La societat del segle XXI és una utopia realitzada?




... ¿carecían de todo progreso aquellas sociedades que no «creían» en el progreso? Afirmar tal cosa es lo mismo que no ver ninguna diferencia entre asirios y griegos, o entre romanos y venecianos; ni en sus estándares materiales, ni en el contenido de sus normas sociales o la sofisticación de sus instituciones. ¡Claro que existe el progreso! Sólo que no es absoluto, ni perfecto, ni del todo irreversible; tampoco carece de efectos colaterales ni deja de producir víctimas o contener puntos ciegos. Y, sin embargo, ¿dónde está escrito que sólo un progreso de rasgos pluscuamperfectos ha de valer como progreso?

Hasta tal punto existe el progreso humano, de hecho, que habría motivos para preguntarse si la imperfecta sociedad del siglo XXI no podría considerarse una utopía realizada; y realizada sin necesidad de recurrir a los medios tradicionalmente asignados a la forma utópica. Si atendemos al verdadero estado del mundo, comparando largas series estadísticas, desde el punto de vista de una sociedad premoderna, ¿acaso no habitamos alguna clase de utopía? A saber: la utopía de un mundo en constante mejora material y moral. Es lo que puede colegirse de la lectura de dos trabajos recientes, el publicitado Enlightenment Now, de Steven Pinker, y el menos conocido Factfulness, de Hans, Anna y Ola Rosling. No es este el lugar de discutir en profundidad las tesis del llamado «nuevo optimismo», sino de traer a colación un conjunto de datos incontestables que permiten sostener la idea de que la sociedad contemporánea tiene mucho de utopía exitosa si la miramos con los ojos de un pasado anterior a la Revolución Científica y, sobre todo, Industrial. ¿Quién podía pensar que la expectativa de vida, que era de treinta y cinco años en 1750, se situaría globalmente en 71,4 años en 2015? ¿Quién podría suponer que esa mejora general incluye un aumento de diez años entre 2003 y 2013 en un país como Kenia? En Gran Bretaña, los cuarenta y siete años a los que se moría de media en 1845 han pasado a ochenta y uno en 2011. ¿Podría alguien allá por el siglo XIV siquiera concebir que entre 2000 y 2015 descenderían un 60% las muertes causadas por la malaria? ¿O que la malnutrición pasase de afectar a un 50% de los habitantes del planeta en 1947 a un 13% hoy, aun habiendo aumentado la población total? Por no hablar de la evolución del PIB planetario, que se triplica entre 1820 y 1900, y vuelve a triplicarse, a continuación, en veinticinco años primero y treinta y tres después; todo ello mientras la extrema pobreza ha pasado del 90% a sólo el 10% en doscientos años. También han aumentado el gasto social, que corresponde de media al 22% del PIB de los países de la OCDE (mientras que está en el 2,5% en la India y el 7% en China), el número de democracias y la igualdad de género; se ha restringido considerablemente el empleo de la pena de muerte y ha aumentado la tolerancia hacia las minorías. No se trata de logros inmodificables, ni podemos excluir la barbarie o la catástrofe: hacerlo sería incurrir en eso que hemos denominado «concepción infantil» del progreso humano. Pero si la utopía es producto de la insatisfacción con la realidad, el anhelo contemporáneo de utopía tiene algo de desconocimiento de la realidad.

Manuel Arias Maldonado, Utopía sin utopía (y II), Revista de Libros 20/06/2018


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