Els mals d'Europa.
Lo habrá, tarde o temprano lo habrá. Habrá un estallido social. El mundo que
prometía un bienestar sostenido está roto. Los políticos no lo ven, o no lo
saben o quizá sea que han llegado a ese estado de ceguera, necedad y estupidez
que les impide salir de su discurso hueco, repetido y refractario. Es el bloqueo
del poder partitocrático tal como lo conocemos. E intuyo que lo que se prepara
es el control del estallido.
Como ciudadano pensante podría hacer un análisis negativo, incluso muy
negativo, y no dejaría de ser realista. Pero se impone partir de una esperanza:
la sociedad europea, sobre todo la del sur o medio-sur, sigue viva, avanza,
crece, palpita, mira hacia el horizonte y no se resiste. Lucha. Esto también es
real.
Ahora lo que recorre Europa es una luz. No una de esas luces de final del
túnel, sino una luz pequeña, una ligera claridad, una luz de linterna que
alumbra, por fin, el interior de lo que pasa. Lo primero que ilumina esa luz es
que Europa tiene un problema político que no ha sabido resolver todavía. Y a
esto se añade otro aspecto, trágico: los serios problemas de ciertos estratos de
su población, tales como los mayores, los jóvenes, los inmigrantes, los parados,
etcétera, pendientes cada uno de su inhóspito y tambaleante futuro. Y esto
conduce a nuestro mayor problema: somos más viejos, somos más pobres, pero los
ricos son más ricos. Hay, pues, un brote agresivo de injusticia y
desigualdad.
Aunque surgen recelos por todas partes, y más con el maquillaje del Premio
Nobel de la Paz a la UE (seguro que en Bosnia aún se ríen de esta broma de mal
gusto), hay que reconocer que existe un camino que la sociedad europea en su
conjunto ha recorrido modélicamente, un camino común hacia una identidad común,
un bienestar común y una cultura diversificadamente común; un camino que no han
recorrido por igual los políticos. Porque ahora hay un abismo entre la sociedad
europea y sus políticos.
Es más, asumamos de una vez, con decisión, que la clase política es el gran
problema que impide modificar la realidad en Europa. ¿Por qué? Porque los
políticos no han contribuido a eliminar los prejuicios de unos sobre otros, sino
que los han aumentado; y tampoco han articulado los mecanismos reales contra la
injusticia, para lo cual, básicamente, estaban elegidos. Han entregado a los
ciudadanos a los bancos, a las instituciones financieras, a los principios
inmorales de un capitalismo sin control. Y esto todos: los políticos de derecha
y los políticos de izquierda. Porque, en este sentido, en la Europa en crisis,
derecha e izquierda han terminado por ser parodias recíprocas. O, lo que es
peor, cómplices de una vieja dramaturgia, la de su propia supervivencia.
Y al no haber una política económica verdaderamente común (salvo la malhadada
monetaria), se han evidenciado, en cada país, las miserias de esos mismos
políticos: la corrupción, la ineptitud, la mala gestión, la incapacidad práctica
e intelectual y el error sistemático. Esto ha llevado a cuestionar, y más que
nunca y con más razones que nunca, su papel delegado de representatividad.
¿Cuáles son los verdaderos males que aquejan a Europa? A mi modo de ver, son
los siguientes: 1. La fractura del equilibrio económico sostenible, que requiere
actualmente redimensionarse. 2. Las diferencias entre Estados, aumentadas por la
quiebra entre el Norte y el Sur. 3. La corrupción (tanto en el Norte como en el
Sur) tan capilarmente extendida. 4. La política estandarizada y necia. 5. La
codicia financiera, estimulada por una banca abusiva en extremo. 6. La falta de
futuro nítido. 7. El vertiginoso incremento del paro y el desempleo, que ha de
verse en términos no ya económicos sino de población. Y 8. El desvío o traspaso
de responsabilidades y cargas a las capas más débiles o clases medias de la
sociedad (ciudadanos, profesionales, trabajadores, parados) y no a la banca, ni
a los grandes empresarios ni a la clase política, con el consiguiente aumento de
la injusticia social generalizada.
Es decir, es imperativo asumir sin eufemismos si existe o no una respuesta a
la cuestión capital de la redistribución de la riqueza y del sistema productivo
y de consumo. Si la respuesta es inequitativa, toda revolución debería ser
inminente. Si es equitativa, ha de formularse una eficaz respuesta política de
carácter legislativo. Estamos lejos de esto. Porque esto lleva a pensar (y a
propugnar) que es necesaria otra forma de vida, que partiría de esta sencilla
pregunta que nadie se hace: ¿por qué las cosas valen lo que algunos dicen que
valen y por qué no valen menos? Es decir, ¿por qué prima la ganancia y el
beneficio por encima de la vida misma?
Se ve venir una crisis de la democracia, tal como la hemos concebido hasta
ahora, y es una crisis sistémica. La representatividad y el modo de acceso a
ella, sobre todo en algunos países, está cuestionada, y con razón. Es, por
tanto, una crisis política. Una crisis en la que otra vez sobrevuela por Europa
el fantasma de la intolerancia, del radicalismo nacionalista (de izquierda y de
derecha), y otra vez se silencian las voces que, mayoritariamente, se declaran
no sectarias, aplicándoles la categoría de “alternativas”, como estigma de lo
que no es una opción viable. ¡Y ya lo creo que lo es!
Es urgente preguntarse si hay un futuro real para Europa. Y la respuesta
siempre sería positiva, obviamente: hay, sin duda alguna, un futuro porque la
gente existe, la gente vive. Sin embargo, no es tan fácil. Hay tres escenarios
de futuro: uno deseable, otro indeseable y otro lamentable.
El futuro deseable pasa por una total unión política, la creación de unos
Estados Unidos de Europa reales. Eso permitiría conseguir una globalidad y una
corresponsabilidad económica y social, con la creación de un plan de crecimiento
y racionalización de recursos, producción y consumo; y no una política de
austeridad que suponga la exclusión y la tortura social. En este sentido, faltan
nuevas ideas y nuevos nombres que las procuren.
El futuro indeseable es aquel que conlleve ruptura de tratados que garantizan
grandes márgenes de libertad, el avance de posturas muy radicales (ya las hay en
Grecia, Finlandia, Hungría, Holanda, Francia…), la negatividad de la
multiculturalidad, es decir, su fracaso, y, sobre todo, la desvinculación de la
sociedad de los millones de parados, jóvenes en especial, dando por sentada una
sobrecogedora falta de solidaridad.
Pero hay un futuro lamentable que me temo más cercano; un futuro probable y
resultadista. Será el de una Europa sin influencia estratégica mundial, con
grandes carencias en las conquistas sociales, con un adelgazamiento brutal de la
garantía igualitaria que ofrece “lo público”. Será una Europa en la que
cualquier mejoría se anunciará para plazos cada vez más lejanos, bajo la amenaza
de que “lo peor aún está por llegar”, causando desaliento. Será una Europa
dividida en dos, la que funciona y la que no. Y habrá países de esa Europa
fractal en los que invertir será un chollo: ya se podrá comprar a centavo el
dólar, ya se podrá comprar un país (y lo que contiene) muy barato, aceptando
gustosos una inversión en industrias que exigirán unas condiciones laborales muy
desprotegidas, con sueldos muy bajos. Que la sociedad vuelva a escalar clases
sociales, desde posiciones muy bajas también.
Nos están preparando para esto, para aceptar sin violencia estas duras
condiciones, y para que nos parezcan una necesidad inevitable. No de otro modo
se entiende la gran presión que sufren las clases medias, una auténtica
incertidumbre social, y la brutal represión de todas las manifestaciones de
protesta con el fin de atemorizar. Es decir, se está controlando el estallido,
se está modulando su impacto y su alcance.
Ante todo esto, desolador sin duda, creo que la única esperanza, la única vía
de salida, radica en ir en dirección contraria a la que vamos. Eso lo saben los
políticos. Y si no lo saben, que dejen de ser políticos, porque solo serán
imbéciles.
Adolfo García Ortega, El estallido que viene, El País, 20/11/2011
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