Teoria social i indiferència ètica en la filosofia de Marx.
“En memoria de
los incontables hombres y mujeres de todos los credos, naciones y razas
que cayeron víctimas de la creencia fascista y comunista en las Leyes
Inexorables del Destino Histórico”. Con esa dedicatoria se abría La miseria del historicismo,
el magnífico panfleto antimarxista de Karl Popper. Por poco que se
piense, no se tarda en reparar en que la dedicatoria contiene una
dificultad que a Popper no se le debió escapar y con la que, no siempre
con fortuna, parece lidiar a lo largo del libro, una paradoja de la acción:
si alguien está realmente convencido de que existen leyes inflexibles
de la historia y que avanzan a favor suyo, no se lanza a actuar en
contra o a favor de nada. Si la historia sigue un curso inexorable,
hasta desembocar en la sociedad comunista, lo único que tenían que hacer
los revolucionarios era sentarse y esperar. Dando la vuelta al verso de
Machado, se diría que todo el que sabe que la victoria es suya,
aguarda.
No es éste el único problema que, queriéndolo o no, mostraba el famoso ensayo de Popper. También había otra paradoja de la condena:
¿cómo podían los socialistas descalificar al capitalismo, una obligada
estación de tránsito en el inexorable curso de la historia? ¿Cómo era
posible creer en el inflexible funcionamiento de los procesos históricos
y, al mismo tiempo, afirmar la superioridad desde el punto de vista
ético, valorativo de la futura sociedad? Creer de verdad que la
naturaleza sigue un curso regular e inevitable no concuerda con la
condena moral de las sociedades existentes: nadie condena la trayectoria
de los planetas ni califica de injustas las leyes de la genética.
Los problemas de Popper, como acostumbra a pasar con las
inteligencias limpias y poderosas, apuntan a un asunto importante: la
complicada relación entre la ética y el socialismo moderno de raíz
ilustrada, que busca basar racionalmente los procesos emancipadores. La
reflexión de Marx, que unas veces parece descalificar la moral y en
otras ejercerla, es la cristalización más cuajada de esa tensión. En sus
escritos conviven el desprecio por las argumentaciones normativas e,
incluso, por la idea de justicia, con el uso de esas argumentaciones
normativas, como sucede con sus condenas de la sociedad capitalista, por
explotadora e injusta. Esa crítica moral que no acaba de serlo se puede
reconocer en tres aspectos: la interpretación de la justicia, la idea
de explotación y la condena del capitalismo. En el primer caso, Marx
parece despreciar la idea de justicia, por constituir “basura
ideológica” al servicio de la burguesía, pero también sostiene, entre
otras cosas, que, a su manera, el capitalismo es justo. En el segundo,
condena la explotación a la vez que parece admitir que la sociedad justa
tendrá que ser “explotadora”. En el último, se solapan diversos
criterios de condena del capitalismo.
Al final, ninguna de de esas críticas acaba de
completarse, entre otras razones por la desconsideración por parte de
Marx de la ética: no hay en su obra ni caracterizaciones sistemáticas
del ideario, ni análisis de la función de los valores en las acciones
prácticas ni justificación normativa del socialismo. En principio
resulta difícil de entender esa despreocupación dada la inspiración
finalmente transformadora de su quehacer intelectual: no hay condena de
lo existente ni guía de acción sin algún principio normativo. Para
descalificar, para decir que algo está mal, se necesita algún valor.
Pero todo tiene su explicación. Y es que las razones del descuido, de la paradoja de la condena, no son ajenas, a sus teorías sociales, a su confianza en que la historia avanzaba por su mejor lado, a la paradoja de la acción. Para ver como se produce, me centraré únicamente en la “teoría de la justicia”.
La justicia de un orden social injusto
Resultaría exagerado sostener que Marx desarrolla una teoría completa
de la justicia. Si bien, por un lado, sus descalificaciones del
capitalismo parecen presuponer alguna idea de justicia y de moralidad en
un sentido amplio, por otro lado, despacha la idea misma de justicia.
Lo hace en diversas líneas de argumentación. Para empezar, en algunos
pasajes de La ideología alemana y, también, en El manifiesto comunista,
descalifica cualquier idea de justicia o de moralidad como basura
ideológica, como ideología en el sentido más vulgar del término: un
pensamiento que busca legitimar una situación, que pretende presentar un
ethos específico, asociado a una clase, la burguesía, como una
“teoría autónoma y abstracta”, universal. Se podrá decir que la
relación de intercambio entre el trabajador y el empresario, entre
trabajo y salario, es justa, que el trabajador es libre de establecer la
relación contractual, pero, en el sentir de Marx, afirmar eso es
confundir el trasfondo de la historia: la situación de opresión que
obliga a aceptar algo muy parecido a un chantaje a quien nada tiene,
cuando se impone “la jurisdicción de hambre” de la que hablaba el
Quijote. No sólo eso: si se examina lo que se intercambia, se verá que,
en realidad, el intercambio de salario por trabajo es una ilusión de
intercambio de “iguales”. La teoría del valor mostraría que el valor de
lo que los trabajadores reciben es inferior al valor que aportan. La
“basura ideológica”, sustentada en esa ficción de relaciones sociales,
escamotearía los flujos reales. La mentira ideológica de la justicia
serviría para añadir encubrimiento a una realidad que es ella misma una
ilusión (que en el capitalismo, según Marx, se darían las dos, la
realidad distorsionada y la mirada distorsionada sobre la realidad: los
sujetos tienen falsas creencias acerca de cómo son las cosas y también
perciben una realidad que no es tal). Velo sobre realidad velada que
sólo acabaría con la revolución. En la sociedad comunista, no vencería
ninguna “ideología”: no habría ninguna realidad distorsionada ni miradas
distorsionadoras. En el comunismo, las ficciones sociales estaban
llamadas a desaparecer, y las relaciones humanas, y el conjunto de los
procesos sociales, se muestran trasparentes. La “revolución proletaria”
sería la revolución de una clase universal, sin ideología. En la buena
sociedad, quedarían disueltas ortopedias o imaginerías sociales como la
justicia. Por eso, la idea de una ideología o una moral proletarias
sería un puro sinsentido, un oxímoron. Los habitantes de la caverna de
Platón abandonarían el mundo irreal de las sombras y se encontrarían en
una realidad inmediatamente inteligible. Tan transparentes como pueden
serlo las transacciones que se dan en el seno de una familia, donde los
padres dan, los hijos reciben y todos lo saben.
En otra estrategia de argumentación, Marx parece descalificar por
principio cualquier intento de edificar una teoría de la justicia. Por
un lado, porque la sociedad actual era incapaz de ser justa y, por otro,
porque en el comunismo, en la sociedad futura, no harían falta
principios de justicia. En el comunismo, en virtud de la fraternidad
universal o de la abundancia, no habría razones para la disputa: porque,
como decían los clásicos, entre amigos no hace falta establecer reglas
de justicia y porque, si hay de todo para todos, si cada uno puede tener
lo que quiere, no hay disputas acerca del reparto. Sencillamente, con
el comunismo desaparecen las circunstancias de justicia: intereses
enfrentados y escasez de recursos. Se invocan los derechos cuando las
cosas ya no funcionan, cuando los intereses entran en conflicto. En la
sociedad futura no habría conflicto y, por tanto, la idea misma de
justicia resultaría un sinsentido. Con el mismo espíritu de los
revolucionarios franceses que quisieron abolir las facultades de derecho
y sustituirlas por lecciones elementales de derecho en la enseñanza
pública orientadas a crear “ciudadanos virtuosos”, también Marx parece
pensar que, cuando se da la virtud, resulta innecesaria la ley. Por eso,
o porque nadie podría envidiar a nadie, la abundancia de recursos del
comunismo asegura que cualquier deseo podrá ser satisfecho.
Una tercera argumentación, presente también en La ideología alemana,
parece sostener que, de hecho, el capitalismo tiene cierta idea de
justicia y que es coherente con ella. Que, en cierto sentido, el
capitalismo es justo. En el fondo, aquí hay una tesis de sociología
histórica. Desde el punto de vista de la sociedad capitalista, de sus
criterios normativos, la relación entre el trabajador que vende su
fuerza de trabajo y el que la compra es una relación equilibrada: uno es
libre de vender y el otro lo es de comprar. En ese sentido, el
capitalismo es coherente con cierta idea interna de justicia. Más
exactamente: el capitalismo necesita una idea de justicia porque es una
sociedad defectuosa. Una sociedad donde hay conflictos, donde los
individuos se mueven según sus intereses egoístas, es una sociedad que
ha de fijar reglas y derechos, a diferencia de una sociedad comunista,
una sociedad plenamente fraterna y con recursos ilimitados donde no hay
sitio para ideas como la justicia o los derechos. Por descontado que el
marco, las constricciones, el que un individuo no tenga recursos, que
dependa de un contrato precario o que carezca de un seguro de desempleo
–circunstancias que lo obligan a aceptar lo inaceptable–, podría ser
valorado desde un punto de vista trascendental, desde una moral
absoluta; pero eso no procede. Ésas son las reglas de juego de una
sociedad históricamente determinada, el capitalismo, y, desde ella, no
hay nada de condenable en esas situaciones, a diferencia de una
situación de esclavitud o vasallaje, que sí cabría condenar. La
pretensión de unos principios eternos de moralidad resultaría idealista,
ahistórica. Preguntarnos por una idea de justicia transhistórica sería
como preguntarnos en el ámbito deportivo si está permitido tocar la
pelota con las manos. La pregunta, como tal, no tiene sentido; requiere
del contexto: si estamos jugando a fútbol, no; si jugamos a baloncesto,
sí, porque el reglamento del baloncesto así lo estipula. Dentro de las
reglas de las sociedades capitalistas, hay una idea de justicia
elemental de acuerdo con la cual si dos individuos establecen una
relación contractual, lo que se deriva de ella es justo. Sea por esta
última razón, por considerar que no cabe una teoría de la justicia
robusta y con alcance, sea porque pensara que en el futuro habría
individuos virtuosos que no tendrían intereses conflictivos, sea porque
creyera que la abundancia de la sociedad comunista haría innecesaria la
justicia, lo cierto es que no hay en Marx una teoría de la justicia que
se pueda reconocer como tal. Por supuesto, siempre cabe reconstruir la
teoría a partir de sus diversas valoraciones. Pero eso es cosa distinta:
una teoría o se formula explícitamente o no existe; si no hay un
conjunto de enunciados reconocibles, no hay teoría. La idea de “teoría
intuida” es una contradicción.
(Cabe pensar en otra razón, con un soporte filológico menos
inmediato, pero acorde con lo antes dicho acerca de las disposiciones
humanas en el comunismo, que ayudaría a entender la ausencia vocacional,
por así decir, de una teoría de la justicia, a saber: la convicción de
que cuando se fija una idea de justicia se está asumiendo una
antropología moral estática, falsa; se asume que los individuos sólo
actúan desde sus intereses, que no son capaces de revisar sus juicios,
valores y creencias, de revisarse a sí mismos, sus objetivos y su propia
identidad, a la luz de los argumentos y la compañía fraterna de los
demás. Si se asume que la justicia está asociada a la negociación de
intereses en conflicto, hay poco que esperar. En la disputa entre
intereses se vence o se cede, no se convence. No se modifica el juicio:
el interés sigue intacto, como al empezar la negociación; simplemente
uno se resigna al acuerdo. La idea de justicia, en tanto asociada al
pacto y la negociación, al equilibrio de intereses, no a la persuasión y
al convencimiento, presume individuos estáticos, que buscan reglas de
juego en las que defender sus intereses. Para alguien como Marx que
entienda que ese modelo antropológico carece de plausibilidad, toda
teoría edificada desde ella, sería una pura patraña metafísica. También
la teoría de justicia).
La solución de la paradoja o casi
Pero tampoco esta vez las paradojas suponen contradicción. Cabe
afirmar, sin inconsistencia, por una parte, que el socialismo es, al
mismo tiempo, inevitable desde el punto de vista de los mecanismos
sociales y superior a cualquier sociedad anterior desde el punto de
vista moral y, por otra, que esos mecanismos, con ser inevitables, no
excluyen la intervención práctica, la acción de los oprimidos. La
relación del socialismo con las sociedades anteriores vendría a ser como
la de la planta desarrollada con respecto a la semilla que está en su
origen: su consecuencia inevitable y, a la vez, más rica, entre otras
razones porque “incluye” todas sus características. En una foto fija,
uno al lado del otro, el producto final vence en todas las
comparaciones. Pero, precisamente por esa relación causal entre la
semilla y la planta, la comparación tampoco tiene mucho sentido. En un
sentido parecido, si era verdad que el socialismo estaba inevitablemente
relacionado con el capitalismo y, a la vez, superior a él desde
cualquier criterio normativo que se utilizase (libertad, bienestar,
autorrealización, igualdad, etcétera), no hay por qué entretenerse en
defenderlo desde un punto de vista normativo: el socialismo se
encontraba más allá de toda discrepancia. Si, además, la propia acción
de los oprimidos era una producto, acaso no deseado pero ciertamente
inevitable, del desarrollo del capitalismo, tampoco parecía necesario
detallar los principios inspiradores de la práctica revolucionaria. A
esas conjeturas sobre el curso de la historia, que hacen que el reino de
la libertad sea simple resultado del curso de la necesidad, se unen
ciertas ideas sobre las condiciones de funcionamiento de la buena
sociedad, sobre la naturaleza humana y sobre los recursos disponibles,
que abundan, en su optimismo, en la despreocupación por cómo organizar
las cosas.
Ahora bien: que las ideas sean consistentes no quiere decir que sean
veraces. Y es el caso que buena parte de los supuestos empíricos y
teóricos de Marx se han mostrado equivocados. Es precisamente esa
circunstancia, la incorrección teórica, la que hace particularmente
necesaria acabar con “la indiferencia ética” del socialismo y recuperar
su núcleo normativo. Pero vayamos paso a paso y empecemos por desgranar
con más detalle las tensiones que explican el descuido socialista de la
ética, la paradoja de la acción que hace inteligible la paradoja de la condena. La mirada ha de recaer en la teoría social de Marx.
La teoría social contra la ética
En Marx los valores no se hacen explícitos ni se perfilan porque
resultan prescindibles. En ese sentido, se podría decir que en buena
medida la explicación de la “mala” calidad de la ética de Marx hay que
buscarla en la bondad de su teoría social. Para entenderlo resulta
conveniente situarnos en su escenario intelectual. La coordenada
fundamental, naturalmente, la proporciona su tiempo, su condición de
heredero de la Ilustración. Encontramos en su obra una tesis de un
género –la filosofía de la historia– muy cultivado por los ilustrados,
aunque con profundas raíces cristianas: la evolución de la humanidad
como el curso de realización de la razón. Pero también está la
diferencia, el matiz que hace a un pensamiento importante. Marx traba la
filosofía de la historia ilustrada con otro producto de su tiempo: la
naciente ciencia social cultivada por la escuela escocesa. En particular
de Adam Smith, Marx toma y reformula su teoría de los cuatro estadios:
una conjetura acerca de la secuencia que vincula los sucesivos estadios
históricos, con entrañas causales claras y desarrollada con la hondura y
precisión de una genuina teoría social. Con ese instrumental, Marx, en
lo esencial, transforma la “necesidad” dialéctica en teoría social.
Elabora varias conjeturas acerca de los mecanismos de lo que se podría
llamar la evolución histórica, mecanismos fascinantes desde el punto de
vista de la construcción intelectual, muy interesantes, aunque casi
todos erróneos. Pero, con sus defectos, nadie puede dudar de su
elegancia y, sobre todo, de su abismal diferencia respecto a
especulaciones vacías à la Comte sobre secuencias históricas,
religiosas, metafísicas, positivas, etcétera, o galimatías de este
orden. En Marx hay mecanismos bien precisos acerca de cómo se producen
las secuencias y los procesos.
El primer mecanismo es una teoría de naturaleza económica que llama caída tendencial de la tasa de beneficio.
Puede resumirse sin desvirtuarlo del siguiente modo. El punto de
partida es la teoría del valor-trabajo, según la cual, la fuente de
valor reside finalmente en el trabajo. A partir de ahí Marx apura las
implicaciones del hecho de que, para competir, los capitalistas están
obligados a sustituir el trabajo, el de la gente, por maquinaria. Como
resultado de ello, desaparece la fuente misma de riqueza y, con ella, el
beneficio de los capitalistas. El propio mecanismo endógeno de
perseguir el beneficio implica la desaparición de la fuente de riqueza
–de la fuerza de trabajo– y, en consecuencia, la caída de los
beneficios.
Otro mecanismo se encuentra en el alma de su teoría de la historia y
se refiere a una supuesta contradicción –para decirlo con su léxico–
entre relaciones de producción y fuerzas productivas, contradicción que
actuaría como motor de los procesos históricos, por ejemplo, al
desencadenar el tránsito de una sociedad feudal a una sociedad
capitalista. De modo más sencillo, con la economía de un ejemplo: la
burguesía naciente, que iniciaba el comercio y la pequeña industria y
que buscaba ampliar mercados, encontraba obstáculos y limitaciones en
unas sociedades feudales en las que el desplazamiento de mercancías se
veía frenado por peajes y tributos y en las que los individuos mantenían
relaciones de dominio personal y, por tanto, no había lugar para vender
la fuerza de trabajo, para desplazarse de un lugar a otro a buscar
ocupación. En procesos como éste, el crecimiento de las fuerzas
productivas era obstaculizado por las relaciones de propiedad: se
ahogaba el desarrollo económico y, en un sentido general, al menos para
una mentalidad del XIX, se limitaba el progreso y el bienestar. Para
Marx esa tensión, a la larga, resultaba insostenible y al final el
proceso se decantaba siempre del lado del progreso, se acababa
imponiendo la dinámica inflexible de las fuerzas productivas. Incapaces
de impedir el despliegue de la abundancia –retengamos esta palabra– que
acompañaba al desarrollo de las fuerzas productivas, las reglas del
juego social se venían abajo y eran sustituidas por otras que se
acomodaban mejor a la nueva situación.
Un tercer mecanismo tiene particular interés para la explicación de
nuestras paradojas. Según Marx, el capitalismo, al desarrollarse,
generaba una expansión de las necesidades de consumo, pero se mostraba
incapaz de satisfacerlas en virtud tanto de su calidad de sistema
explotador, de sistema privado de apropiación, por parte de unos pocos,
de la riqueza producida por (casi) todos, como de las limitaciones que
ese sistema de apropiación imponía al desarrollo de las fuerzas
productivas. La dinámica del capitalismo producía en la clase
trabajadora, por un lado, un aumento de las necesidades y, por otro, un
choque con un sistema que las alimentaba pero no colmaba. En esas
circunstancias, desde la perspectiva de Marx, acabarían por aparecer la
crítica al sistema, debido a la pobreza y a la infelicidad que
provocaba, y, también, la esperanza y la promesa de otra sociedad de
abundancia (comunista) donde las necesidades, los deseos y aspiraciones
podrían finalmente satisfacerse.
Por último, la propia lucha de clases operaba de tal modo que las
condiciones objetivas más arriba descritas como condiciones necesarias
se transformaban en condiciones suficientes cuando aparecían elementales
intervenciones políticas. La clase obrera, mayoritaria –o
tendencialmente mayoritaria–, nuclear en la reproducción del capitalismo
en tanto causante del conjunto de la riqueza social, y, además,
explotada, era el motor del cambio y, a la vez, el combustible, en la
medida en que se beneficiaba del cambio y se socializaba en
circunstancias productivas –la fábrica– propicias a la acción colectiva.
La conjunción de estar peor, estar explotada y estar en condiciones de
modificar las cosas, establecía un natural vínculo entre intereses
objetivos e intereses subjetivos, para decirlo con una antigua fórmula,
imprecisa pero intuitivamente clara.
Estas argumentaciones, a la luz de la moderna teoría social, resultan
difícilmente sostenibles en sus términos tradicionales. Con todo, debe
insistirse en el vigor intelectual que permite pasar de la vieja
especulación, ya sea cristiana –del mundo de la caída, de la redención,
etcétera–, ya sea ilustrada –el advenimiento final de la edad de la
razón–, a una prosa más precisa y controlable, de genuina teoría social,
de mecanismos endógenos de cambio que vinculan escenarios históricos.
La teoría de la caída de la tasa de ganancia, fuertemente comprometida
con la teoría del valor, tenía que enfrentarse a los problemas de ésta.
La opinión más extendida es que no ha conseguido superar importantes
dificultades analíticas. La relación contradictoria entre fuerzas
productivas y relaciones de producción es, sin duda, una hipótesis
histórica fecunda pero, desde luego, nada parecido a una sistema causal
determinista. El supuesto de la homogeneización de los procesos de
trabajo y, por tanto, de intereses y de condiciones favorables para la
acción colectiva no se ajusta al aumento de las diferenciaciones y
líneas de fractura en el seno de la clase obrera. Por otra parte,
tampoco es el caso que el desarrollo del capitalismo haya producido el
empobrecimiento de los trabajadores, circunstancia que complica su
disposición a comprometerse en procesos revolucionarios, costosos e
inciertos, en los que tienen mucho que perder. Por lo demás, el vínculo
entre “intereses objetivos” e “intereses subjetivos” cada vez resulta
menos claro –si alguna vez lo estuvo–, cuando los pobres y marginados no
necesariamente están explotados y, desde luego, pocas veces están en
condiciones de modificar sus circunstancias. (Tiene importancia política
la distinción entre las dos situaciones, entre la pobreza relacionada
con la explotación y la relacionada con la marginación. En las dos
existe un vínculo entre la riqueza de unos y la pobreza de otros, pero
la naturaleza del vínculo es bien diferente. La pobreza de unos puede
ser la condición de la riqueza de otros sin que se pueda decir que la
riqueza de unos sea la causa de la pobreza de otros, que es lo que
sucede con la explotación. Por ejemplo, aun si no están explotados por
los habitantes de los países ricos, el bajo consumo de los marginados
del tercer mundo hace posible el alto consumo de los primeros, habida
cuenta de que resulta insostenible un nivel de consumo generalizado en
el planeta como el del americano medio. El criterio para distinguir las
dos situaciones es sencillo: cuando se dan relaciones causales, cuando
existe explotación, el rico está interesado en que el pobre exista; en
el otro caso, no, incluso puede preferir que desaparezca).
En todo caso, para lo que aquí interesa destacar, salvo en la teoría
de la tasa de ganancia, en las otras conjeturas se puede reconocer un
esquema argumental parecido, en tres pasos, y en el que ocupa un lugar
especialmente relevante el supuesto de la sociedad comunista como
sociedad de la abundancia: en primer lugar, se dan unas fuerzas
retenidas, unas fuerzas productivas o unas necesidades embridadas por
algunas constricciones sociales que impedirían el desarrollo de cierto
potencial, sea productivo, sea de simple realización de los deseos;
después, hay un mecanismo (el sistema de reproducción del capitalismo)
que alimenta estas necesidades, potencialidades de realización o
capacidades productivas, pero que, al mismo tiempo, no permite su
consumación; y, finalmente, existe una futura sociedad en la que las
necesidades se satisfacen y las tensiones se resuelven.
Adviértase cómo operaba el proceso para los socialistas: el mismo
mecanismo que producía el acercamiento a la sociedad final –la necesidad
de satisfacer las demandas, el desarrollo de las capacidades y talentos
de los individuos– fundamentaba el propio comunismo, que se entiende
como una sociedad de la abundancia donde personas libres e iguales no
encontrarían problemas para su completa realización. El mismo principio
que servía para minar la sociedad capitalista, su incapacidad para hacer
frente a los retos productivos, constituía el motor que alimentaba un
proceso que adicionalmente desembocaba en una sociedad cuyo fundamento
es justamente su enorme potencial productivo.
Por aquí empieza a hacerse inteligible parte de la indiferencia
ética, el descuido al abordar el ideario. Si las cosas eran del modo
descrito, no tenía mucho sentido perfilar los valores de la futura
sociedad o los principios guías de una acción cuyo curso estaba inscrito
en la propia dinámica de la historia, al modo como la planta está
prefigurada en la semilla, por repetir de nuevo la metáfora tantas veces
utilizada para ilustrar las llamadas “leyes” de la dialéctica. No
parecía tener mucho sentido justificar lo que no puede ser de otro modo,
lo que resulta inevitable. Y lo mismo que vale para la acción, vale
para los principios: ¿por qué preocuparse de la justificación de la
igualdad, si los que estaban interesados en ella, los trabajadores, eran
los que estaban inevitablemente destinados a desencadenar los procesos
que desembocaban en una sociedad socialista?
Las condiciones de la buena sociedad contra la ética
La herencia ilustrada de Marx, incluso cuando cuaja en apreciables
teorías sociales –susceptibles de control empírico y analítico– acerca
de cómo funcionan los mecanismos sociales, se deja ver también en otra
dimensión no menos propicia a la “indiferencia ética”: su optimismo
acerca de las condiciones de la buena sociedad. Optimismo presente en un
par de supuestos. El primero: un patrón antropológico con dos pies. El
primer pie, empírico: una concepción ingenua de la naturaleza humana,
bien como “naturalmente buena”, en la tópica imagen roussoniana, bien
como tabula rasa, como una página en blanco, maleada por “el
capitalismo” pero también susceptible de ser mejorada sin límite en la
buena sociedad, el hombre nuevo guevariano, para decirlo en dos
palabras. El segundo pie, normativo, la liberación humana como triunfo
sobre la necesidad, está vinculado conceptualmente como una idea de
libertad (o de realización) entendida como la posibilidad de realizar –de satisfacer– los deseos
y que tomaría cuerpo en el curso de la historia. Los individuos de Marx
aspiraban a un mundo donde vivirían libres de todo tipo de
contingencia, de limitación a su voluntad, libres de cualquier
dependencia, constricción o arbitrariedad, y eso tenía que ver, de
manera fundamental, con la superación del reino de la necesidad. En una
sociedad plenamente libre, los individuos ya no dependerían de ninguna
circunstancia ajena a su propia voluntad, y eso quería decir,
básicamente, satisfacer cualquier tipo de deseos. No es ésta la única
idea de Marx acerca de este asunto, ni la más interesante, pero sí es la
que lo hace más hijo de su tiempo y, desde luego, la que más cultivaron
sus herederos.
El segundo supuesto optimista se refiere a la abundancia. Su
relevancia en el esquema de Marx nunca será suficientemente destacada.
Para Marx el comunismo se fundamentaba en la posibilidad de la
abundancia, en el crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas. Pero
la abundancia no solo era el supuesto sobre el que se cimentaba la
sociedad comunista, sino, como se ha visto, también era el combustible
que, bajo la forma de las demandas insatisfechas, de su necesidad
histórica, estaba entre los mecanismos que relacionaban el “ahora mismo”
con el “dónde llegaremos”. Las limitaciones productivas del
capitalismo, su incapacidad para desarrollar las fuerzas productivas o
para satisfacer las necesidades que generaba, eran las desencadenantes
del proceso de cambio que llevaba al comunismo. Algo parecido a lo que
había sucedido, en el sentir de Marx, en el tránsito del feudalismo al
capitalismo.
Las implicaciones de las anteriores ideas en las ideas éticas de Marx
son diversas y, en no poca medida, ayudan a entender las paradojas con
las que empezábamos, en especial su desprecio por la reflexión moral.
Pero antes de ver cómo sucede eso, conviene destacar un tipo particular
de “inmoralidad”, intelectualmente trivial, pero nada trivial
históricamente, que no es ajena a otra inflexibilidad (moral) asociada a
los esquemas descritos. Vaya por delante lo sabido y olvidado: del
mismo modo que sería equivocado pensar que las barbaridades realizadas
por la Iglesia católica estaban programadas en la Biblia, resultaría
falaz pretender que la brutalidad del socialismo real estaba escrita en
Marx. Hecha la advertencia, no cabe tampoco descuidar que algunas de las
tesis metafísicas de Marx dificultan la condena de esa brutalidad, en
particular, aquellas que se asientan en los esquemas de la dialéctica
hegeliana y que justifican el presente en nombre de lo que habrá de ser.
Estos aspectos se hacen particularmente notorios en algunos pasos en
los que Marx llega a sostener que, en el curso de la historia, “contra
peor, mejor”, que el sufrimiento de hoy, incluido el de los
trabajadores, se disculpa por el germinar del progreso que alimenta y
anticipa. En otras manos, esos textos parecerán avalar a quienes
intenten justificar el sufrimiento inmediato en nombre de la felicidad
del futuro. Con no poca ingenuidad, eso quizá lo han plasmado mejor que
nadie los literatos de simpatías marxistas; al menos mejor que aquellos
otros, los políticos de ejercicio, con poder real, que se limitaban a
hacer una historia de la que no convenía dejar huellas. Así cabe
entender las palabras de Alejo Carpentier, cuando escribía que “el
hombre nunca sabe para quién padece, espera y trabaja; padece, espera y
trabaja para gentes que nunca conocerá y que, a su vez, padecerán,
esperarán y trabajarán para otros que nunca serán felices”. No es muy
diferente la moraleja de unos conocidos versos de Bertold Brecht:
“Nosotros, que quisimos preparar al mundo para la amabilidad, no pudimos
ser amables”. Los vértigos hegelianos de Marx, en los que se muestra
dispuesto a aceptar un sufrimiento transitorio en nombre del bienestar
del futuro, son los que seguramente han proporcionado un soporte de
citas a una gente más siniestra que nuestros literatos y, también, los
que han permitido algunas interpretaciones de Marx en clave utilitarista
en sentido estricto, esto es, como afín a la teoría normativa según la
cual las acciones o instituciones se justifican y valoran en la medida
en que contribuyen –tienen como consecuencia– a la maximización del
bienestar general. Por lo demás, resulta casi innecesario advertir que
esta posición, desde el punto de vista normativo, resulta difícil de
sostener: si bien a un individuo le es posible y aceptable renunciar a
algo o aceptar un padecimiento en nombre de los beneficios que mañana
puede obtener (se puede, por ejemplo, trabajar y ahorrar confiando en
que, llegado el momento, se podrá disfrutar de lo acumulado), no resulta
sencillo –si se toman en serio principios como el de que los individuos
son fines en sí mismos, el de independencia y separabilidad de las
personas o el de autonomía– justificar el sufrimiento o sacrificio de
unos –que no son consultados– en nombre del bienestar de otros por venir
(como tampoco cabe justificar, claro está, el despilfarro de unos, de
nosotros, en el presente a costa del sufrimiento de las futuras
generaciones).
Pero volvamos a nuestras paradojas, a las (supuestas) dificultades
para conciliar la defensa del ideario con la despreocupación por su
fundamentación. Tales paradojas, en buena medida, se desactivan a la luz
de los esquemas anteriores, y de sus supuestos. Con buena gente y en
medio de la abundancia tiene poco sentido entretenerse en perfilar las
ideas de libertad, igualdad, comunidad o autorrealización. Si no hay
intereses enfrentados, nadie disputa. Una vez destruido el capitalismo,
la vocación cooperativa emergería y los conflictos desaparecerían. Y si
no hay buena gente, tampoco importaría mucho porque, si hay abundancia,
si hay de todo y para todos, no hay por qué pelearse para distribuir los
bienes. En esas circunstancias, ¿para qué darle vueltas a los criterios
reguladores, para qué precisar si estamos hablando de igualdad de
oportunidades, igualdad de bienestar o igualdad de oportunidades para el
bienestar? Y lo mismo vale para la idea de libertad: en el reino de la
abundancia, tampoco parecía necesario entretenerse en precisar su
sentido. Pensemos en dos imágenes distintas de la libertad. Se puede
pensar en la libertad como la posibilidad, por ejemplo, de tener una
solitaria casa junto al mar. En este caso, no todos podemos ser libres
simultáneamente: si tú tienes una casa, otros no podrán disponer de ese
bien, al menos en las mismas circunstancias. Si tú eres libre, yo no
podré serlo. La razón es que hay una constricción, un problema de
escasez, de modo que la libertad de todos se ve restringida por la
opción libre de cada uno. Frente a este tipo de libertad, pensemos en
otra imagen, asociada a otra idea de libertad sobre la que volveré más
adelante: la libertad de hablar una lengua. Cuantos más hablantes haya
de mi lengua, más libre soy yo para comunicarme, con más gente podré
hablar. En este caso –por decirlo con el léxico de los economistas–, la
libertad tiene economías de escala, mientras que, en el primer caso, la
libertad de uno choca con la del otro, si uno gana el otro tiene que
perder. Ahora bien, en condiciones de abundancia, cuando la playa es
infinita, no hay diferencia entre un escenario y otro, entre ambas
libertades: no hay conflicto, porque cada uno puede tener una casa
solitaria en una costa inacabable. ¿Por qué, pues, entretenerse en
precisar la idea? Tampoco parece que haya que darle muchas vueltas a la
idea de la autorrealización en una sociedad en la que todo deseo puede
ser satisfecho y donde existen medios para cualquier proyecto. Si un
consumo me satura, pues a otro nuevo. Otro tanto ocurre con la idea de
comunidad o fraternidad: si hay de todo para todos, resulta irrelevante
que tú no procures mi bienestar.
Vistas así las cosas, se empieza a entender la indiferencia ética, la
poca disposición para precisar los buenos principios. En la sociedad
presente, porque son de realización imposible; en la sociedad futura,
porque son inútiles. Con abundancia y hombres virtuosos, los conflictos
desaparecen y con ellos la necesidad de apelar a principios; con el
presente vinculado con el futuro por medio de secuencias inflexibles, no
tiene mucho interés utilizarlos como criterio de valoración de una
sociedad que se condena a sí misma. En suma, si Marx no reflexionó sobre
los problemas éticos no fue porque los menospreciara, sino porque,
sencillamente, no valía la pena entretenerse en un problema que o no
tenía solución por falso (en la sociedad capitalista) o se resolvería en
el devenir de la historia (en la sociedad socialista).
El problema, claro, es que las teorías y conocimientos sobre los que
levantó sus reflexiones ya no sirven, comenzando por la idea de
abundancia. Si nos entregamos a la fantasía de preguntarnos qué diría
hoy Marx, podemos estar seguro que no le dolerían prendas a la hora de
reconocer que se equivocó. Porque, y esa era quizá su mejor lección
moral, el judío de Tréveris practicaba las virtudes epistémicas, era un
hombre comprometido en serio con la verdad. La verdad teórica era
también una cuestión moral, de decencia intelectual. Y ahí no negociaba.
Lo dejó escrito en postfacio a la segunda edición del primer volumen de
El capital: “Había sonado la campana funeral de la ciencia
económica burguesa. Ya no se trataba de si tal o cual teorema era o no
verdadero, sino de si resultaba perjudicial, cómodo o molesto, de si
infringía o no las ordenanzas de la policía. Los investigadores
desinteresados fueron sustituidos por espadachines a sueldo y los
estudios científicos imparciales dejaron el puesto a la conciencia
turbia y a las perversas intenciones de la apologética”. De tiempo en
tiempo conviene recordar esa otra lección sobre las relaciones entre
ética y ciencia.
Félix Ovejero, ¿Es el capitalismo inmoral? La mirada de Marx, fronteraD, 03/10/2013
El autor manifiesta que recoge aquí, reescrito, una parte del capítulo primero Proceso abierto. El socialismo después del socialismo, Barcelona, Tusquets, 2005.
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