Vergonya i lleis.
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Nuestras sociedades lo judicializan
todo, hasta el punto de que la única responsabilidad que hoy se acepta es la
que dictamina un juez. Es un síntoma de la falta de vergüenza, de la capacidad
de la persona de distanciarse de sus acciones y contemplarlas como si no
tuvieran nada que ver con su propia conciencia. Ocurre de continuo en las
acusaciones de corrupción política. Nadie dimite, nadie se avergüenza de lo que
ha hecho, nadie confiesa sus errores ni sus faltas, todo queda remitido a una
dinámica procesal que será favorable o no al acusado, dependiendo de la
habilidad o inhabilidad que tenga el juez para interpretar los elementos de que
dispone y aplicar la ley. El individuo acusado de corrupción nunca tiene mucho
que decir o que aportar, prefiere mantenerse en silencio, por si acaba habiendo
suerte y queda exculpado. La vergüenza se identificó con el pudor erótico en
culturas profundamente dominadas por morales religiosas, y al desaparecer ese
pudor específico desapareció el pudor sin más. (127-128)
Los únicos límites que el
individuo se ve obligado a reconocer son los que le marcan las leyes, incluso
éstos disminuyen, puesto que el adelgazamiento del código penal es, como bien
ha notado Ronald Dworkin, una de las
características del liberalismo. La obligación legal es menor, pero, además, en
tanto que mera normativa legal, carece de autoridad suficiente para mover al
individuo al cumplimiento de la misma. (128)
Las leyes son frágiles, pues,
aunque es cierto que cuentan con el poder coercitivo del Estado, éste no puede
estar en todas partes, y se hace fácil transgredir la ley allí donde la policía
no está presente para evitarlo o para castigar al transgresor. Potenciar la
actividad de control policial es eficaz, como lo demuestran las nuevas medidas
adoptadas para hacer cumplir las reglas de tráfico. No solo consiguen un nivel
más alto de cumplimiento, sino que la consecuencia del mismo ha sido una
espectacular reducción de las muertes por accidente. Ello no obsta para que la
ley siga siendo frágil e incierto su cumplimiento cuando la coerción deja de
estar presente. De ahí que algunos filósofos se planteen qué le falta al
derecho para que tenga autoridad normativa. Y una de las respuestas a mi juicio
más convincentes es que le falta ese elemento afectivo o pasional al que
llamamos “sentimiento moral”. (128)
Victoria Camps, El gobierno
de las emociones, Herder, Barcelona 2011
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