La grip nacional.
Los nacionalistas suelen decir que los de fuera no entendemos su
nacionalismo. Y tienen toda la razón, porque el nacionalismo no se puede
entender, o sea, no es una construcción racional a la que se pueda
acceder lógicamente, sino un espasmo emocional de origen remoto. Que a
principios del siglo XXI haya gente que se siga sintiendo superior y
orgullosísima de sí misma por haber nacido casualmente a este lado o al
otro de un río, es algo que me deja patidifusa. Además los nacionalismos
se han beneficiado de un malentendido: cuando, en el siglo XIX,
lucharon contra los imperios multiétnicos como el austro-húngaro, se
convirtieron en aliados de los socialistas que se enfrentaban a la
tiranía imperial, y eso hizo que se les viera con una aureola de
izquierdismo y de progreso, cuando en realidad eran movimientos
retrógrados y racistas (lo explica R. Kaplan en su libro Rumbo a Tartaria).
Lo lamento, pero, cuanto más lo pienso, más me parecen un impulso
primitivo y animal, un residuo de la horda, de la manada; pero los
nacionalismos no se piensan sino que se sienten, lo mismo que la fe
religiosa. Einstein decía que el nacionalismo es una enfermedad infantil
del ser humano. A veces cursa de manera leve, como una gripe; pero
otras se convierte en una meningitis que fulmina los cerebros, como
sucede, por ejemplo, con los energúmenos que asaltaron la sede de la
Generalitat en Madrid hace unos días. Porque lo peor es que es una
enfermedad muy contagiosa. Tras los excesos del franquismo, el
españolismo estaba en horas bajas. Pero esta erupción de catalanismo
está avivando la bicha por doquier. Eso es lo único que me inquieta de
la cuestión catalana: su contagio. Por lo demás, si quieren
independizarse, que lo hagan: creo que es un error, pero tienen derecho a
equivocarse. Y por favor, que sea cuanto antes, para evitar que
prospere la epidemia.
Rosa Montero, Epidemia, El País, 01/10/2013
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