text 103: Iñigo F. Lomana, Palabrería e inmoralidad




… ¿a qué se debe la ceguera, el ensimismamiento y en ocasiones también el sadismo con el que una parte importante del mundo intelectual ha reaccionado a la emergencia sanitaria que atravesamos? 

Decenas de pensadores y filósofos –entre aspirantes, estrellas emergentes y astros consolidados– han comparecido a lo largo de estos días en las páginas de nuestros diarios para hacer todo tipo de declaraciones extravagantes. Unos, sordos a todo lo que no sean sus propios síntomas imaginarios, han intentado convencernos de que “la reclusión, la prohibición y la obediencia” nos ahogan mucho más que la propia enfermedad a la que nos enfrentamos, de lo cual tal vez deba deducirse que la falta de respiradores y la asfixia padecida por miles de enfermos es una farsa grotesca que ha de ser denunciada públicamente. Como era de esperar, los charlatanes no han tardado en echar mano de una de sus muletillas preferidas y nos han sugerido también que “nuestra única alternativa real es repensar el contagio”, como si las políticas públicas y la atención sanitaria no fueran más que un simple juego infantil al lado de la titánica tarea de “repensar”. Otros nos han animado a aprovechar el infierno vírico para “redescubrir nuestro cuerpo” y para “salir de la caverna” en la que, al parecer, hemos estado encerrados hasta ahora. No estoy seguro de que una agonía lenta sea la forma más adecuada de “redescubrir el cuerpo”, pero algo me dice que una recesión global de consecuencias catastróficas (y el hambre que sin duda causará) no son las condiciones idóneas para salir de esa caverna en la que sin darnos cuenta estábamos atrapados. Es muy posible, eso sí, que el dramático deterioro de nuestras condiciones de vida nos permita comprender muy pronto que no vivíamos en ningún tipo de caverna. 

Desde el principio de esta crisis se ha trabajado con la sospecha de que nos encontrábamos ante una amenaza fantasma, una nadería magnificada por poderes totalitarios para imponer su terror; una especie de broma macabra urdida por entidades abstractas y, por consiguiente, inidentificables, contra las que todo lo que se podía hacer era clamar desde algún púlpito mediático. Se nos dijo, en primer lugar, que estaba en marcha una campaña de intoxicación auspiciada por la industria farmacéutica para poner al mundo entero de rodillas y obligarnos a comprar otra vacuna nueva e inútil (pocos días después empezaba una cuenta atrás frenética para el desarrollo de esa vacuna). Luego se nos advirtió de que estábamos en presencia de una contrarrevolución orquestada por fuerzas tenebrosas y reaccionarias cuya finalidad era acabar con el activismo climático y con otras luchas sociales incómodas. Y, por supuesto, también se aprovechó la crisis para trazar una gruesa línea ideológica con la que separar a la turba histérica que pedía acciones gubernamentales urgentes de la élite virtuosa que exigía calma. 

Esta primera ola argumental no tardó en estamparse contra el muro de los hechos, pero lo que ha venido después es, en muchos casos, peor y más frívolo: un verdadero festival de disparates y automatismos interpretativos que fue inaugurado por Giorgio Agamben y el colectivo Wu Ming a principios de marzo y ha llegado a su máximo apogeo con la reciente intervención de Paul B. Preciado en el diario de El País. Estos autores –epígonos más o menos aseados de Foucault– sostienen que el Estado se ha servido de la crisis vírica para reforzar el control sobre nuestra vida y para intensificar un estado de excepción al que, de forma más o menos tácita, ya estábamos sometidos desde hacía mucho tiempo. De ser esto verdad, todos habríamos acatado la orden de confinamiento sin rechistar, con una resignación bien entrenada a lo largo de años y años de sujeciones invisibles y cadenas disciplinarias.

¿A qué viene entonces el escándalo con el que se han recibido los recortes de derechos? Si ya nos encontrábamos en una situación de excepcionalidad antes, ¿cómo es posible que echemos tanto de menos nuestras libertades? Me parece también muy aventurado afirmar que el Estado esté aprovechando la emergencia sanitaria para aherrojar aún más nuestros cuerpos. Bastaría con darse una vuelta por cualquier hospital europeo o, sin ir más lejos, por las inmediaciones del Palacio de Hielo en Madrid, para darse cuenta de que la situación es más bien la contraria: el Estado parece haber perdido la capacidad de gestionar nuestra vida, de ejercer su función asistencial. Eso es precisamente lo que nos aterroriza a quienes sabemos que, tras eso que los foucaultianos llaman “gestión de los cuerpos” y “régimen disciplinario”, no se esconde otra cosa que el Estado del bienestar. He ahí la verdadera tragedia.

A nadie le conviene que los pensadores enmudezcan. La filosofía cumple una función necesaria y tiene que seguir asumiendo el reto de pensar el presente. No obstante, sería conveniente que dejara de ser cuanto antes el lamentable teatro de indigencia teórica en el que se ha convertido. De lo contrario, muy pronto preferiremos el silencio a la inmoralidad de la palabrería.

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