otras bases económicas que el capitalismo e ideológicas que el neoliberalismo. Ahora hay una posibilidad de plantear la transición ecológica como una transición sistémica. Si hubo un momento en el que fuera posible imaginar otro mundo es ahora, cuando se han fracturado los discursos deterministas y el sentido de vulnerabilidad colectiva nos hace más sensibles a nuevas propuestas de un mundo reorganizado sobre la cooperación, el cuidado y la sostenibilidad.
La tercera de las perplejidades la suscita la ambivalencia con la que la ciencia ha entrado en nuestras vidas, en la esfera pública de los medios de comunicación y las redes y, en general, en la vida democrática, desde las decisiones de las autoridades a la controversia política. 
El virus nos encontró en la ignorancia. Las llamadas a la prudencia que habían hecho los movimientos ecologistas y las comunidades científicas sobre los peligros inminentes que amenazaban una civilización organizada sobre el negacionismo y la ignorancia voluntaria cayeron en el vacío, salvo acaso en el sótano de la conciencia para producir un pequeño malestar como el de una digestión pesada. Cambio climático y pandemia. Todo a la vez. La reacción de la esfera pública y la de los profesionales de la política fue de sorpresa. En una primera oleada el término “ciencia” llenó las páginas, las pantallas, los discursos. En una segunda oleada, periodistas, opinadores, políticos ya se habían convertido en expertos en interpretar a los expertos, en técnicos en interpretar complejos modelos matemáticos que no entendían, pero cuyos resultados estaban bien representados en escalas “logarítmicas”, que cada mañana nos explicaban las primeras páginas de los periódicos. A la ansiedad por la fama televisiva o mediática le había sucedido una suerte de angst epistémica, de necesidad de saber y de ser reconocido como conocedor. Quién no expresó en su momento la opinión firme y contundente sobre lo que tendrían que haber hecho los gobiernos dado lo “que se sabía”. 

Nuestras sociedades del conocimiento, paradójicamente, se han convertido en sociedades de la ignorancia. Como en las inundaciones en las que el agua es lo primero que falta, en las sociedades de la información el conocimiento es lo primero necesario. La red social que hace posible el conocimiento experto y científico permanece generalmente en los entornos subordinados del poder político y económico. Exceptuando algunos ingenieros y científicos gestores, las comunidades científicas se dedican a investigar y publicar o a investigar y no publicar si trabajan en laboratorios de grandes empresas multinacionales. Su trabajo suele ser lento, tedioso y poco compensador económicamente. Sus conclusiones suelen ser dubitativas y necesitan siempre mas recursos para seguir produciendo dudas, advertencias y, ocasionalmente, vacunas efectivas. Demasiado poco para una sociedad con necesidades urgentes de certezas. La sociedad del conocimiento ha descubierto que ignoraba muchas cosas, entre ellas, la primera, qué hacer cuando no se sabe, o se sabe que no se sabe. Acostumbrada al autoelogio descubre de pronto que no sabía que no sabía.
Hay una epistemología profunda que tienen en común Trump, Bolsonaro, Johnson con tantas otras formas de política inspiradas por el neoliberalismo, aprendidas en la experiencia de los negocios: es la comprensión del mundo en términos de daño económico, de caída de tasas de crecimiento o de volumen de beneficios, en lo actual, y de incertidumbres y expectativas en lo imaginario. El sufrimiento humano, en su vasta heterogeneidad, queda fuera de esa lógica. La muerte en soledad, el hambre de una familia sin recursos, sin recursos siquiera para comunicar su falta de recursos, la desolación de quien ha perdido con su pequeña empresa su plan de vida, la incapacidad de la madre soltera en una pequeña vivienda para hacerse cargo de los niños, de su trabajo y de su propia vida, ..., todas estas cadenas de sufrimiento quedan fuera de una lógica del cálculo, no pueden encontrarse equivalencias, y no puede encontrarse por ello modos de darles entrada en un libro de registros de costos y beneficios. De ahí las continuas contradicciones, las diarias variaciones de opinión, las irritaciones contra cualquier discurso experto o político que se base en otra cosa que la lógica del daño al beneficio. Quizás hemos necesitado la irrupción de la naturaleza para entender que la humanidad vive en dos realidades: en la que existe el cuerpo, la mente y el sufrimiento y en la que existe esa extraña fuerza que llamamos mercancía y que todo lo iguala, desde las cosas a la imaginación. Por eso entienden que toda medida orientada al sufrimiento es "irrealista". Hay una especie de división del trabajo hermenéutico que tiene consecuencias políticas. Mientras se exige a quienes padecen la crisis que imaginen y entiendan las dificultades de la empresa, no importa políticamente imaginar el sufrimiento de los de abajo.
En el ojo del huracán de la crisis, la tensión entre democracia y conocimiento ha vuelto como periódicamente vuelven a la escena las tragedias griegas. Al fin y al cabo, Sócrates fue condenado por el tribunal emanado de la asamblea griega por predicar entre los hijos de los patricios que el gobierno debería estar en manos de los más preparados y no del populacho. La asamblea ateniense tenía sus propias opiniones sobre quién eran los más preparados. Estaba acostumbrada a decidir los nombres de los estrategos que habrían de dirigir la flota, o de los arquitectos que debían encargarse de construir puertos en las colonias o murallas en la polis. La tensión fue constitutiva de la frágil democracia ateniense que, sin embargo, fue hegemónica en el Mediterráneo durante trescientos años y siguió siendo hegemónica culturalmente por el resto de la historia occidental. En ningún lugar como Atenas  y sus colonias, durante la hegemonía, o sus áreas de influencia cultural en el helenismo, se llegó a apreciar tanto el conocimiento científico. Allí nacieron las instituciones de trabajo lento, concienzudo, comunitario, que llamamos ciencia y filosofía. En ningún lugar como en ellas, tampoco, se discutió tanto su posición clave en la polis sin dejar que los filósofos aspirasen a ser reyes. La sociedades postpandemia están en tensión y deberán navegar entre el Caribdis de la vuelta a una sociedad de opinadores y tertulianos y la Scilla de una tecnocracia.

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