121: Antonio Valdecantos, Filosofía del virus


El poder político se estableció para quitar el miedo, pero también para doblegar los peligros, y el súbdito teme que la ausencia o ligereza del temor presente venga seguida de un mal descomunal. A la población hay que mostrarle, por tanto, diligencia y capacidad de respuesta, y obligarla a sumarse a ellas. Ya no procede tranquilizarla, porque tal cosa es imposible. Al contrario: hay que electrizarla haciéndole ver que no se da la espalda al desafío. En tesituras así, lo único que puede contar como actuación es la sobreactuación: obrar de un modo que no sea aparatoso y que no ocupe todo el escenario sería como no hacer nada. O este asunto se convierte en el más importante (no sólo del presente, sino casi de la vida entera), desplazando a cualquier otro, o, de lo contrario, quedará claro que se ha obrado con negligencia.
Por nada del mundo se perdonaría que a un desastre así no le hubiera precedido su correspondiente miedo, que es el que a los Gobiernos corresponde ahora administrar. 
Aunque resulta fácil que las ciudades desiertas y las horas desocupadas produzcan la siniestra impresión de que no habrá retorno a la normalidad, la estructura temporal del miedo es despiadada y quizá debería causar vergüenza: cuando la alarma cese y las calles y oficinas se vuelvan a llenar de gente, el estado espectral de estas semanas se desdibujará en la memoria de los supervivientes y costará trabajo recordarlo. La invasión del temor implica, sobre todo, la dificultad de imaginar en serio qué estaría ocurriendo en este lugar y en este instante si no se hubiera desatado el mal, pero los animales humanos se atemorizan por el futuro con la misma facilidad con que rehúyen la evocación del miedo pasado. Hay quien cree que, por verse vulnerable, de pronto se ha vuelto bueno, como si no fuese cierto que somos vulnerables al olvido antes que a cualquier otra desgracia.

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