155: Eva Illouz, El coronavirus y la insoportable levedad del capitalismo








Las crisis ponen en primer plano las estructuras mentales y políticas y, al mismo tiempo, desafían las estructuras convencionales y la rutina. Una estructura está por lo general oculta, pero las crisis tienen sus propias formas de exponer a simple vista las estructuras mentales y sociales tácitas.
La salud, según Michel Foucault, es el epicentro del moderno arte de gobernar (llamó a esto «biopoder»). A través de la medicina y la salud mental, sostiene Foucault, el Estado administra, vigila y controla a la población. En un lenguaje que él no habría utilizado, podemos decir que el contrato implícito entre los Estados modernos y su ciudadanía se basa en la capacidad de los primeros de asegurar la seguridad física y la salud de la segunda. Esta crisis pone en primer plano dos hechos opuestos: que en muchos lugares del mundo este contrato ha sido paulatinamente roto por el Estado, cuya vocación pasó a ser ampliar el volumen de la actividad económica, disminuir los costos de la mano de obra, permitir o alentar la deslocalización de la producción (entre otras cosas, de productos médicos claves, como mascarillas y respiradores), desregular la actividad bancaria y los centros financieros y apoyar las necesidades de las corporaciones. El resultado fue, ya sea por voluntad o por omisión, una extraordinaria erosión del sector público. El segundo hecho que quedó a la vista de todos es que solo el Estado puede manejar y superar una crisis de tamaña escala. Ni siquiera el gigante Amazon puede hacer otra cosa más que despachar paquetes, y eso incluso con gran dificultad durante tiempos como estos.

Los mercados se alimentan de la confianza como una moneda para construir el futuro, y resulta ahora que la confianza descansa sobre el supuesto de la salud. Los Estados modernos garantizaron la salud de los ciudadanos: construyeron hospitales, formaron médicos, subvencionaron los medicamentos y organizaron sistemas de asistencia social. Este sistema de salud era el fundamento invisible que hacía posible la confianza en el futuro, que a su vez era necesaria para las inversiones y la especulación financiera. Sin salud, los intercambios económicos pierden sentido. La salud se dio por sentada, y en las últimas décadas, políticos, centros financieros y empresas coincidieron en presionar en favor de políticas que disminuyeron severamente los presupuestos para recursos públicos, desde la educación hasta la asistencia sanitaria, ignorando, irónicamente, hasta qué punto las empresas habían aprovechado los frutos de los bienes públicos por los que nunca pagaron: educación, salud e infraestructura. Todos ellos dependen del Estado y son recursos públicos indispensables sin los cuales los intercambios económicos no pueden producirse.
Lo que duplica la sensación de crisis es el hecho de que la pandemia requiere de una forma novedosa de solidaridad a través del distanciamiento social. Es una solidaridad entre generaciones, entre jóvenes y ancianos, entre alguien que ignora si puede tener la enfermedad y alguien que puede morir a causa de lo que el primero desconoce, una solidaridad entre alguien que puede haber perdido su empleo y alguien que puede perder la vida.
Llevo ya muchas semanas en confinamiento y el amor del que mis hijos me han colmado ha consistido en dejarme sola. Esta solidaridad demanda aislamiento, y de ese modo fragmenta el cuerpo social en unidades lo más pequeñas posibles, lo que vuelve difícil organizarse, encontrarse y comunicarse, más allá de las interminables bromas y videos que se intercambian en las redes sociales. La sociabilidad se ha vuelto indirecta. La utilización de internet creció a más del doble; las redes sociales se convirtieron en las nuevas salas de estar; la cantidad de chistes sobre el coronavirus que circulan por las redes de un continente a otro no tiene precedentes; el consumo de Netflix y Prime Video se decuplicó; estudiantes de todo el mundo toman hoy sus clases mediante sesiones virtuales organizadas por Zoom. En síntesis, esta enfermedad en la que hemos tenido que revisar todas las categorías conocidas de intimidad y cuidado ha sido la gran fiesta de la tecnología virtual. No tengo dudas de que en el mundo post-coronavirus la vida virtual y a larga distancia tomará un vuelo propio, ahora que nos vimos forzados a descubrir su potencial.
Saldremos de esta crisis, gracias al trabajo heroico del personal médico y de enfermería y a la resiliencia de ciudadanos y ciudadanas. Muchos países ya lo están haciendo. Pero la ciudadanía tendrá que hacer preguntas, exigir que le rindan cuentas y sacar las conclusiones correctas: el Estado, una y otra vez, probó que es la única entidad capaz de manejar este tipo de crisis de gran escala. El engaño del neoliberalismo debe ser denunciado. La era en que cada actor económico está ahí únicamente para acumular oro en sus bolsillos debe terminar. El interés público debe pasar al frente en las políticas públicas. Y las empresas deben contribuir a este bien público, si quieren que el mercado siga siendo al menos un marco para las actividades económicas. Más enfáticamente, la ciudadanía tendrá que ser inflexible en lo que atañe al estado del sistema sanitario.

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