text 99: María José Carmona, Lecciones del pasado para los miedos de hoy




El miedo puramente físico a enfermar, el miedo a perder a personas cercanas, el miedo a la incertidumbre económica, el desasosiego provocado por el confinamiento pueden convertir a personas perfectamente equilibradas en bombas de relojería emocional.
En el caso de la ansiedad, se trata de una emoción ligada al miedo capaz de reaccionar incluso antes de que el peligro ocurra, aunque no exista un riesgo real. Por eso se la relaciona con las compras por pánico. “Cuando los individuos observan en los otros un comportamiento de huida, de defensa o de protección tienden a imitarlo”, apunta Antonio Cano Vindel, presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés, “así es cómo se producen las estampidas. Es una capacidad de respuesta similar a la que tienen otras especies”.
A esto se refería el sociólogo alemán Ulrich Beck cuando afirmaba que vivimos en la “sociedad del riesgo”. Una sociedad paradójica que, a pesar de prometernos las cotas más altas de seguridad nunca vistas, sigue llena de miedos e incertidumbres.
Además, con la globalización los miedos también se han hecho globales. El caso del coronavirus es el ejemplo más evidente de ese miedo que circula con rapidez de un país a otro. Un miedo “líquido”, cambiante, decía el también sociólogo (polaco) Zygmunt Bauman: “No se han inventado todavía paredes capaces de retenerlo. En el mundo de la globalización no queda lugar alguno al que huir”.
El miedo tiene una facilidad de contagio similar a la de que cualquier virus. No es una frase hecha, hay estudios que lo demuestran. Esa velocidad para filtrarse puede ser aún mayor si además se cuenta con potentes acelerantes.
Si la Guerra del Golfo de 1991 fue la primera “guerra televisada”; y la caída de las Torres Gemelas en 2001 fue la primera “teletragedia planetaria”, la neumonía por coronavirus pasará a la Historia por haber sido la primera pandemia retransmitida al minuto por medios convencionales y redes sociales. Crisis sanitarias anteriores como el ébola, el SARS o la gripe A nunca llegaron a ese flujo constante e instantáneo de información. Nunca hasta ahora se había alcanzado eso que la propia OMS ha definido como “infodemia”.
El exceso de información, el conteo diario de víctimas, el impacto devastador de esa imagen repetida de calles desiertas aumenta el miedo y la ansiedad, tanto que las propias autoridades han recomendado reducir la dieta informativa.
Este delirio de transparencia informativa también puede ser peligroso. En la era de la infodemia la información se mezcla a menudo con el rumor, resulta muy difícil distinguir uno de otro. Esto aumenta el clima de desconfianza, nos hace más vulnerables a la mentira.
“Siempre ha habido bulos sanitarios, pero ahora corren más rápido. Tienes a la población en estado de alarma, a todo el mundo hiperconectado y confinado en casa. La rapidez con la que se propagan es enorme. No existe ningún precedente”, alerta Carlos Mateos, coordinador del proyecto Salud sin bulos.
Las mentiras se camuflan dentro de videos bien elaborados, a través de audios de supuestos profesionales médicos, en documentos con logotipos oficiales manipulados, en memes de humor. “Sobre todo se transmiten por WhatsApp”, añade Mateos, “aquí es donde también estamos viendo mucha teoría de la conspiración”.
La “conspiranoia” es otro elemento frecuente en situaciones de crisis. Más de una cuarta parte de los estadounidenses está convencido de que el virus de la COVID-19 se desarrolló intencionadamente en un laboratorio. Es una forma de buscarle sentido al caos –de recuperar la sensación de control–, muy influenciada por décadas de cine sobre catástrofes y distopías pandémicas.
No debería sorprendernos. El auge de la ciencia ficción ya contribuyó en 1938 a los sucesos ocurridos tras la retransmisión de la Guerra de los mundos de Orson Welles. Un ejemplo claro de cómo el miedo colectivo, con el acelerante suficiente, puede rozar peligrosamente el pánico.
Ahora que un virus desconocido se ha convertido en amenaza inmediata –mucho más inmediata que el calentamiento global–, somos más conscientes del cuerpo, pero también de sus límites. Se reaviva el miedo a la muerte, el miedo a la pérdida. Algo que también habíamos olvidado. “No sabemos convivir con la pérdida. Hoy si perdemos una cosa pensamos que ya vendrá Amazon a rescatarnos”, señala José Ramón Ubieto.

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