Odissea 2001: el naixement de la humanitat.
Metafísica de la buena es la que respira la factura audiovisual de 2001: una odisea del espacio, es decir, de la que tiene sus raíces en el fértil suelo de las potencialidades filosóficas que ofrecen las más revolucionarias verdades científicas, las más sugestivas de las cuales pertenecen al ámbito de las cuestiones antropológica, cosmológica y de la esencia de la materia, a las que hay que añadir las que derivan de los progresos vertiginosos hechos en tiempo relativamente reciente en el territorio de las tecnologías de la computación y la inteligencia artificial (IA).
El amanecer del hombre, la primera parte del filme, es el reconocimiento cinematográfico del hecho evolutivo, de nuestro vínculo genealógico con las especies que nos precedieron en la génesis de la vida inteligente. Aquí hay dos secuencias a destacar a mi modo de ver: la primera de ellas es en la que aparece el famoso monolito, un bloque ortoédrico negro de perfecta fatura y gran altura que emite extrañas vibraciones acústicas y que provoca cierta confusión y miedo en el grupo de primates que lo descubre. He aquí un objeto icónico que ha hecho correr ríos de tinta en un intento de desvelar su significado concreto en el argumento de la película; ¿es el vestigio de la intervención de entidades extraterrestres?, ¿es el mismo Dios creador?, ¿es «aquello» (lo que quiera que sea) que origina un gran progreso? Personalmente, me quedo con esta última sugerencia. Considero que su indefinición es congruente con la intención de Kubrick de articular un discurso audiovisual más abstracto que discursivo. En todo caso reconozco en el monolito el supuesto implícito de que la condición humana no es resultado sin más de una diferencia cuantitativa respecto de otras especies cercanas evolutivamente, sino que constituye un salto cualitativo, un no sé sabe muy bien qué, que hace al homo sapiens un ser singular más allá de lo que cabe en una mera diferencia de grado. Esta visión antropogénica se torna antropocósmica, es decir, el origen marca la diferencia que se refuerza mediante el apunte de un destino trascendente que ninguna otra especie puede compartir; el que nos convertirá en la conciencia a través de la cual el universo se pueda pensar a sí mismo.
Este es, pues, tema central en la película: la humanidad tiene un destino. No es la misma concepción teleológica de Teilhard de Chardin, en la que el ser humano no es protagonista, pero tampoco es la mecanicista de Jacques Monod según la cual el ser humano viene a ser un mero subproducto del azar (léase este mi artículo). Si el viaje evolutivo humano es llamado odisea, hay una Ítaca a la que se busca llegar.
La otra secuencia de la mencionada primera parte del filme señala el medio imprescindible del que se ha servido nuestra especie para lanzarse al infinito piélago del espacio y el tiempo, la tecnología. A ella hemos recurrido para enseñorearnos frente al azar o los dioses, para hacernos con las riendas de nuestro destino. Como Prometeo –figura mítica ya evocada en Frankenstein–, Odiseo (o Ulises) también es un personaje que en mitología griega es exponente de la inteligencia que marca la diferencia a favor de los seres humanos. La tecnología es su materialización, producto también de ese afán tan nuestro por no dejarnos sorprender por lo imprevisto. En la secuencia a la que nos referimos, el ancestral primate (Moon-watcher, según el relato inspirador de Arthur C. Clarke) lanza un hueso, que le ha servido de primitiva herramienta, al cielo, y por obra y gracia de la narrativa fílmica acaba ocupando su lugar en el plano una soberbia estación orbital que gira igual que el hueso, pero en órbita alrededor de la Tierra a ritmo del archiconocido vals El Danubio azul, de Johan Strauss.
José María Agüera Lorente, Doscientos años de Frankestein y cincuenta de 2001 (2ª entrega), Filosofía en la red 10/06/2018
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